Plebster estaba mirando por la ventanilla frontal de la
nave el paso oscilante de los meteoritos. Como todos los dermolinfomas del
planeta Procyon, el pequeño Plebster experimentaba una inusual melancolía a la
vista de aquellos inmensos pedazos de roca que surcaban el espacio, ya que le
recordaban a Vendelinus, la segunda luna de Procyon, estallada tempranamente.
Esa melancolía no llegaba a ser tristeza, pues la tristeza, en su planeta, era
un líquido.
Más allá, abstraído en la conducción de la nave, se hallaba
Orsi, su compañero de vuelo. Orsi era extrañamente inquieto para ser un nativo
de Procyon y hallaba interés aun en las cosas más mundanas y rutinarias del
espacio. Plebster, en cambio, acusaba ya el cansancio de la larga misión que
les fuera asignada y su leve piel casi traslúcida había comenzado a tomar el
tinte ceniciento del hastío. No deseaba otra cosa que volver a la exultante
atmósfera de Procyon y reunirse con Enif.
—Oye, Plebster —dijo Orsi, de pronto—. Hemos tenido que
desviarnos bastante de la ruta.
Plebster no le contestó. Empezaba a molestarle, incluso, el
acento apagado de la voz de su compañero.
—Pero es que aún subsiste la lluvia de meteoros —explicó
Orsi.
—Apenas termine, regresemos a nuestra elipse —bufó Plebster.
—No es eso. No es eso lo que quería decirte. Ocurre que
nuestro desvío nos ha llevado al área de influencia de un planeta muerto, el
viejo Maurolycus.
Plebster volvió a resoplar y la expulsión del aire hizo que
su cobertura dérmica se arrugara con leves crujidos. El imbécil de Orsi había
encontrado un nuevo motivo de curiosidad para su espíritu simple. Tiempo atrás
había perseguido durante seis días la cola de un cometa, subyugado por el
destello cambiante de la luz solar sobre las partículas en suspenso.
—No sé si recuerdas —continuó Orsi— que Maurolycus era un
planeta habitado. Y que sus habitantes lo llamaban "Tierra".
¿Recuerdas?
Plebster aprobó con la bamboleante cabeza experimentando el
consabido hormigueo en su zona motriz. La memoria era una función fisiológica
en los naturales de Procyon, que se incentivaba con la inmovilidad.
—Decía mi padre —continuó Orsi, entusiasmado— que la
atmósfera de la Tierra debió haber sido bastante similar a la nuestra. Y, por
lo tanto, sus habitantes parecidos a nosotros.
—No sigas, Orsi. Ya se adónde quieres llegar.
—Te explico, solamente.
—No. Lo que tú quieres es bajar en ese puto planeta.
Orsi se mantuvo unos instantes en silencio. Le molestaba
grandemente cuando Plebster hacía uso de malas palabras. Plebster lo sabía y
abundaba en ellas cuando deseaba incomodar a Orsi.
—Te explico, solamente —repitió.
—Te conozco, Orsi. Se te ha metido esa insana idea en tu
centro de reflexiones y no habrá poder en el universo que te la quite.
Orsi no contestó pero, como corroborando lo dicho por
Plebster, buscó algo frenéticamente en la consola de informes. Tomó entonces
uno de los compendios de conocimiento y lo introdujo en la memoria de la
pantalla.
Pronto, una sucesión de caracteres pobló el recuadro
luminoso.
—Mira, Plebster —anunció—. Algo raro ocurrió, luego, en ese
planeta. Combatieron entre ellos mismos. Se elevó una enorme nube de polvo que
lo cubrió todo y ya fue imposible observarlo desde afuera...
—Se cansaron, Orsi. Se cansaron de que los espiáramos —gruñó
Plebster.
—No. Nada de eso. Fue una guerra total. No quedó nada
vivo...
—Se cansaron de que criaturas como tú se la pasaran espiando
qué era lo que ellos hacían o dejaban de hacer...
—Dos sensores que enviamos hace mucho tiempo no detectaron
ni actividad humana ni vegetación. Sólo desiertos arrasados y secos.
—Se hartaron de tipos como tú y su puta curiosidad.
Otra vez aquella fea palabra, absolutamente prohibida en el
ámbito de Procyon, pero tolerada en el espacio abierto, en las naves
expedicionarias, en los navegantes. Orsi procuró dominarse.
—Pero... Mira lo que dice acá... —señaló la pantalla—. Hay
versiones que sostienen que pueden haber quedado terráqueos vivos en refugios
subterráneos, blindados, preparados para soportar una guerra nuclear... ¿No
sería eso maravilloso?
—Oh, Orsi —gruñó Plebster—. No jodas.
—¡Vamos allí a comprobarlo, Plebster!
Plebster lo miró largamente. Sabía que era totalmente inútil
luchar. Orsi no poseía la clásica indolencia de los dermolinfomas y toda
iniciativa se enraizaba en él como una planta trepadora.
—Oye, Orsi. Quiero volver a casa.
—Y volveremos, Plebster, ¿ quién dice que no? —Orsi ya había
tomado aquella plañidera petición de su compañero como una afirmativa y
manipulaba ahora los mandos con velocidad y precisión. —Será sólo una visita.
¿No tienes interés por conocer la Tierra?
Plebster volvió a observar, silencioso, el paso raudo de los
meteoritos. Sus mayores, mucho tiempo atrás, cuando aún existía Vendelinus, le
habían hablado acerca de aquel planeta cubierto de agua. Meme Plebster Jacobi,
incluso, le había descripto un terráqueo con el que había mantenido relación,
al comienzo de los tiempos, en una luna de Mercurio.
—Dicen que los terráqueos no serían demasiado diferentes de
nosotros —exclamó Orsi, excitado, como si le estuviese leyendo el pensamiento.
—No tengo ningún interés en encontrarme con seres parecidos
a ti.
—Será rápido, Plebster. Si no los hallamos enseguida,
subimos de nuevo a la nave y regresamos a casa.
—Me tienes harto, Orsi.
—Ya verás. Mira... comienza a cambiar el entorno.
Plebster lo había percibido. El espacio, por los visores de
la nave, se observaba más azul y mórbido y casi habían desaparecido los
meteoritos.
Las redondeadas extremidades inferiores, aptas para
insertarse en la poceada superficie de Procyon, no eran, sin embargo, las
ideales para desplazarse sobre la corteza terrestre. Con la torpeza propia de
los forasteros, Orsi y Plebster se movían en aquel terreno, explorando las
adyacencias de la nave. Todo era desolación. En la bruñida transparencia de
sus escafandras rebotaban apenas los débiles rayos del sol que acertaban a pasar
entre las densas nubes de polvo. Cada tanto, ráfagas de viento levantaban
toneladas de cenizas, pedregullos y residuos metálicos que castigaban a los
dos investigadores espaciales. El paisaje era gris y achatado.
—Buena idea la tuya —dijo Plebster, dejando de caminar.
Orsi no contestó. Se había parado sobre uno de los tantos montículos de rocas y
giraba su cabezota con expresión de desencanto.
—Busquemos un poco más —dijo al fin—. Es lógico que si
estaban refugiados bajo tierra no podríamos verlos a simple vista.
—Nos llevaría una eternidad hallarlos. Por otra parte, no
olvides que el compendio de conocimientos decía que también solían detectarse
explosiones nucleares subterráneas...
—Algunas de sus tribus estaban muy preparadas para
subsistir, Plebster. Habían esperado esa guerra por siglos. Tenían de todo allí
abajo.
Plebster empezó a caminar hacia la nave. El peso de su
ropaje aislante comenzaba a fatigarlo.
—Han pasado ya cientos de años de aquella guerra —gritó, sin
darse vuelta—. Por mejor preparados que estuvieran, ya hubiesen muerto de
hambre o por las enfermedades. No jodas, Orsi.
—Espera. Espera un poco, Plebster —Orsi depositó todo el
peso de su cuerpo sobre una suerte de viga que asomaba del suelo—. Me fatigo.
Esto no es Procyon.
—¿Te fatigas, eh? ¿No se te ocurre alguna otra buena idea
como ésta? Con la de Petavium ya son dos.
En el segmento más abierto de la elipse programada, Orsi
había insistido en descender en la estrella Petavium, argumentando que allí
había mica. Pero la pulposa Petavium estaba podrida. Atravesado el interior de
su masa por infinitos canales que conducían jugos minerales, el desmedido
calor del sol la había hecho entrar en putrefacción y el olor que despedía la
macilenta estrella era insoportable. Una semana tuvo que estar luego Plebster,
aspirando aroma de cristales de sal para restablecer el funcionamiento de sus
papilas.
—Ya voy, Plebster. Aguarda un poco —pidió Orsi. Plebster
giró y regresó para ayudar a su compañero.
—Vamos —dijo, sosteniéndolo por debajo del primer par de
extremidades superiores—. De pronto Plebster advirtió que el cuerpo de Orsi se
envaraba. —¿Qué pasa? —preguntó.
Los dos sensores ópticos de Orsi se habían fruncido,
atentos, y meneaba espasmódicamente la cabeza, como buscando.
—¿Qué pasa? —se alarmó Plebster, girando a su vez la suya.
Habían dejado las armas en la nave y tanto la valentía como la cobardía, eran
condiciones desconocidas en Procyon. Es más, la audacia consistía en una fruta
pequeña, agridulce, que brotaba en la estación del fosfato.
—¿Oyes eso? —preguntó Orsi.
—¿Qué?
—Escucha bien.
Orsi tenía razón. En el aire se diluía una especie de
música, una melodía que llegaba y se marchaba con la brisa.
—¡Música! —se exaltó Orsi—. ¡Es música!
Es sólo el viento, Orsi.
—¡Es música! —Orsi se desembarazó de las extremidades
superiores de Plebster y giró sobre sí mismo varias veces, como una antena,
deslumbrado por la recepción de aquel idioma universal. Ahora la melodía
llegaba más nítida, con cadencias extrañas y desconocidas para la percepción
de los dos expedicionarios.
—¿De dónde viene? —se sumó Plebster a la inquietud.
—No sé si es una música fuerte que nos llega desde muy
lejos... O es una música muy débil que se origina muy cerca de nosotros —dudó
Orsi, lo que preocupó a Plebster, ya que la duda antecedía a la constipación
bronquial en los dermolinfomas.
—¿Cerca de nosotros? —dijo Plebster, abarcando con sus
órganos ópticos los alrededores inmediatos.
—¡Aquí! ¡Aquí! —dijeron los dos, casi al unísono, aferrando
un oxidado tubo metálico que sobresalía entre un montículo de escombros— ¡La
música viene por este tubo!
Orsi apretó la escafandra sobre la boca del tubo,
procurando escuchar mejor. En tanto, Plebster se había sentido inopinadamente
melancólico, como algunas veces en que escuchaba historias relatadas por Meme
Plebster Jacobi. Pero Orsi no le dio tiempo para bucear en sus sentimientos.
—¡Cavemos! ¡Cavemos por acá, Plebster! —gritó, escarbando
con su bastón de titanio entre los escombros—. ¡Esta música nos llega desde
abajo! ¡De alguno de esos refugios que mencioné antes, Plebster!
Plebster olvidó por un momento su indolencia, su desinterés
y sus ganas de regresar a casa, y con un trozo de chapa ennegrecida comenzó
también a apartar rocas y cascotes. Poco después, y ante la febril atención de
ambos investigadores, una superficie de madera se hizo visible ante ellos.
Continuaron removiendo con más ahínco y apareció entonces una puerta, de doble
hoja, prácticamente horizontal, que cubría una boca de acceso. Plebster y Orsi
se miraron. La puerta mostraba una superficie descascarada, aún con restos de
pintura y por las junturas de su madera llegaba, ahora sí, claramente, la
cadencia de la extraña música.
—¿Vamos por las armas? —vaciló Orsi. Plebster encogió el
ensamblamiento de sus extremidades superiores, las prensiles.
—¿Te parece?
—Yo digo...
—No creo —dijo Plebster, decidido, y se lanzó sobre la
puerta, la que abrió de un tirón. Una bocanada melódica los envolvió y, luego,
también una serie de sonidos breves, como módicos estallidos, desacompasados.
Después, el silencio, Plebster y Orsi se miraron. Tal vez habían sido
descubiertos y ahora, al fondo de ese túnel oscuro y profundo que se abría
ante ellos, los aguardaba el temor agresivo de los nativos. Con infinita
cautela Orsi adelantó uno de sus miembros locomotores y lo depositó sobre el
primer peldaño de la escalera descendente. De pronto volvió la música, y esto
tranquilizó a ambos dermolinfomas, que cerraron la puerta detrás de ellos, sin
hacer ruido. Por un momento quedaron sumidos en una oscuridad absoluta, pero
pronto advirtieron que, muy abajo y al fondo, se veía una luz. Una luz rojiza.
Ganados por la ansiedad, Plebster y Orsi continuaron el descenso. Un par de
veces se detuvieron ante el eco de aquellos extraños sonidos inarmónicos,
cortos golpes de superficies ahuecadas, que les llegaban desde el fondo. Por
último se detuvieron ante una abertura cubierta por un cortinado de tela que,
al tacto de Orsi, se reveló como levemente afelpado y de cierto peso. Ya se
escuchaba, con más nitidez, una voz humana metálica y altisonante. Orsi corrió
la cortina y ambos visitantes se hallaron ante un recinto poco iluminado. Una
veintena de seres humanos se encontraban diseminados en pequeñas mesas redondas,
distribuidas en torno de una tarima de madera. Los humanos eran, al menos, de
dos sexos diferentes, calculó Plebster. Bebían extraños tragos, hablaban poco
entre ellos y no parecían demasiado jóvenes. Sobre la tarima, un terráqueo con
la cabeza cubierta por un cabello oscuro y engrasado, de pie frente a un
adminículo de metal que ampliaba el sonido de su voz, los observó de una
ojeada. También hicieron lo propio otros nativos de los que estaban sentados.
—¡Y sigue llegando gente a nuestra Peña Tanguera "El
Sótano del Dos por Cuatro", mis queridos amigos! —anunció el terráqueo del
cabello lustroso—. ¡Y es porque vienen a escuchar a Angelito Delfino, "El
Ruiseñor de Floresta", que ahora nos va a regalar, de Esteban Celedonio
Flores y Ciriaco Ortiz, "Atenti Pebeta"!
Los humanos de las mesas golpetearon unas contra otras sus
extremidades superiores y allí supo Orsi que, de esa acción impensada,
provenían los breves estallidos que habían oído en la escalera.
—¡Y esta canción, señores —continuó el anunciador— es para
los nuevos amigos de la noche de Buenos Aires...! —y luego, dirigiéndose a
Plebster y Orsi, preguntó—: ¿De dónde son, muchachos?
—De Procyon —gritó Orsi, complacido.
—¡Para los amigos de Procyon, entonces... Angelito Delfino,
"El Ruiseñor de Floresta" y "Atenti Pebeta", de Flores y
Ciriaco Ortiz!
Hubo nuevos aplausos. Dichos gestos eran, al parecer, de
aprobación, ya que un humano rechoncho y bajito que acababa de subir a la
tarima agradecía con leves reverencias y sonrisas. El humano que había hecho
la presentación en la tarima caminó entre las mesas, con aire cansado, hasta
Plebster y Orsi. Éstos, para no sentirse demasiado ajenos al ambiente, se
habían depositado sobre sendas sillas, en una mesa vacía. Dos terráqueos, con
la misma expresión desmayada y ausente que los demás, comenzaron a extraer de
sus instrumentos una música arrastrada y sinuosa. El humano regordete y oscuro
de arriba de la tarima comenzó con lo suyo.
—"Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo, vos
hacete la chitrula y no te le deschavés, que no manye que estás lista al primer
tiro de lazo y que por un par de lompas bien planchados, te perdés..."
El terráqueo que oficiaba de anunciador llegó hasta la mesa
de Plebster y Orsi. Se inclinó hacia ellos y los observó por un instante.
Plebster detectó, con la particular sensibilidad que los dermolinfomas tienen
para los matices, que el cabello del humano, en la parte superior de su
cabeza, mostraba una coloración diferente de la que lucía sobre los costados.
Se veía más rojizo y rebelde que el resto. Aquella misma anomalía había
detectado también en varios de los presentes, pese a la luz escasa y al humo
que invadía el local.
—¿Qué van a tomar, muchachos? —preguntó el anfitrión.
—Ehhh... —vaciló Orsi—. Antes queríamos hacerle una
pregunta.
—No se preocupen —desestimó el anunciador. Y bajando la
voz, agregó: —No se preocupen por el precio. La casa invita.
—No. No —dijo Orsi—. Queríamos preguntarle otra cosa... ¿
Cómo hicieron para sobrevivir?
El humano enarcó las cejas y se tomó un instante para
contestar.
—"Cuando vengas para el centro" —seguía el
cantor— "caminá junando el suelo, arrastrando los fanguyos y arrimada a
la pared."
—¿Cómo hicimos para sobrevivir? —repitió, teatral, el
anunciador—. Bajando los precios, hermano. Cuidando la clientela y ofreciendo
calidad. No hay otra. De lo contrario, hubiésemos tenido que cerrar...
—Pero... digo yo... —vaciló Orsi—. ¿Cómo pudieron sobrellevar
la gran tragedia?
El anunciador había apoyado las dos manos sobre la mesa y
sus ojos se cubrieron con una pátina húmeda.
—Fue tremendo... Tremendo... Lo de Medellín fue tremendo...
Pero hay que seguir adelante, hermano. No queda otra. Por el Zorzal mismo. Yo
sé que Carlitos no hubiese querido que aflojáramos...
Plebster miró al hombre y vio que una milimétrica esfera de
líquido se desprendía de uno de sus ojos. Recordó que en Procyon, la tristeza
era un líquido. Y el recuerdo de su planeta, y la música aquella que escapaba
de un extraño instrumento que parecía respirar, lo hizo sentirse invadido por
una pegajosa melancolía.
—¿Vamos, Orsi? —preguntó.
—Espera. Espera a que termine esto —dijo Orsi mostrando una
copa translúcida llena de un líquido rojizo que les había traído el anunciador.
Se quedaron un poco más y cuando terminaron de beber se levantaron y se
marcharon hacia la puerta. Con un bamboleo de sus cabezas se despidieron del
anunciador, que estaba sentado a otra mesa, cerca de la tarima. El anunciador
levantó una mano y deletreó en el aire "Chau, querido. Vuelvan cuando
quieran". Plebster y Orsi salieron a la superficie y se encaminaron hacia
la nave. Por un rato los siguió la música y la voz del cantor bajo y
regordete.
—“Tomá leche con vainilla y chocolate con churro, aunque
estés en el momento propiamente del vermut..."
Roberto Fontanarrosa

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