Bramuglia no podía hablar de cosas intrascendentes. Escuchar
sí, a lo sumo, fumando, mirando hacia otro lado, como distraído y, a veces, condescender
con una sonrisa cuando se decía algo gracioso o intencionado. Pero él no
hablaba de cosas intrascendentes. Y tenía la virtud de los grandes insiders de
nuestro fútbol: profundizaba de inmediato. Si alguien, inadvertido, le tiraba
un tema que no respondía a su densidad de lucubración o a su perspicacia
analítica, Bramuglia enseguida lo encarrilaba hacia la condición humana, la
insoportable levedad del ser y la empecinada tenacidad del hombre en modelar su
destino. Uno se sentaba con él, le comentaba algo sobre lo húmedo de la tarde o
el inquietante lomo de una señorita cercana y, de pronto, se encontraba
hablando sobre el Todo y la Nada, lo Finito y lo Infinito, o la particular
conformación de los cenáculos en la antigua Grecia.
Bramuglia, asimismo, no frecuentaba la patota. Elegía
siempre una de las mesas del fondo, pero no de las que dan por calle Santa Fe,
sino de las que quedan sobre calle Sarmiento, donde ya ralea la gente, las
frecuentadas por parejitas que hablan en voz baja, o donde acudendesprendimientos
de las mesas grandes, recibiendo tipos que reclaman cuentas, que esgrimen
facturas o boletas que sacan de portafolios, donde recalan aquellos que
solicitan "¿Tenés cinco minutos?". Allí, en alguna mesa solitaria, se
instalaba Bramuglia, fruncido el ceño, fumando, el mentón sostenido por las
manos cruzadas, mirando hacia la puerta.
—El hombre que está solo y espera —solía ironizar el Zorro,
codeándome—. Está convencido de que es Scalabrini Ortiz.
Pero había un respeto por Bramuglia. Se lo sabía capaz.
Incluso se decía que era muy buen poeta, de esos que saben cómo se debe formar una
octavilla o que conocen la justa diferencia entre el gerundio y el predicado,
la relación exacta que debe mediar entre un subjuntivo y un diptongo. Por si
eso hiera poco, alguien había leído, alguna vez, un poema suyo y contaba que no
sólo rimaban las terminaciones sino que hasta se entendía.
—Profesor de Filosofía y Letras —informaba el Zorro, cuando
no lo cargaba.
—No jodás —sospechaba el Chelo.
—¡Ah no! Y traductor, además. Chamuya como cinco idiomas.
Y, dejando de lado lo rompebolas de un tipo que no podía
hablar de fútbol, de minas o de televisión, la verdad es que daba gusto
escucharlo.
Por supuesto que Bramuglia requería un público respetuoso y
callado, que apreciara sus conceptos. Apenas alguno entraba a boludear, o decía
un chiste fuera de tono, el hombre ya se callaba, volvía a su mutismo
tradicional y retomaba su ensoñadora contemplación de la puerta.
Porque a veces, nos sentábamos con él. Había tardes en que
uno llegaba y todavía no había llegado nadie de la "mesa de los
galanes", entonces lo veía a Bramuglia allá atrás, solo, y se acercaba a
charlar un rato con él. Claro, la cosa tenía sus riesgos, porque si uno tiraba
un tema,
por ejemplo, lo que había pasado en política ese día, a los
cinco minutos ya estaba escuchando, con disciplina, el mesurado relato que
Bramuglia regalaba sobre la Revolución de Octubre y la verdadera función de
Zinoviev en el Congreso Panruso durante los hechos por todos conocidos. Y aunque
media hora después ya se hubiera armado la mesa grande con los muchachos,
aunque uno estuviera escuchando las carcajadas de los otros por alguna boludez
compartida, deseando dejarlo a Bramuglia monologando para ir a sentarse con
ellos, había que aguantarse hasta el desmenuzamiento prolijo de la Perestroika
bajo el riesgo de sufrir el tácito desprecio del maestro por varios meses. Así
le había ocurrido una vez a Pedro, que se acercó a la mesa del erudito tan sólo
con el deleznable fin de atracarse a una pendeja de locura, estudiante de
Bellas Artes, de las que de tanto en tanto se aproximaban al maestro en busca
de una palabra de orientación. Tres horas había tenido que comerse Pedro escuchándolo
disertar sobre la singular forma operativa de la ilota púnica, el periplo de un
tal Himilcón y su influencia sobre la conducta del pueblo magónida antes de
poder levantarse y huir hacia temáticas menos controvertidas.
—Para colmo la pendeja no me miró ni una sola vez — se
lamentaba luego, Pedrito, en informe confidencial—, lo miraba al Viejo con un
hilo de baba que le caía por aquí.
—Para mí que el Viejo se las piroba —afirmó el Zorro.
—¡Qué mierda se las va a pirobar, si ya no se le debe ni
parar al Viejo! —desestimó Manuel.
—Se agarra el choto y le empieza a hablar de la genética
orgánica, la ética partidaria... —graficó Pedro.
—La parla de Schopenhauer...
—Lo cansa...
Y bajo ese perfil escatológico, las conversaciones retomaban
su habitual nivel tercermundista y primigenio. Nadie, no obstante, se atrevía a
bromear demasiado frente a Bramuglia. Había en él algo venerable, misterioso
tal vez. Había vivido en Italia, decían, y un día Moravia, le había regalado
una lapicera. O Calvino, uno de ésos. Tenía un aire eterno, inmortal, quizás
concedido por un traje raído de tono verde oscuro, al cual el tiempo había
conferido un matiz más doctoral, menos festivo, más acorde con su condición de
pensador. Y había algo distintivo en su actitud; esa permanente preservación de
su nivel, de su escala. Podía estar con nosotros, compartir calladamente la
mesa pero, al rechazar algunos temas casi todos, al evadirse sin disgusto
evidente, pero con reluctancia cierta, a determinados tópicos, ya marcaba la
diferencia con nosotros, los simples mortales.
—Que se vaya a hacer romper el orto —opinó, una vez,
Ricardo, quien sostenía que se trataba nada más que de una pose—. ¿Sabés de qué
está así? De hambre. Si se saca las manos de abajo del mentón, se rompe la
trucha contra la mesa, mirá lo que te digo.
—¿Por qué sos así? —le reprochó entonces el Zorro que, si
bien podía a veces compartir esa tesitura, no iba a dejar pasar la oportunidad de
meterle púa a Ricardo. ¿Por qué sos así? ¿No ves que el hombre es un pensador,
un filósofo? ¿O te creés que todos son como vos, que para ser un caballo lo
único que te falta es cagar al trote?
Pero un día, me acuerdo, yo llegué temprano y me senté con
Bramuglia porque quería preguntarle algo sobre la semántica de una palabra, no
recuerdo cuál ni para qué lo quería saber, si era para un trabajo o simple
curiosidad. De todas maneras, lo encontré mal a Bramuglia. De un feo color, verdoso
pálido.
—Estoy cagado, pibe —me dijo, frunciendo la nariz.
—¿Fue al médico?
—No ¿para qué? Yo sé lo que es. Es siempre lo mismo.
—¿Qué?
—Esto —y me mostró el cigarrillo.
—El faso.
—El faso. Y la vida sedentaria. Las arterias se van
endureciendo. Las articulaciones también.
—Pero... —insistí—. ¿No debería ir a un médico? Lo veo de
mal color. Se tocó la piel de la cara.
—Sí —dijo— y estoy con chuchos de frío, también. Tocá.
Y puso el brazo sobre la mesa, ofreciendo el dorso de una
mano nervuda y sorprendentemente peluda para un pensador. La toqué. Estaba helado,
tanto, que me impresionó muchísimo. Me olvidé lo que iba a preguntarle. Creo
que tuve urgencia en alejarme.
—Cuídese —recomendé, en tanto me levantaba. Asintió con la
cabeza, tosiendo.
Al día siguiente, caí a El Cairo al mediodía, cosa por demás
inusual en mí. Entré por Santa Fe y, ahí nomás, me encontré con Pochi y Belmondo
en una mesa. No era una de las mesas habituales pero es sabido que todo se
distorsiona posicionalmente de acuerdo a las horas del día.
—...pero parece que está realmente jodido —escuché decir a
Belmondo en tanto me sentaba.
—Yo lo vi mal, muy mal... —asintió Pochi.
—¿Quién, che? —pregunté.
—Bramuglia.
—¿Qué le pasó?
—Se fue recién para su casa —dijo Belmondo— pero apenas si
podía caminar.
—¡Es cierto! —recordé—. Anoche yo estuve un poco con él y
estaba a la miseria.
—Yo no sé si estaba descompuesto o qué —dijo Pochi—pero
tenía un color horrible.
—Verde estaba.
—El pucho, me dijo...
—No sé... Estaba mal...
Y nos quedamos un rato en silencio, antes de que el Pochi
pasara a contarme que a Oscar le habían robado de nuevo el pasacassette.
Cuando llegué esa noche, la mesa estaba más silenciosa que
de costumbre. Pero intuí el tema apenas me senté.
—...le empezó como una parálisis... —decía el Pochi.
—...una cuadriplejia originada, tal vez, por una mielitis—.
Manuel era médico y podía arriesgar una definición científica.
—¿Cómo se llama eso? —preguntó el Turco, casi en voz baja.
—Mielitis.
—Mielitis.
—Pero, viejo... —reclamó la atención, Ricardo— si yo ayer,
cuando lo vi mal, le toqué una mano y era un hielo. Era un hielo eso, loco.
Estaba helado.
—Helado y endurecido.
—Contracturado.
—Qué sé yo. Se ve que ya le había empezado.
—¿Murió? —me atreví a preguntar.
—No —dijo Belmondo— pero...
—Ahí está —me señaló el Turco con el mentón.
—¿Dónde?
—Donde siempre.
Me levanté y fui, aprensivo, hasta la zona del Viejo. Sentí
un impacto muy fuerte al verlo, atenuado, tal vez, porque siempre supimos que terminaría
así. Me paré junto a su silla y observé en detalle su mirada fija, la
perceptible rigidez de sus ángulos, incluso el pelo que, desde lejos, parecía
real. Estiré la mano y toqué la manga de su saco. El frío del bronce me subió a
través de la yema de los dedos. Hasta cometí la irrespetuosidad de golpear
levemente con los nudillos sobre su hombro y sonó a hueco. Había partes, las
botamangas de los pantalones, la capellada de los zapatos, en donde aún se
adivinaba la trama de la tela, la rugosidad del cuero, pero que, sin duda,
irían poco a poco adquiriendo la dureza metálica del resto. Recuerdo que
Bramuglia estuvo allí varios meses, sin llegar al año. Al principio solían
rodearlo algunos curiosos e incluso los lustrines llegaban a ofrecerle sus
servicios antes de percatarse de su condición. Después pasó a ser casi parte
del mobiliario. Y un buen día lo sacaron. Moreyra, anteayer, me dijo que lo
tienen en una de las habitaciones del fondo detrás de los antiguos baños, en la
pieza donde se cambianlos mozos. Y que, a veces, suelen dejarle un saco sobre
los hombros.
Roberto Fontanarrosa
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