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Creo que ya está
Las últimas palabras de un prócer son las que quedan grabadas a fuego. Al momento de pasar a la inmortalidad, siempre pronuncian una que será inalterable a lo largo de toda la historia. A menos que la misma sea un tanto ruda y aguerrida como la que pronunció el Sargento Cabral: “Muero contento porque cagamos a esos mierdas”. Era un poco fuerte para el pomposo vocabulario de la época y para los futuros manuales de las escuelas, así que la modificaron un poquito y quedo registrado el “Muero contento, hemos vencido al enemigo”.
Tan importante es
ese epitafio tallado en el mármol de la historia, que reconocemos al prócer si
nos dicen una frase suya al momento de exhalar el último aliento. Generalmente
son espontaneas y tratan sobre la libertad, la patria… siempre y cuando el
prócer en cuestión llegue a estar su lecho de muerte esperando el tan temido
final. Distinto es el caso de fallecer en pleno combate. Es más difícil de
escuchar si uno no tuvo la suerte de Cabral. Porque no solo están los ruidosos
cañonazos, los sablazos entre las distintas facciones, sino porque el ajetreo y
candor de la batalla hace que el emisor de la frase para la posteridad se
olvide que exista una. Fue el caso del Teniente Hugo Baltasar Romero de la
Casa, héroe de innumerables batallas, cuyas últimas palabras fueron: “¡La re
concha de tu madre, justo me vienen a sablear ahí, pedazo de hijo de puta!”.
Las crónicas de la época solo dijeron que el Teniente Romero de la Casa hasta
último momento vocifero en contra de los enemigos.
Como hemos dicho,
cuando el prócer o valiente soldado servido de la patria tiene la buena fortuna
de envejecer o morir en su lecho, las últimas palabras pueden pensarse, pueden
decirse y luego quedar callado hasta que la muerte lo visite. Tal fue el caso
del General Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente. Héroe de la batalla de Pavón
y Brasil, que mantuvo a su tropa invita en la batalla de la General Paz, protagonista
de la batalla de campo empiojado. Un prócer con todas las letras y que
conllevaba con él la responsabilidad que sus últimas palabras sean dignas de
sus cicatrices en defensa de la Patria, la justicia y la paz.
Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente, no dejaba nada librado al azar. Antes de cada batalla se memorizaba lo que eventualmente serían su frase. “Muero por la unión y libertad del pueblo argentino”. Tal fue su obsesión con ello, que durante la guerra contra el Imperio del Brasil fue malherido, pronunció esa frase y luego calló. Ni los médicos de campaña pudieron hacerlo hablar. Ya pasado el riesgo de muerte, volvió a emitir palabra y por fin dijo donde le dolía. Tuvieron que pasar tres días y varias sanguijuelas usadas por los galenos. “Estas mierdas me están chupando, carajo”. Fueron sus palabras. A su lado se encontraba don Fernando de la Usura, quien además de ser su fiel ladero era el escribano que iba a certificar sus últimas palabras. “No anotes eso por favor, voy a vivir”, le suplicó Hornos de la Fuente al ver como su amigo y escribano escribía ese insulto como última frase para la posteridad.
Los años fueron
pasando, las guerras fueron acallándose en el seno interior de la patria y con
ellas el General Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente pasó a retiro
con 65 años. Tenía una vitalidad y energía envidiable para alguien de su edad y
para aquella época. Todo lo hubiese cambiado por morirse y decir sus últimas
palabras. Pero estas también cambiaron. Porque si él se moría, lo iba a hacer
de viejo o por enfermedad, accidente o lo que fuese. Su frase había cambiado a:
“¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”. Le había parecido una frase
corta, buena. Entre Sanmartiniana y Belgraniana. O mejor aún, porque nadie le
había entregado el alma a la patria. Tan contento estaba que se la memorizó y
hasta dejó anotado en un papel al lado de su mesa de luz, por las dudas.
Pasaron los años,
y el tan ansiado día de la muerte parecería que había llegado. Don Carlos
Antonio Miguel Hornos de La Fuente ya tenía 87 años, con fiebre, postrado en
una cama y rodeado de sus dos amadas hijas, Merceditas y Bernardita, además de
su fiel amigo y escribano Fernando de la Usura, y el doctor Rodolfo de Paulo.
Su amada esposa, Cintia Carolina Cardozo de Hornos de La Fuente, hacía años que
había dejado su mundo. Se marchó al Uruguay, porque con los años el General se
había puesto bastante insoportable y cansador.
La muerte
acechaba ya, los huesos cansados del General ya sentían el abrazo acogedor del
eterno descanso.
—Creo que ya
está. —comentó en voz bajita el General. Merceditas, Bernardita, Fernando y el
doctor se acercaron. Ambas hijas comenzaron a llorar.
—No lloren, he
esperado este momento. Comentó el General, mientras Fernando, el escribano,
empezó a anotar. El prócer de las mil batallas lo miró azorado.
—¿Qué anotas?
—Anoto sus últimas
palabras para la posteridad, mi excelentísimo General.
—¿¡Pero vos sos
boludo!? ¿En que habíamos quedado? Yo digo “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi
alma por ti”, vos anotas eso y ahí me muero.
—No papá, no te
mueras por favor. —dijo Merceditas apretándole la mano.
—¡Me tengo que
morir! ¿¡Y vos que seguís anotando, pelotudo!? —se enojó el General.
—Perdón mi General,
la costumbre. Ahora usted solo diga esas palabras yo las anoto y esperamos el
trágico desenlace.
—Para mí el
paciente está estable, ni fiebre tiene, es más los latidos van bien, creo que
hice un buen trabajo. —acotó el medico mientras le tomaba el pulso.
—¿Y usted va a
conocer más de la muerte que yo? —se irguió en la cama el General— yo en la
batalla de Gallina tuerta vi a la muerte a los ojos, y ahí comprendí todo, sus
tiempos y formas.
—Si usted lo
dice. —dijo el médico mientras miraba su reloj.
Pasaron dos horas
de un silencio incómodo para todos, el General miraba un punto fijo en el techo
y movía la cabeza negativamente. Merceditas y Bernardita cuchicheaban sobre sus
cosas. Fernando se quedó medio dormido en un sillón, mientras que el medico
aprovechaba para leer un voluminoso libro de anatomía.
—¡Oh Patria mía!
Dejo mi vida y mi alma por ti —grito el General asustando y rompiendo el
silencio en pedazos, haciendo saltar a los presentes. Acto continuo, cerró los
ojos.
Mercedita y
Bernardita se abrazaron llorando a los gritos. El escribano tomo nota de las
últimas palabras de uno de los más gloriosos Generales que habían visto estas
tierras. Mientras el medico ni se levantó de su sofá. Solo levantó la cabeza
para mirarlo unos segundos.
—Ese hombre
respira y está más vivo que yo. —dijo el doctor desde su sillón luego de unos
minutos que parecieron eternos.
—¡Papá, papá
estas vivo! —gritaron ambas hijas al unísono mientras corroboraban lo dicho por
el doctor. Sin embargo, el General no abrió los ojos, los cerró más fuerte y
pudo advertirse una mueca de fastidio y de enojo en su cara. —Háblanos papá,
háblanos— suplicaban las chicas. Pero el General seguía apretando cada vez más
los ojos.
—¿Qué hacemos?
—pregunto el escribano, obteniendo como respuesta un encogimiento de hombros
por parte del doctor.
El tiempo fue
pasando, el General seguía ahí mientras sus hijas lo animaban a que diga algo,
o que por lo menos hiciese un gesto. Hasta que por fin el General se irguió en
la cama y abrió los ojos. Estuvo un rato así, mientras Merceditas y Bernardita
daban gritos de júbilo. El General empezó a mirar mal, primero al escribano,
luego al médico y finalmente a sus herederas. Se sentó en la cama, resoplo.
Volvió a mirar a todos con cara de enojado y meneando la cabeza. Se colocó sus
zapatos, se levantó y tomó su bastón, comenzó a caminar lentamente. Abrió la
puerta del dormitorio ante la azorada mirada de todos. Bajó las escaleras, sus
pasos se escuchaban como iban perdiéndose hasta el portazo que le dio a la
puerta principal de la casa. Nunca más se lo vio al General. Algunos dicen que
se fue a su casa cerca de San Pedro, otros dicen haberlo visto internarse en la
selva del impenetrable, para así no hablar con nadie más y que esas hayan sido
sus últimas palabras escuchadas. Lo
cierto es que algunos lugareños del Chaco, juran que, en algunas noches oscuras
sin luna, suelen escuchar un grito enojado que dice así: “¡Oh Patria mía! Dejo
mi vida y mi alma por ti”.
Sos un amargo
Estoy cansado del mundial—dijo el pelado mientras tiraba un pucho y lo apagaba con la zapatilla gastada— ¿Sabes que más me jode del mundial? Gente que no sabe nada de futbol, o ni siquiera tiene la pasión por un equipo o peor, aun, que nunca piso una cancha y que se anota gratuitamente en esta fiesta, como si toda la vida hubiera mamado futbol.
—Sos termo o
envidioso, una de dos—inquirió Sebastián mientras el porta condimentos de la
mesa del bar.
—Ninguna de las
dos cosas, yo no voy a vestirme con la camiseta de Argentina y ver un mundial
de hockey, primero porque no entiendo un carajo, segundo porque no me emociona
para nada. Sí, me pone contento que a las leonas le vayan bien, que ganen, pero
no estoy rompiéndole las bolas a todo el mundo o pintándome la jeta.
—Pero vos sabes cómo
es el futbol, pela, pasión de multitudes…
—Una pasión no es
cada cuatro años, y vos lo sabes. La pasión se vive siempre.
—Sos contrera
Pela eh, no sé qué te jode, deja que la gente sea libre, por lo menos por los
colores, por el país que la está pasando como el orto…
—No me vengas con
esa pelotudez que por alentar a la selección uno es patriota, no mezcles las
cosas…
—No las mezcló,
pero deja que la gente disfrute
—¿Disfrutar qué?
¿Algo que no entiende? Hay gente que no tiene ni idea de cómo nos fue en las
eliminatorias, de pedo sabe que está Messi y algún otro. Veo cada pelotudo y
pelotuda disfrazarse y pintarse la cara de celeste y blanco y no sabe quién es
Bilardo o Menotti.
—Ah sos un
amargo…
—Amargo no, todos
esos se nos vienen a subir al carro de los ganadores, y también al linchamiento
si perdemos. Gente que no sabe que es un “orsai” después te putea a Messi
porque erró un pase. Ya la vivimos a esta, Sebita…
—Lo tuyo es
cerrado, como si fuese una secta.
—No me corras por
ahí. Vos sabes toda la popular que tenemos encima, que hemos visto canchas del
ascenso de todos los colores. Años de patearla.
—Pero me estás
hablando del club del cual somos hinchas y que tenemos todo el año partidos
como para tirar al techo.
—Es a modo de
ejemplo, el hincha como vos o como yo va a la cancha, quiere a su equipo y
también a la selección. No tanto, pero la sigue bien de cerca.
—Vas a caer en el
lugar común de todos los termos: que el equipo de uno es más importante.
—Me seguís
corriendo por izquierda, y sabes que no es así, nosotros cada tanto vamos a ver
a la selección, cuando podemos y sino la seguimos por la tele. Yo estoy
hablando de estos pseudohinchas que se contagian de futbol en estas épocas y se
piensan que Otamendi es un sanatorio.
—Pela, vivimos en
un país plenamente futbolero, dale.
—Y a eso voy, vos
agarras a cualquier gil o gila de cualquier oficina y están apasionados mirando
el mundial ¿Es por moda? ¿Es para seguir la corriente? ¿Para no quedarse
afuera? ¿Para poder hablar de algo? Y durante las eliminatorias, la Copa
América no hay nadie, a menos que salgamos campeones o nos vaya horriblemente
mal, ni pelota.
—¿Pero me vas a
negar que el mundial no nos une?
—No te lo niego,
pero así nos tendría que unir cada vez que jueguen las leonas, o la selección
de futbol femenino, o la de básquet o…
—Pasó con el básquet…
—Pasó, vos bien lo dijiste, pasó, se fue la moda con la generación dorada. Ahora a la gente le chupa tres pelotas. Los hinchas a los que seguramente les encanta el básquet siguen bancando y mirando a pleno a la selección de básquet, y en su momento habrán pensado como yo, diciendo “uh la puta madre, ahora que ganamos y el deporte es furor todos rompen las bolas, que dale Manu Ginobilli, Nocioni, etc. Hoy esos mismos hinchas pasajeros no saben ni quienes juegan en la selección.
—Puede ser, pero
el futbol es el deporte más popular de la Argentina, no lo vas a comparar con
otro, Pela.
—Y ahí me estás
dando la razón a mí, Seba, lo hacen por moda, porque la tele los empuja. La
misma sociedad. No por verdadera pasión o patriotismo.
—Mira, ahí viene
el mozo, vamos a pedir y de paso le preguntamos…
—¿Qué van a
querer? —pregunto el mozo sin levantar la vista de su libretita.
—Tráete unas
papas con cheddar —respondió el Pela— y un Fernet para mi ¿Vos Sebi? ¿Cerveza?
Una pinta de Cerveza acá para el caballero.
—¿Discúlpame, te
podemos hacer una pregunta que nada que ver? —Lo miro Sebastián al mozo
mientras preguntaba.
—Dígame.
—¿Cómo ve a la
selección para el mundial? Me imagino que estará ansioso como todos.
—La verdad que no
me gusta el futbol, además los días de mundial esto es un quilombo, lleno de
gente. Y si no laburo, no como —comento imperturbable el mozo, mientras se daba
media vuelta hacia adentro del bar.
Por unos minutos
el Pelado y Sebastián quedaron en silencio. Parecía que la respuesta del mozo
los metió en una callada reflexión. El Pela estiraba la boca para abajo, como
en un gesto de desagrado, mientras que Sebastián movía negativamente la cabeza.
—Hay cada amargo,
loco —rompió el silencio el Pelado— mira que chuparle un huevo la selección,
mamita, hay que tener líquido refrigerante en las venas eh.
—Vos lo dijiste,
vos lo dijiste pela, hay cada uno.
Por Toni Seguilo!
La venganza
Rubén Cuenca había anotado un golazo, pase filtrado que tomó, enganchó y la coloco al lado del palo. Salió corriendo a festejar su gol. Se sacó la camiseta y no pensó en la amonestación. Era su gol. EL GOL. Con ese gol sobre el final, se metían en primera después de tantos años frustraciones, cargadas y humillaciones. Después de remarla en ese octogonal de la muerte. Era la resurrección del club. Eso significaba ese gol, ser ídolo del equipo. Ser recordado por años y años. El bronce de los próceres. La demostración a esos infelices de primera que lo dejaron libre tantas veces. Era la consagración.
Vinieron los
compañeros a abrazarlo, a palmearlo a felicitarlo. El estadio se derrumbaba de
la emoción. Empezaron a corear su nombre. De pronto se escuchó un grito que
decía “no”. La tribuna estalló en insultos. Sus compañeros fueron a increpar al
juez de línea. Rubén no entendía nada. Quedo aletargado, como atrapado entre
dos realidades. Hasta que de refilón vio como el juez de línea tenía la bandera
levantada. Impávido mantenía su postura el linesman, ante las protestas e
improperios de los jugadores.
Cuenca con el
torso desnudo cayó de rodillas sin poder creerlo. Ya todo el equipo y parte del
cuerpo técnico rodaba al juez de línea que se aguantaba todo. Desde las
tribunas empezó a diluviar todo tipo de objeto. Rubén se levantó, agarró su
camiseta y también fue al tumulto a reclamar por qué no le cobraron el gol. Un
gol legitimo según se pudo ver, luego, en la repetición por televisión. El
árbitro vino a poner orden, expulsando a dos compañeros y amonestando a Cuenca
por estar en cuero a los gritos. La cosa no terminó ahí porque al momento de
mostrarle la amarilla, el jugador le estampó terrible cachetaz. El sonido se
escuchó en cada rincón del estadio. Como si todos se hubiesen callado adrede en
ese preciso momento. El árbitro, como si fuese un robot, sacó la roja y chau.
El equipo terminó
perdiendo en tiempo adicional y chau octogonal. Otro año más en el averno del
ascenso. Otra temporada en esa maldición llamada Nacional B. Pensar que
Deportivo San Antonio había hecho temporadas históricas en primera. Si hasta la
Libertadores había jugado en tres ocasiones. Pero una vez que descendió, nunca
más supo volver. De ídolo a enemigo. La tribuna empezó a insultarlo. Rubén se
fue llorando de impotencia hacia los vestuarios. Cuando pudo ver por la tele
que no había sido fuera de juego, estalló. Pateo sillas, golpeó las paredes
hasta hacerse sangrar los puños. Sus compañeros de equipo trataron de calmarlo,
pero fue en vano.
Pasaron los días
y la bronca continuaba. Lo peor vino después: sanción de la AFA de 3 meses sin
poder jugar. Sobre llovido mojado: el club, otro más, lo dejó libre. Rubén Cuenca
empezó a pensar que el futbol no era para él. Pero luego recalculo: él no era
para el futbol. Pasaron los meses, no había equipos que se interesaran en él.
Su estado físico iba mermando terreno ante el sobrepeso. Los pocos ahorros que
se había hecho como jugador ya se habían esfumado. Para colmo de males, se
separó de la mujer, porque Rubén había dejado de ser Rubén desde el momento en
el que el juez de línea levanto esa maldita bandera. Se había vuelto taciturno, malhumorado,
irascible. No se aguantaba ni él, mucho menos la mujer. Así es, nuevamente se
quedó solo, como aquella tarde en la que no le dieron un gol legítimo.
Así empezó a
odiar el futbol, a rechazarlo por completo. Ni por la televisión ni por la
radio quería escuchar de ese maldito deporte. Deporte injusto, manejado por
gente del mal. Pero había algo que lo molestaba más: escuchar un grito de gol.
Con decirles que ya retirado y como chofer de un remis, chocó su 504 contra un
VW Gol. El choque fue lo de menos, lo posterior fue lo grave. Se bajó con fierro
y reventó al pobre auto de la marca alemana. Uno cuenta eso, porque Ruben en la
calle tuvo múltiples choques, en todos solo se bajó del auto, intercambió datos
de seguro y nada más. Pero con el incidente con el gol, le había movido la
estructura psicológica.
Solo, con dolor,
bronca y odio Rubén pasaba sus días pensando en cómo vengarse del fútbol. Pero
no una venganza cualquiera. Algo grande, algo que mate al futbol, que lo deje
sin fuerzas. Y eso era el gol, no marcarlos, sino gritarlos, festejarlos. Eso era
lo más lindo del futbol, lo que mantenía con vida a pesar que todos sabían que
el deporte es un mero negocio. No hay nada más bello que gritar un gol y
abrazarse en la tribuna. Algunos especialistas lo comparan con un orgasmo. Y lo
es, sin el orgasmo el sexo no sería nada. En el futbol sin el grito de gol, pasaría
lo mismo ¿Cómo hacerlo? ¿y más estando solo en esta cruzada? ¿Recurrir a una
bruja? ¿A la magia? Nada de eso, pensó Rubén mientras sonreía.
Si la fe mueve
montañas, la venganza mueve volcanes. Rubén tenía todo el tiempo del mundo para
llevar a cabo su venganza, para erradicar la felicidad del futbol. El nuevo
milenio todavía no había empezado, él solo tenía 26 años, podría dedicarse todo
el resto de su vida a fraguar la venganza contra tan noble deporte y acallar
los gritos. Rubén empezó la facultad, laburaba y le metía con todo a la carrera
de programación. Él sabía que ni el mal, o un pacto demoniaco o cualquier otra
barrabasada iban a funcionar, lo único que iba a surgir efecto era la tecnología.
Lo intuía. Su venganza lo percibía.
A lo largo del
tiempo se recibió de ingeniero, mientras montaba su pequeña empresa de
tecnología. Más tarde logró el posgrado, la maestría en Ciencia de Datos. La
sociedad que había construido creció hasta transformarse en la más grande de
Argentina. Distintos proyectos informáticos de los más grandes del país pasaban
por sus manos: organismos de gobierno, multinacionales, casi logro un
monopolio. Luego de años, su empresa ya era la más grande de Latinoamérica.
Llegaba la hora de concretar su venganza: acallar los goles.
El conocimiento
da riqueza, y la riqueza contactos. Fue en un software contable que desarrollo
para la CONMEBOL donde se relacionó con todo tipo de dirigentes, tanto de la
Confederación Sudamericana, como con las del resto del mundo. Hasta que llegó a
entablar relaciones con la FIFA. Todos estos años le habían dado la capacidad
de poder manejar a su antojo el accionar de su venganza: había diseñado un
software, que, mediante un circuito de cámaras y chips en la pelota y
jugadores, monitoreaban constantemente las jugadas. Las estadísticas de los
equipos que participaron, obviamente en silencio, arrojaron como resultado que
el 70% de los goles deberían ser invalidados por infracciones previas o por
fuera de juego. Con ello no lograría erradicar el grito de gol tan ansiado,
pero le daba una estocada de muerte al futbol: antes de gritar casi cualquier
gol, había que esperar el visto bueno del árbitro y el de la máquina.
Presentó dicho
proyecto en la FIFA en el 2015. Lo atendió un suizo, que pareció bastante
interesado, más viniendo de un ex jugador que sabía de lo que hablaba. Mientras
Roberto Cuenca explicaba las bondades del “sistema veedor de goles”—tal como lo
bautizó Cuenca— el dirigente de alto rango de la FIFA parecía interesarse cada
vez más. Luego programaron otra reunión, ya con el sector de tecnología
aplicada al futbol de la máxima autoridad del futbol. Todo transcurría sobre
ruedas, el proyecto avanzaba cada vez más. Finalmente, Cuenca entrego todo el
proyecto en una presentación con el mismísimo presidente de la FIFA, en donde
había miembros de la UEFA, AFC, CONMEBOL, entre otras Confederaciones.
Pero un buen día la FIFA no le respondió más los mails. Tampoco el teléfono. Los días se transformaron en meses. Rubén estaba descolocado, no sabía que había pasado. Incluso fue varias veces a Ginebra, pero no tuvo suerte, le ponían cualquier pretexto para no atenderlo. Durante meses y meses, Rubén Cuenca pensaba y pensaba en lo que había hecho mal, si el proyecto no les gusto o se “avivaron” que con eso iban a arruinar el fútbol. Hasta que un buen día, en el 2016, la FIFA presentó el VAR. El concepto, la logística… todo era igual a lo creado por Rubén. Cuando se enteró de tal funesta noticia, estalló en ira, empezó a romper todo lo que tenía en su lujoso escritorio. Revoleo cosas por la ventana de su edificio en Puerto Madero, hasta que la policía se lo llevo detenido. Más tarde fue internado en un neuropsiquiarico. Su empresa fue tomada por otros socios, y él en la más completa miseria. Hace un par de años le dieron el alta. Hoy por hoy, está solo en una pensión, cuando se enteró que para este mundial debutaba el offside automático, Rubén solo masculló bronca, se sentó en su silla de plástico en el kiosquito que atiende y suspiro profundo. Hay quienes dicen que Rubén Cuenca está planeando una venganza en contra de todos los corruptos de la FIFA. Otros que han hablado con él, dicen que ya está, que al futbol lo van a matar los dirigentes. El tiempo dirá.
Romualdo
Ahí está Romualdo, una vez más la suerte le ha sido esquiva. Una vez más la pelota se perdió lejos del arco. Una vez más bajan los gritos desaforados de los hinchas puteándolo. Se acaba la paciencia y el partido. Un nuevo yerro cerca del final. Las manos en jarra sobre la cintura, la mirada perdida en el césped como buscando una explicación que nunca encontrara. Siguen llegando las puteadas, cada vez más fuerte.
Un once de julio
de mil novecientos noventa y uno hubo un eclipse solar. Fue total en Costa
Rica, el día se transformó en noche. La luna jugueteo bravamente con el sol y
este tímidamente se escondió tras ella como un niño se esconde en las faldas de
su madre. Había magia en el aire, las
estrellas aparecieron como las salpicaduras de caspa de algún dios distante y
espacial algo descuidado. En la Argentina el fenómeno se vio en forma parcial
pero sin embargo eso no le quito la magia al día. Nacía Romualdo, no venía solo
al mundo. Su número en esta vida no
sería el once, tampoco el dos. Sería el nueve. Algunos dicen que nació un cinco
de marzo ¡Hasta en eso le hacen errar al pobre de Romualdo!
Ahí está Romualdo
esperando solo, sus compañeros lo miran, dudan si darle el pase o no. Pero se
lo dan. Romualdo arremete con fuerza, mueve las piernas con la fuerza de un
caballo de molienda. Recibe la pelota y
como un corvette en las onduladas carreteras norteamericanas se lanza hacia al
área. Difícil que esta vez falle. “Off Side” dice la bandera del lineman que
flamea. Otra vez esa bandera enemiga flameando en el aire. ¡Ese banderín hijo
de puta de nuevo! Romualdo se agarra la camiseta y muerde la parte inferior, su
mirada febril otra vez descansa en la gramilla. “Esta semana en el gym no voy a
hacer bíceps porque me toca marcarle las jugadas a Romualdo, practico brazos
levantando miles de veces el banderín con los off sides de Romualdo”, había
bromeado el hijo de puta del juez de línea en la antesala del partido. Algún
compañero solidario lo consuela: “Será la próxima, no te preocupes”. Otros en
cambio lo miran con cara de culo y se lamentan haberle dado el pase. ¡Qué
sabrán ellos! ¿Cuántos golpecitos debe dar un orfebre para terminar su obra?
¿Cuántas veces fracaso Einstein antes de desarrollar la teoría de la
relatividad? El delantero, ese nueve de área es como una ametralladora, en
armas de ese calibre muchas balas se desperdician, quizás tantas más de las que
aciertan en el objetivo. ¿Cuántos goles se habrá errado Pelé? ¿Cuántas veces
Jürgen Klinsmann quedo en Off Side en toda su carrera? Claro, nadie cuentas las
malas. Solo valen las buenas, los goles asestados, las asistencias. ¿Y si Romualdo se está errando todo esto
porque luego emboara todas? Difícil saberlo. De mil goles que hizo Romario es
más que seguro que habrá malogrado unos tres mil. Si los delanteros son así. En
una muy buena tarde de cinco ocasiones, dos te la mandan al fondo de la red.
Tres si están en una excelente racha. ¿Dicen algo de las ocasiones falladas?
No, pero ahora Romualdo está fallando de cinco de cinco. O seis de seis.
Perdimos la cuenta.
¿De qué te ponés contento?
Yo la verdad es que no te entiendo Cacho, la verdad que no te entiendo. Ni a vos, ni a todos aquellos que van a una cancha. O a esos hinchas que siguen a sus equipos. Es medio una locura hermano. ¿Medio? Es una locura sideral completa. Sufrir, amargarse o estar de capa caída por el resultado donde un par de tipos no puede meterla en un arco. Es enfermizo eso, es enfermizo. Ni hablar cuando vas a la cancha. Parado haciendo fila bajo el sol, después en la popular cagado de calor, en el trayecto la cana te maltrata. No te entiendo, no los entiendo.
Anda tranquilo Cacho, anda, disfruta de eso a lo que le llaman pasión. Yo también me tengo que ir yendo, porque a las siete abre el bingo y hoy me tengo fe. Vengo perdiendo seguido y en casa me quieren matar, pero yo me tengo fe que hoy algo bueno saco. Si no saque nada hace rato, pero esto es cuestión de persistencia, la maquinita tarde o temprano algo te va a soltar. Además, me hace bien, me relaja, me saca de la rutina. Vos dirás que estoy loco por pasarme como doce horas ahí adentro, pero vos tenés que estar ahí. Y somos varios eh. Tendrías que probar un día ¿te vas a la cancha? Anda tranca, yo no entiendo la verdad como te gusta eso, la flauta.
Por lo único que
seguiría un partido sería por las apuestas. Pero lo veo difícil. Los jugadores
son muy permeables. Vos viste la cantidad de partidos arreglados que hay. Y
hasta te amargas por eso, Cachín, si sabes que esto es un negocio. Ahora encima
vino el VAR. Vos me dirás que vino a mejorar el futbol. No, mi viejo, no, para
nada. Vino a meter la mano negra ¿O por qué te crees que hay más casas de
apuestas on line con el futbol? Hasta la selección tiene una de sponsor. Vos
déjame con las maquinitas que no tarde o temprano te tiran una ficha y no me
hago mala sangre, bueno un poco si cuando me dejan seco y me amargan la semana.
Pero es un juego y vos lo sabes ¿Qué lo tuyo también es un juego? No Cachito,
vos le metes pasión a eso. Una cosa es meter una moneda y darle a la
palanquita. Otra es ir disfrazado con los colores de tu equipo a la cancha,
cantar, todo eso que haces gratis y porque, según decís, te gusta.
¿Cuántos partidos
ganaste? ¿Cuántos torneos? ¿Te dieron un premio? Nada viejo, al otro día a la
misma rutina como siempre. Vos me dirás que vas contento, pero se te pasa
cuando empieza el otro torneo, y ustedes no salen campeones muy seguido eh.
Parecen el cometa Halley. Si fueses del Real Madrid por ahí te entiendo, te
cansas de festejar. Siempre ahí arriba, y debo decirte que sí, eso debe ponerte
contento. ¿Pero lo tuyo? No, olvídate. Si ganan uno y pierden tres. Se te van a
años de vida, viejo. Claro, vos decís que soy un amargo, que de pasión no
entiendo una goma, pero yo me caliento por cosas concretas, no porque el 9 del
equipo al que le pagan por hacer goles metió un gol después de cinco partidos. Es
como ponerme contento cuando la maquinita me tira que gané algo ¿Sabes la plata
que le metí? Esto es lo mismo Cacho, estas enfermo, tenés que hacerte ver, te
va a hacer mal este fanatismo, es como una enfermedad, querido amigo.
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