Jorgito corrió a toda velocidad a la esquina donde se
juntaba con los pibes. Traía consigo el diario de la tarde y a juzgar por su
color pálido parecía que había visto un fantasma. El grupo de amigos debía estar todavía en la
esquina. Siempre se quedaban allí hasta entrada la tarde para luego irse al bar
de la otra esquina a jugar algo de pool o algún que otro partido de truco. Las
piernas no le daban más, pero la trágica noticia que llevaba encima no le dio
respiro. Cuando por fin llego, se puso en frente de donde estaba el Ruso, puso
sus manos sobre las rodillas en clara señal de cansancio mientras jadeaba
fuerte.
—Se murió el Cabezón —dijo por fin Jorgito mientras le
brotaban las lágrimas.
— ¿¡Qué!? —Dijeron a coro los pibes.
—Le pegó… un bobazo… no lo puedo… creer —dijo entre sollozos
y jadeos el recién llegado.
— ¡Pero el Esteban tiene 27 años! —gritó el Gordo.
—Acá tenés el aviso fúnebre, mirá si voy a joder con una
cosa así, pelotudo —respondió Esteban mientras le señalaba una necrológica en
el diario.
“Esteban Rapetti partiste hoy. Siendo tan joven te nos
fuiste al cielo. Te extrañaremos. Tu familia” decía el texto por debajo de una
cruz. El gordo tiró el diario y se agarró la cabeza. El Ruso se sentó en el
cordón, otros como Sebas y Fede quedaron
en silencio. Juan se puso la mano a la altura de la boca y se largó a llorar.
—Pero pará un poco ¿Cómo sabemos que es el cabezón? —el
Gordo se resistía a creer lo de Esteban.
—Lo llamé al celular, no atiende, da apagado… no sé. Además
vengo de la casa, está lleno de gente llorando, muchos vecinos… no me animé a
más.
— ¿¡Fuiste hasta la casa!? —se sorprendió Juan.
—Tenía que confirmar, hice de tripas corazón y me mandé.
Ojo, solo miré, desde la vereda de enfrente, no voy a ser tan pelotudo de
meterme ahí cuando en esa familia no nos juna nadie y más en un momento así.
Este aborrecimiento de la familia de Esteban a sus amigos
provenía por una cuestión netamente futbolistica. La familia Rapetti siempre
estuvo vinculada a la vida social de Newell’s Old Boys, uno de los tatarabuelos
maternos había llegado a ser vicepresidente de la institución leprosa. Era una
familia que respiraba los colores rojinegros. Pero por esas cuestiones de la
vida, el Cabezón Esteban se había hecho fanático de Rosario Central desde
pequeño. No hubo oferta u amenaza familiar que lo sacase de ser canalla. La familia no tuvo más remedio que aceptar
esa elección. Eso sí, lo que no aceptaba
era la relación con sus amigos. Esa banda de vagos sin oficio ni beneficio. Fue
en el cumpleaños del abuelo Cholo, allá por 2008, cuando se armo la podrida y a
Esteban casi lo rajan de la casa. El Cabezón había ido al cumple del nono con
los amigos canallas. Fue como una olla a presión. No tardaron mucho en trenzarse a golpes con unos primos y unos
tios leprosos que empezaron a cantar canciones de cancha en contra de los
canallas. El saldo de esa fiesta fue lamentable: el viejo terminó internado y
los amigos junto con los primos y esos tíos en la comisaria demorados. Desde ese
día ni un amigo del Cabezón podía pisar ni siquiera la vereda de la casa. Ni
siquiera podían llamar a la casa.
—Como mierda vamos a hacer para darle el último saludo al
Cabezón —dijo con desazón Sebas.
—Yo iría igual, viejo. No creo que sean tan chotos de
impedirnos entrar al velatorio de un amigo —terció el Gordo.
—Son chotos, hermano… son chotos. Olvidate.
—A mí me preocupa que no le vamos a poder cumplir la última
voluntad al Esteban —dijo en tono preocupado Jorgito.
—Siempre supimos que esa voluntad iba a ser imposible de
cumplir —se resignaba el gordo.
—Justo mañana jugamos, loco, parece una puta ironía del
destino…
—Ustedes están en pedo, en primer lugar como carajo hacemos
para meter un ataúd en un una tribuna, más en medio de un partido —se indignaba
Juan—, segundo ¿Ustedes se piensan que la familia va a dejar que hagamos eso?
Todo muy lindo con la romántica idea de ir por última vez a la cancha en lugar
de tener velatorio. De estar en una tribuna en lugar de un lugar de mierda con
un monton de caretas. Pero seamos realistas, no podemos y si queremos hacerlo
primero nos caga a tiros la familia y después la policía cuando queramos entrar
el ataúd a la cancha. Es imposible. Ahora ni velarlo en la sede podríamos…
—El Cabezón es un hermano más que un amigo, yo daría hasta
la vida por cumplir su sueño, que en definitiva es nuestro sueño, nuestro pacto
de amistad…—se rebelaba Jorgito.
—Yo también, loco. Daría la vida. Vamos a hacerlo —se sumaba el gordo. Otros asentían con la
cabeza. Un silencio quedo flotando en el aire, como si esa falta de palabras
fuese un compromiso asumido.
Esteban y sus amigos tenían un “pacto”, por definirlo de
alguna manera, un tanto difícil de cumplir. Tanto el Cabezón como sus amigos
habían leído que en el 2011 en Colombia un hincha del Cúcuta, que había sido
asesinado el día anterior, había tenido
su “última visita” a la cancha en pleno partido, cuando su equipo jugaba contra
Envigado. Con el cajón en andas los hinchas irrumpieron en pleno partido, para
que el difunto hincha tuviese un velatorio acorde a sus ideales. Mucho se habló
del tema: que eran barras, que no lo eran, que fue un ajuste de cuenta... Lo
cierto es que Esteban y sus amigos se habían “enamorado” de esa secuencia y se
juraron que el día de la muerte de alguno de ellos, iban a hacer lo mismo.
Nunca pensaron que eso iba a ocurrir tan pronto.
—Bueno ¿Cómo mierda hacemos? —se plegó al compromiso Juan—
¿Vamos hasta la casa le decimos que por favor nos presten el ataúd con Esteban
para llevarlo a la cancha y volvemos? Nos van a sacar a tiros boludo…
—Hablando no se pierde nada —dijo el Gordo—, anda vos Fede,
que sos el más educado…
—Ni loco, chabón.
— ¿Y si robamos el
ataúd?
— ¿Qué mierda fumaste pelotudo? —lo paro en seco Juan.
—Por la inseguridad las casas velatorio cierran a la
medianoche, —empezó a maquinar Jorgito— ahí podemos entrar. Forzamos una puerta
sacamos el féretro, lo subimos al auto de Sebas y nos mandamos para la cancha
bien temprano, cuando la barra mete los trapos y eso…
—Estas completamente en pedo…
—Hay que pensar otra cosa ¿Tu tío es policía, no podrá hacer
algo? —tiro un centro Jorgito
***
—Buenas tardes, Soy el sargento Roberto Esqueda de la
policía científica. Recibimos una denuncia sobre el fallecimiento de Esteban
Rapetti y tenemos que llevarnos el ataúd con los restos del causante a la
morgue judicial.
—En este momento no se encuentra ningún familiar en la sala,
son las seis de la mañana y hasta las siete está cerrado el lugar.
—Tenemos una orden judicial.
—Un momentito por favor —respondieron por el portero
eléctrico. Al cabo de unos minutos abrió la puerta un hombre flaco de bigotes entrado
en años. Intercambió un saludo frio con el sargento se interiorizó de la orden
judicial, constató sobre su legalidad y por fin hizo pasar a los oficiales al
hall.
—Bien, está todo en orden —dijo el de la funeraria—, ahora
llamo a personal de la cochería para que los ayude a cargar el féretro ¿Quiere
constatar al causante antes de retirarlo?
—No hace falta, confío en ustedes. Además no es la primera
vez que pasa algo así —devolvió parcamente el sargento. Lo que siguió fue un
papeleo, firmas, algún testigo que pasaba por allí. Al cabo de media hora
cargaron el ataúd a la camioneta de la policía científica y emprendió su
marcha. El móvil hizo un par de cuadras y doblo por una cortada y se detuvo
frente a unos muchachos que estaban como esperando a la camioneta. El sargento,
que iba del lado del acompañante, bajó la ventanilla. Uno de los jóvenes se
acercó hasta él.
—Juli, ya tenemos a tu amigo a bordo —dijo mientras se
prendía un cigarrillo—, tuvieron suerte, la denuncia que hicieron por muerte
dudosa tuvo eco. La fiscalía nos mandó a recoger al causante y acá lo llevamos
a la morgue judicial.
—Gracias tío, no sabes el favor enorme que te vamos a deber
—dijo el gordo al borde de las lágrimas.
—Mira Julito, te voy a ser sincero. Con esto me juego el
puesto, pero lo hago por nosotros para que esos pingüinos malparidos no impidan
cumplir el sueño de uno de nosotros —dijo el sargento, ya abajo del móvil—.
Ahora me lo llevo para la morgue, a eso de las tres, cuando falte poco para el
partido lo llevo hasta la cancha. Voy a poner la chata en la calle, por detrás
de la tribuna y de ahí no se mueve. No va a estar adentro de la cancha pero de
la camioneta no lo podemos sacar. Al fin
y al cabo va a estar ahí de la cancha. Y es la única forma para que no se me
arme quilombo porque la autopsia se la harán por la tarde noche.
El sargento volvió a subirse a la camioneta y partió hacia
la morgue judicial. Los muchachos se abrazaron formando una ronda y se largaron
a llorar como chicos en plena madrugada rosarina.
***
La camioneta se había estacionado ya. Faltaba muy poco para
que el partido comience. Los muchachos habían ido tempranito a esperar al
Cabezón. Era el último partido al que iban a asistir juntos y estaban muy
emocionados. A lo largo de la tarde brotaban las anécdotas, las lágrimas, las
risas. Hasta habían preparado una bandera que decía: “Por siempre
Cabezón”. Los pibes rodearon la
camioneta y se pusieron a llorar. Sebas se largó a cantar y los otros lo
siguieron. Los chicos no se querían mover de al lado del móvil de la
científica. El encuentro en sí era uno más, Central se enfrentaba a Banfield,
pero para ellos se trataba del partido más importante de sus vidas, puesto que
Esteban, el Cabezón, partiría al cielo y ese sería su último encuentro.
—Vayan a ver el partido que ya empezó hace rato, eso es lo
que hubiese querido su amigo, no se van a quedar acá —les dijo el sargento—,
ustedes ya cumplieron, le aseguro que su amigo esta acá presente sonriendo y
feliz por lo que hicieron por él.
Las palabras le calaron hondo al Gordo que se largó a llorar
como desquiciado. Sebas seguía cantando como extasiado. Entraron a la cancha
llorando y cantando. Cuando entraron había mucho silencio, eso los impactó aún
más. Pero era porque justo el Taladro
había metido el primer gol, el uno a cero. A los pibes no les importaba el
resultado, aunque si querían ganar así su amigo se iba para el cielo con una
victoria del Canalla. Fue cuando llegó el empate: Todos se abrazaron
fuertemente y el Gordo recordó lo que le dijo su tío hacia unos minutos. Que
seguramente Esteban estaría allí, contento, celebrando el gol, llevándose
consigo esa maravillosa postal del gol. Un grito eterno de gol. Y allí lo
vieron a Esteban, sonriendo y levantando
una mano hacia donde estaban ellos. El gordo lo vio, Sebas lo vio, también lo
vieron Jorgito y Juan. El Cabezón estaba allí.
— ¿Cómo andan muchachos? Llegue tarde, no saben lo que me
paso —le dijo el cabezón mientras se acercaba—El gordo empalideció y se desmayó
en el acto. Los otros se quedaron mirándolo atónitos, como tratando de entender
semejante milagro.
— ¿Ehhh que carajo les pasa?
—Pero vos… vos… ¡Acá! —tartamudeo Sebas.
—Si yo acá, no iba a venir, ¡No sabes la que me pasó! Ayer
se murió mi tío Esteban, un bobazo fulminante. Con todo el quilombo perdí el
celular y no pude avisarles, garronazo loco. Hoy, ahora bah, era el entierro, no sé qué mierda paso pero la policía se
llevó el cuerpo del velatorio, así que aproveche que no había entierro y vine.
¿Pero qué le pasa al gordo? Ni que fuera que vio un muerto…
Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor