/* */ /* */

Slider[Style1]

Style2

Style3[OneLeft]

Style3[OneRight]

Style4

Style5

Plebster estaba mirando por la ventanilla frontal de la na­ve el paso oscilante de los meteoritos. Como todos los dermolinfomas del planeta Procyon, el pequeño Plebster experimentaba una inusual melancolía a la vista de aque­llos inmensos pedazos de roca que surcaban el espacio, ya que le recordaban a Vendelinus, la segunda luna de Procyon, estallada tempranamente. Esa melancolía no lle­gaba a ser tristeza, pues la tristeza, en su planeta, era un líquido.

Más allá, abstraído en la conducción de la nave, se ha­llaba Orsi, su compañero de vuelo. Orsi era extrañamente inquieto para ser un nativo de Procyon y hallaba interés aun en las cosas más mundanas y rutinarias del espacio. Plebster, en cambio, acusaba ya el cansancio de la larga misión que les fuera asignada y su leve piel casi traslúcida había comenzado a tomar el tinte ceniciento del hastío. No deseaba otra cosa que volver a la exultante atmósfera de Procyon y reunirse con Enif.

—Oye, Plebster —dijo Orsi, de pronto—. Hemos te­nido que desviarnos bastante de la ruta.
Plebster no le contestó. Empezaba a molestarle, inclu­so, el acento apagado de la voz de su compañero.

—Pero es que aún subsiste la lluvia de meteoros —ex­plicó Orsi.

—Apenas termine, regresemos a nuestra elipse —bufó Plebster.

—No es eso. No es eso lo que quería decirte. Ocurre que nuestro desvío nos ha llevado al área de influencia de un planeta muerto, el viejo Maurolycus.

Plebster volvió a resoplar y la expulsión del aire hizo que su cobertura dérmica se arrugara con leves crujidos. El imbécil de Orsi había encontrado un nuevo motivo de curiosidad para su espíritu simple. Tiempo atrás había per­seguido durante seis días la cola de un cometa, subyugado por el destello cambiante de la luz solar sobre las partícu­las en suspenso.

—No sé si recuerdas —continuó Orsi— que Mauro­lycus era un planeta habitado. Y que sus habitantes lo lla­maban "Tierra". ¿Recuerdas?

Plebster aprobó con la bamboleante cabeza experimen­tando el consabido hormigueo en su zona motriz. La me­moria era una función fisiológica en los naturales de Pro­cyon, que se incentivaba con la inmovilidad.

—Decía mi padre —continuó Orsi, entusiasmado— que la atmósfera de la Tierra debió haber sido bastante similar a la nuestra. Y, por lo tanto, sus habitantes pareci­dos a nosotros.

—No sigas, Orsi. Ya se adónde quieres llegar.

—Te explico, solamente.

—No. Lo que tú quieres es bajar en ese puto planeta.

Orsi se mantuvo unos instantes en silencio. Le moles­taba grandemente cuando Plebster hacía uso de malas pa­labras. Plebster lo sabía y abundaba en ellas cuando de­seaba incomodar a Orsi.

—Te explico, solamente —repitió.

—Te conozco, Orsi. Se te ha metido esa insana idea en tu centro de reflexiones y no habrá poder en el universo que te la quite.

Orsi no contestó pero, como corroborando lo dicho por Plebster, buscó algo frenéticamente en la consola de informes. Tomó entonces uno de los compendios de cono­cimiento y lo introdujo en la memoria de la pantalla.

Pronto, una sucesión de caracteres pobló el recuadro luminoso.

—Mira, Plebster —anunció—. Algo raro ocurrió, lue­go, en ese planeta. Combatieron entre ellos mismos. Se elevó una enorme nube de polvo que lo cubrió todo y ya fue imposible observarlo desde afuera...

—Se cansaron, Orsi. Se cansaron de que los espiáramos —gruñó Plebster.

—No. Nada de eso. Fue una guerra total. No quedó nada vivo...

—Se cansaron de que criaturas como tú se la pasaran espiando qué era lo que ellos hacían o dejaban de hacer...

—Dos sensores que enviamos hace mucho tiempo no detectaron ni actividad humana ni vegetación. Sólo desier­tos arrasados y secos.

—Se hartaron de tipos como tú y su puta curiosidad.

Otra vez aquella fea palabra, absolutamente prohibida en el ámbito de Procyon, pero tolerada en el espacio abier­to, en las naves expedicionarias, en los navegantes. Orsi procuró dominarse.

—Pero... Mira lo que dice acá... —señaló la pantalla—. Hay versiones que sostienen que pueden haber quedado terráqueos vivos en refugios subterráneos, blindados, pre­parados para soportar una guerra nuclear... ¿No sería eso maravilloso?

—Oh, Orsi —gruñó Plebster—. No jodas.

—¡Vamos allí a comprobarlo, Plebster!

Plebster lo miró largamente. Sabía que era totalmente inútil luchar. Orsi no poseía la clásica indolencia de los dermolinfomas y toda iniciativa se enraizaba en él como una planta trepadora.

—Oye, Orsi. Quiero volver a casa.

—Y volveremos, Plebster, ¿ quién dice que no? —Orsi ya había tomado aquella plañidera petición de su compañero como una afirmativa y manipulaba ahora los mandos con velocidad y precisión. —Será sólo una visita. ¿No tie­nes interés por conocer la Tierra?

Plebster volvió a observar, silencioso, el paso raudo de los meteoritos. Sus mayores, mucho tiempo atrás, cuando aún existía Vendelinus, le habían hablado acerca de aquel planeta cubierto de agua. Meme Plebster Jacobi, incluso, le había descripto un terráqueo con el que había manteni­do relación, al comienzo de los tiempos, en una luna de Mercurio.

—Dicen que los terráqueos no serían demasiado dife­rentes de nosotros —exclamó Orsi, excitado, como si le estuviese leyendo el pensamiento.

—No tengo ningún interés en encontrarme con seres parecidos a ti.

—Será rápido, Plebster. Si no los hallamos enseguida, subimos de nuevo a la nave y regresamos a casa.

—Me tienes harto, Orsi.

—Ya verás. Mira... comienza a cambiar el entorno.

Plebster lo había percibido. El espacio, por los visores de la nave, se observaba más azul y mórbido y casi habían desaparecido los meteoritos.

Las redondeadas extremidades inferiores, aptas para insertarse en la poceada superficie de Procyon, no eran, sin embargo, las ideales para desplazarse sobre la corteza terrestre. Con la torpeza propia de los forasteros, Orsi y Plebster se movían en aquel terreno, explorando las adya­cencias de la nave. Todo era desolación. En la bruñida trans­parencia de sus escafandras rebotaban apenas los débiles rayos del sol que acertaban a pasar entre las densas nubes de polvo. Cada tanto, ráfagas de viento levantaban tonela­das de cenizas, pedregullos y residuos metálicos que casti­gaban a los dos investigadores espaciales. El paisaje era gris y achatado.

—Buena idea la tuya —dijo Plebster, dejando de cami­nar. Orsi no contestó. Se había parado sobre uno de los tantos montículos de rocas y giraba su cabezota con ex­presión de desencanto.

—Busquemos un poco más —dijo al fin—. Es lógico que si estaban refugiados bajo tierra no podríamos verlos a simple vista.

—Nos llevaría una eternidad hallarlos. Por otra parte, no olvides que el compendio de conocimientos decía que también solían detectarse explosiones nucleares subterrá­neas...

—Algunas de sus tribus estaban muy preparadas para subsistir, Plebster. Habían esperado esa guerra por siglos. Tenían de todo allí abajo.

Plebster empezó a caminar hacia la nave. El peso de su ropaje aislante comenzaba a fatigarlo.
—Han pasado ya cientos de años de aquella guerra —gritó, sin darse vuelta—. Por mejor preparados que es­tuvieran, ya hubiesen muerto de hambre o por las enfer­medades. No jodas, Orsi.

—Espera. Espera un poco, Plebster —Orsi depositó to­do el peso de su cuerpo sobre una suerte de viga que aso­maba del suelo—. Me fatigo. Esto no es Procyon.

—¿Te fatigas, eh? ¿No se te ocurre alguna otra buena idea como ésta? Con la de Petavium ya son dos.

En el segmento más abierto de la elipse programada, Orsi había insistido en descender en la estrella Petavium, argumentando que allí había mica. Pero la pulposa Peta­vium estaba podrida. Atravesado el interior de su masa por infinitos canales que conducían jugos minerales, el desme­dido calor del sol la había hecho entrar en putrefacción y el olor que despedía la macilenta estrella era insoportable. Una semana tuvo que estar luego Plebster, aspirando aro­ma de cristales de sal para restablecer el funcionamiento de sus papilas.

—Ya voy, Plebster. Aguarda un poco —pidió Orsi. Plebster giró y regresó para ayudar a su compañero.

—Vamos —dijo, sosteniéndolo por debajo del primer par de extremidades superiores—. De pronto Plebster ad­virtió que el cuerpo de Orsi se envaraba. —¿Qué pasa? —preguntó.

Los dos sensores ópticos de Orsi se habían fruncido, atentos, y meneaba espasmódicamente la cabeza, como buscando.

—¿Qué pasa? —se alarmó Plebster, girando a su vez la suya. Habían dejado las armas en la nave y tanto la valen­tía como la cobardía, eran condiciones desconocidas en Procyon. Es más, la audacia consistía en una fruta peque­ña, agridulce, que brotaba en la estación del fosfato.

—¿Oyes eso? —preguntó Orsi.

—¿Qué?

—Escucha bien.

Orsi tenía razón. En el aire se diluía una especie de mú­sica, una melodía que llegaba y se marchaba con la brisa.

—¡Música! —se exaltó Orsi—. ¡Es música!

Es sólo el viento, Orsi.

—¡Es música! —Orsi se desembarazó de las extremi­dades superiores de Plebster y giró sobre sí mismo varias veces, como una antena, deslumbrado por la recepción de aquel idioma universal. Ahora la melodía llegaba más níti­da, con cadencias extrañas y desconocidas para la percepción de los dos expedicionarios.

—¿De dónde viene? —se sumó Plebster a la inquietud.

—No sé si es una música fuerte que nos llega desde muy lejos... O es una música muy débil que se origina muy cerca de nosotros —dudó Orsi, lo que preocupó a Plebster, ya que la duda antecedía a la constipación bron­quial en los dermolinfomas.

—¿Cerca de nosotros? —dijo Plebster, abarcando con sus órganos ópticos los alrededores inmediatos.

—¡Aquí! ¡Aquí! —dijeron los dos, casi al unísono, afe­rrando un oxidado tubo metálico que sobresalía entre un montículo de escombros— ¡La música viene por este tubo!

Orsi apretó la escafandra sobre la boca del tubo, pro­curando escuchar mejor. En tanto, Plebster se había senti­do inopinadamente melancólico, como algunas veces en que escuchaba historias relatadas por Meme Plebster Jaco­bi. Pero Orsi no le dio tiempo para bucear en sus senti­mientos.

—¡Cavemos! ¡Cavemos por acá, Plebster! —gritó, es­carbando con su bastón de titanio entre los escombros—. ¡Esta música nos llega desde abajo! ¡De alguno de esos re­fugios que mencioné antes, Plebster!

Plebster olvidó por un momento su indolencia, su de­sinterés y sus ganas de regresar a casa, y con un trozo de chapa ennegrecida comenzó también a apartar rocas y cas­cotes. Poco después, y ante la febril atención de ambos in­vestigadores, una superficie de madera se hizo visible ante ellos. Continuaron removiendo con más ahínco y apareció entonces una puerta, de doble hoja, prácticamente hori­zontal, que cubría una boca de acceso. Plebster y Orsi se mi­raron. La puerta mostraba una superficie descascarada, aún con restos de pintura y por las junturas de su madera lle­gaba, ahora sí, claramente, la cadencia de la extraña música.

—¿Vamos por las armas? —vaciló Orsi. Plebster enco­gió el ensamblamiento de sus extremidades superiores, las prensiles.

—¿Te parece?

—Yo digo...

—No creo —dijo Plebster, decidido, y se lanzó sobre la puerta, la que abrió de un tirón. Una bocanada melódi­ca los envolvió y, luego, también una serie de sonidos bre­ves, como módicos estallidos, desacompasados. Después, el silencio, Plebster y Orsi se miraron. Tal vez habían sido descubiertos y ahora, al fondo de ese túnel oscuro y pro­fundo que se abría ante ellos, los aguardaba el temor agre­sivo de los nativos. Con infinita cautela Orsi adelantó uno de sus miembros locomotores y lo depositó sobre el pri­mer peldaño de la escalera descendente. De pronto volvió la música, y esto tranquilizó a ambos dermolinfomas, que cerraron la puerta detrás de ellos, sin hacer ruido. Por un momento quedaron sumidos en una oscuridad absoluta, pero pronto advirtieron que, muy abajo y al fondo, se veía una luz. Una luz rojiza. Ganados por la ansiedad, Plebster y Orsi continuaron el descenso. Un par de veces se detu­vieron ante el eco de aquellos extraños sonidos inarmóni­cos, cortos golpes de superficies ahuecadas, que les llega­ban desde el fondo. Por último se detuvieron ante una abertura cubierta por un cortinado de tela que, al tacto de Orsi, se reveló como levemente afelpado y de cierto peso. Ya se escuchaba, con más nitidez, una voz humana metáli­ca y altisonante. Orsi corrió la cortina y ambos visitantes se hallaron ante un recinto poco iluminado. Una veintena de seres humanos se encontraban diseminados en peque­ñas mesas redondas, distribuidas en torno de una tarima de madera. Los humanos eran, al menos, de dos sexos di­ferentes, calculó Plebster. Bebían extraños tragos, habla­ban poco entre ellos y no parecían demasiado jóvenes. So­bre la tarima, un terráqueo con la cabeza cubierta por un cabello oscuro y engrasado, de pie frente a un adminículo de metal que ampliaba el sonido de su voz, los observó de una ojeada. También hicieron lo propio otros nativos de los que estaban sentados.

—¡Y sigue llegando gente a nuestra Peña Tanguera "El Sótano del Dos por Cuatro", mis queridos amigos! —anunció el terráqueo del cabello lustroso—. ¡Y es por­que vienen a escuchar a Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta", que ahora nos va a regalar, de Esteban Celedo­nio Flores y Ciriaco Ortiz, "Atenti Pebeta"!

Los humanos de las mesas golpetearon unas contra otras sus extremidades superiores y allí supo Orsi que, de esa acción impensada, provenían los breves estallidos que habían oído en la escalera.

—¡Y esta canción, señores —continuó el anunciador— ­es para los nuevos amigos de la noche de Buenos Aires...! —y luego, dirigiéndose a Plebster y Orsi, preguntó—: ¿De dónde son, muchachos?

—De Procyon —gritó Orsi, complacido.

—¡Para los amigos de Procyon, entonces... Angelito Delfino, "El Ruiseñor de Floresta" y "Atenti Pebeta", de Flores y Ciriaco Ortiz!

Hubo nuevos aplausos. Dichos gestos eran, al parecer, de aprobación, ya que un humano rechoncho y bajito que acababa de subir a la tarima agradecía con leves reveren­cias y sonrisas. El humano que había hecho la presenta­ción en la tarima caminó entre las mesas, con aire cansado, hasta Plebster y Orsi. Éstos, para no sentirse demasiado ajenos al ambiente, se habían depositado sobre sendas si­llas, en una mesa vacía. Dos terráqueos, con la misma ex­presión desmayada y ausente que los demás, comenzaron a extraer de sus instrumentos una música arrastrada y si­nuosa. El humano regordete y oscuro de arriba de la tari­ma comenzó con lo suyo.

—"Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo, vos hacete la chitrula y no te le deschavés, que no manye que estás lista al primer tiro de lazo y que por un par de lompas bien planchados, te perdés..."
El terráqueo que oficiaba de anunciador llegó hasta la mesa de Plebster y Orsi. Se inclinó hacia ellos y los obser­vó por un instante. Plebster detectó, con la particular sen­sibilidad que los dermolinfomas tienen para los matices, que el cabello del humano, en la parte superior de su cabe­za, mostraba una coloración diferente de la que lucía sobre los costados. Se veía más rojizo y rebelde que el resto. Aquella misma anomalía había detectado también en va­rios de los presentes, pese a la luz escasa y al humo que in­vadía el local.

—¿Qué van a tomar, muchachos? —preguntó el an­fitrión.

—Ehhh... —vaciló Orsi—. Antes queríamos hacerle una pregunta.

—No se preocupen —desestimó el anunciador. Y ba­jando la voz, agregó: —No se preocupen por el precio. La casa invita.

—No. No —dijo Orsi—. Queríamos preguntarle otra cosa... ¿ Cómo hicieron para sobrevivir?
El humano enarcó las cejas y se tomó un instante para contestar.

—"Cuando vengas para el centro" —seguía el can­tor— "caminá junando el suelo, arrastrando los fanguyos y arrimada a la pared."

—¿Cómo hicimos para sobrevivir? —repitió, teatral, el anunciador—. Bajando los precios, hermano. Cuidando la clientela y ofreciendo calidad. No hay otra. De lo contra­rio, hubiésemos tenido que cerrar...

—Pero... digo yo... —vaciló Orsi—. ¿Cómo pudieron sobrellevar la gran tragedia?

El anunciador había apoyado las dos manos sobre la mesa y sus ojos se cubrieron con una pátina húmeda.

—Fue tremendo... Tremendo... Lo de Medellín fue tre­mendo... Pero hay que seguir adelante, hermano. No que­da otra. Por el Zorzal mismo. Yo sé que Carlitos no hubie­se querido que aflojáramos...
Plebster miró al hombre y vio que una milimétrica es­fera de líquido se desprendía de uno de sus ojos. Recordó que en Procyon, la tristeza era un líquido. Y el recuerdo de su planeta, y la música aquella que escapaba de un ex­traño instrumento que parecía respirar, lo hizo sentirse invadido por una pegajosa melancolía.

—¿Vamos, Orsi? —preguntó.

—Espera. Espera a que termine esto —dijo Orsi mos­trando una copa translúcida llena de un líquido rojizo que les había traído el anunciador. Se quedaron un poco más y cuando terminaron de beber se levantaron y se marcharon hacia la puerta. Con un bamboleo de sus cabezas se despi­dieron del anunciador, que estaba sentado a otra mesa, cer­ca de la tarima. El anunciador levantó una mano y deletreó en el aire "Chau, querido. Vuelvan cuando quieran". Pleb­ster y Orsi salieron a la superficie y se encaminaron hacia la nave. Por un rato los siguió la música y la voz del can­tor bajo y regordete.

—“Tomá leche con vainilla y chocolate con churro, aunque estés en el momento propiamente del vermut..."

Roberto Fontanarrosa

 
Detalles del "Mes homenaje" acá.

«
Siguiente
Entrada más reciente
»
Anterior
Entrada antigua

No hay comentarios.:


Top