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Las últimas palabras de un prócer son las que quedan grabadas a fuego. Al momento de pasar a la inmortalidad, siempre pronuncian una que será inalterable a lo largo de toda la historia. A menos que la misma sea un tanto ruda y aguerrida como la que pronunció el Sargento Cabral: “Muero contento porque cagamos a esos mierdas”. Era un poco fuerte para el pomposo vocabulario de la época y para los futuros manuales de las escuelas, así que la modificaron un poquito y quedo registrado el “Muero contento, hemos vencido al enemigo”.

Tan importante es ese epitafio tallado en el mármol de la historia, que reconocemos al prócer si nos dicen una frase suya al momento de exhalar el último aliento. Generalmente son espontaneas y tratan sobre la libertad, la patria… siempre y cuando el prócer en cuestión llegue a estar su lecho de muerte esperando el tan temido final. Distinto es el caso de fallecer en pleno combate. Es más difícil de escuchar si uno no tuvo la suerte de Cabral. Porque no solo están los ruidosos cañonazos, los sablazos entre las distintas facciones, sino porque el ajetreo y candor de la batalla hace que el emisor de la frase para la posteridad se olvide que exista una. Fue el caso del Teniente Hugo Baltasar Romero de la Casa, héroe de innumerables batallas, cuyas últimas palabras fueron: “¡La re concha de tu madre, justo me vienen a sablear ahí, pedazo de hijo de puta!”. Las crónicas de la época solo dijeron que el Teniente Romero de la Casa hasta último momento vocifero en contra de los enemigos.

Como hemos dicho, cuando el prócer o valiente soldado servido de la patria tiene la buena fortuna de envejecer o morir en su lecho, las últimas palabras pueden pensarse, pueden decirse y luego quedar callado hasta que la muerte lo visite. Tal fue el caso del General Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente. Héroe de la batalla de Pavón y Brasil, que mantuvo a su tropa invita en la batalla de la General Paz, protagonista de la batalla de campo empiojado. Un prócer con todas las letras y que conllevaba con él la responsabilidad que sus últimas palabras sean dignas de sus cicatrices en defensa de la Patria, la justicia y la paz.


Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente, no dejaba nada librado al azar. Antes de cada batalla se memorizaba lo que eventualmente serían su frase. “Muero por la unión y libertad del pueblo argentino”. Tal fue su obsesión con ello, que durante la guerra contra el Imperio del Brasil fue malherido, pronunció esa frase y luego calló. Ni los médicos de campaña pudieron hacerlo hablar. Ya pasado el riesgo de muerte, volvió a emitir palabra y por fin dijo donde le dolía. Tuvieron que pasar tres días y varias sanguijuelas usadas por los galenos. “Estas mierdas me están chupando, carajo”. Fueron sus palabras. A su lado se encontraba don Fernando de la Usura, quien además de ser su fiel ladero era el escribano que iba a certificar sus últimas palabras. “No anotes eso por favor, voy a vivir”, le suplicó Hornos de la Fuente al ver como su amigo y escribano escribía ese insulto como última frase para la posteridad.

Los años fueron pasando, las guerras fueron acallándose en el seno interior de la patria y con ellas el General Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente pasó a retiro con 65 años. Tenía una vitalidad y energía envidiable para alguien de su edad y para aquella época. Todo lo hubiese cambiado por morirse y decir sus últimas palabras. Pero estas también cambiaron. Porque si él se moría, lo iba a hacer de viejo o por enfermedad, accidente o lo que fuese. Su frase había cambiado a: “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”. Le había parecido una frase corta, buena. Entre Sanmartiniana y Belgraniana. O mejor aún, porque nadie le había entregado el alma a la patria. Tan contento estaba que se la memorizó y hasta dejó anotado en un papel al lado de su mesa de luz, por las dudas.

Pasaron los años, y el tan ansiado día de la muerte parecería que había llegado. Don Carlos Antonio Miguel Hornos de La Fuente ya tenía 87 años, con fiebre, postrado en una cama y rodeado de sus dos amadas hijas, Merceditas y Bernardita, además de su fiel amigo y escribano Fernando de la Usura, y el doctor Rodolfo de Paulo. Su amada esposa, Cintia Carolina Cardozo de Hornos de La Fuente, hacía años que había dejado su mundo. Se marchó al Uruguay, porque con los años el General se había puesto bastante insoportable y cansador.

La muerte acechaba ya, los huesos cansados del General ya sentían el abrazo acogedor del eterno descanso.

—Creo que ya está. —comentó en voz bajita el General. Merceditas, Bernardita, Fernando y el doctor se acercaron. Ambas hijas comenzaron a llorar.

—No lloren, he esperado este momento. Comentó el General, mientras Fernando, el escribano, empezó a anotar. El prócer de las mil batallas lo miró azorado.

—¿Qué anotas?

—Anoto sus últimas palabras para la posteridad, mi excelentísimo General.

—¿¡Pero vos sos boludo!? ¿En que habíamos quedado? Yo digo “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”, vos anotas eso y ahí me muero.

—No papá, no te mueras por favor. —dijo Merceditas apretándole la mano.

—¡Me tengo que morir! ¿¡Y vos que seguís anotando, pelotudo!? —se enojó el General.

—Perdón mi General, la costumbre. Ahora usted solo diga esas palabras yo las anoto y esperamos el trágico desenlace.

—Para mí el paciente está estable, ni fiebre tiene, es más los latidos van bien, creo que hice un buen trabajo. —acotó el medico mientras le tomaba el pulso.

—¿Y usted va a conocer más de la muerte que yo? —se irguió en la cama el General— yo en la batalla de Gallina tuerta vi a la muerte a los ojos, y ahí comprendí todo, sus tiempos y formas.

—Si usted lo dice. —dijo el médico mientras miraba su reloj.

Pasaron dos horas de un silencio incómodo para todos, el General miraba un punto fijo en el techo y movía la cabeza negativamente. Merceditas y Bernardita cuchicheaban sobre sus cosas. Fernando se quedó medio dormido en un sillón, mientras que el medico aprovechaba para leer un voluminoso libro de anatomía.

—¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti —grito el General asustando y rompiendo el silencio en pedazos, haciendo saltar a los presentes. Acto continuo, cerró los ojos.

Mercedita y Bernardita se abrazaron llorando a los gritos. El escribano tomo nota de las últimas palabras de uno de los más gloriosos Generales que habían visto estas tierras. Mientras el medico ni se levantó de su sofá. Solo levantó la cabeza para mirarlo unos segundos.

—Ese hombre respira y está más vivo que yo. —dijo el doctor desde su sillón luego de unos minutos que parecieron eternos.

—¡Papá, papá estas vivo! —gritaron ambas hijas al unísono mientras corroboraban lo dicho por el doctor. Sin embargo, el General no abrió los ojos, los cerró más fuerte y pudo advertirse una mueca de fastidio y de enojo en su cara. —Háblanos papá, háblanos— suplicaban las chicas. Pero el General seguía apretando cada vez más los ojos.

—¿Qué hacemos? —pregunto el escribano, obteniendo como respuesta un encogimiento de hombros por parte del doctor.

El tiempo fue pasando, el General seguía ahí mientras sus hijas lo animaban a que diga algo, o que por lo menos hiciese un gesto. Hasta que por fin el General se irguió en la cama y abrió los ojos. Estuvo un rato así, mientras Merceditas y Bernardita daban gritos de júbilo. El General empezó a mirar mal, primero al escribano, luego al médico y finalmente a sus herederas. Se sentó en la cama, resoplo. Volvió a mirar a todos con cara de enojado y meneando la cabeza. Se colocó sus zapatos, se levantó y tomó su bastón, comenzó a caminar lentamente. Abrió la puerta del dormitorio ante la azorada mirada de todos. Bajó las escaleras, sus pasos se escuchaban como iban perdiéndose hasta el portazo que le dio a la puerta principal de la casa. Nunca más se lo vio al General. Algunos dicen que se fue a su casa cerca de San Pedro, otros dicen haberlo visto internarse en la selva del impenetrable, para así no hablar con nadie más y que esas hayan sido sus últimas palabras escuchadas.  Lo cierto es que algunos lugareños del Chaco, juran que, en algunas noches oscuras sin luna, suelen escuchar un grito enojado que dice así: “¡Oh Patria mía! Dejo mi vida y mi alma por ti”.

Toni Schweinheim

Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor


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