Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite que
no es vergüenza llorar cuando las lágrimas tienen la pureza recóndita de
aquello que llega desde el corazón que no quiere aflojar ante terceros. Tal
vez, pibe, tal vez Monito, son las mismas lágrimas que, años atrás, no tantos
quizás, usted tuvo que enjugar con el revés de la mano sucia de tierra en el
fondo de la casita del patio con geranios y malvones de barrio Arroyito. Tal
vez son las mismas lágrimas vertidas por la rabia, la impotencia, la vergüenza,
ante el coscorrón justiciero de su viejita laburante cuando usted no llegaba a
la hora establecida para tomar la leche.
¿Cómo iba a entender su madre, Monito, aquel cariño
entrañable por la pelota de fútbol, que lo mantenía lejos de la casa, demorado,
en ese romance infantil con la de cuero, en los yuyales sabios del campito que
no sabía de redes ni de cal, tras de la vía? ¿Cómo podía entender su viejo, pibe,
su viejo, don Telmo, el genovés terco de canzonetta y nostalgia, su noviazgo
purrete con la de gajos y ese lenguaje dulcemente nuestro de los túneles, la
pisada, el chanfle, los taquitos y la rabona? Porque no era, no, una piba
quinceañera, rubia y pizpireta, de ojos celestes como los de la pulpera de
Santa Lucía, lo que a usted le impedía volver en el horario, a gritos reclamado
por su madre. No era, no, Monito, el despertar púber del primer amor enredado
en los últimos giros de un trompo o en la galleta enojo sa del hilo de un
barrilete, el que lo hacía terminar los deberes de la escuela a las corridas y
escapar luego, gorrión ansioso, pájaro encendido, hacia la complicidad abierta
de la calle, el griterío alborozado de los pibes y el llamado seductor de un
taconeo. No Monito, lo suyo era más simple, como son simples las cosas que
nacen del corazón y eluden las frías especulaciones de la mente. No. Lo suyo
era tan sólo la caricia tierna de la capellada de su botín zurdo en la pelota,
el toque, la volea, la suela que aprieta el fútbol indócil y lo convence, lo
persuade, lo amaestra. Lo suyo era el amague, el pique corto, el freno seco, y
el pecho amigo para que allí se durmiera la bella amada cuando caía desde el
cielo como un globo cansado de volar sin rumbo cierto. ¡Mire qué fácil, pibe,
que era aquello! De la misma forma en que el amor, el puro amor, se presenta,
florece y crece como una flor nocturna, como un clavel del aire brotado en la
luminosidad escasa de un pasillo, así creció en usted el sortilegio. Nadie le
enseñó, como no se enseña el dolor ni la paciencia, ni se sabe de dónde surge
el gusto por silbar o el de hablar bajo. Usted ya lo traía impreso, se lo digo,
quizás desde el fondo de la historia de ese barrio que ha visto nacer a tantos
ídolos y guarda en el aire la vibración, el eco, el reverbero de mil goles
gritados en la tarde, atronando el cemento, quebrando la quieta y asombrada
calma de su río. O lo aprendió como se aprenden estas cosas, mirando a los
demás, tratando de atrapar con ojos asombrados el misterio metafísico del
chanfle, la secreta ley física que hace que el balón vaya hacia allá y dé una
vuelta. Por eso, por todo eso, pibe, no se inquiete si lo ven aflojar y su
mirada se empaña como el cristal de una ventana cuando recibe el tamborileo
sonoro de la lluvia. No. Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le
permite.
Así lo soñó usted tal vez, un día, allá, aferrado a la almohada
confidente de su cama, en la casita del patio con geranios y malvones, alguna
de esas noches de verano cuando el calor aprieta y el sueño viene:
Ya está el mago de varita presta. Ya está el ilusionista
sutil que hace creer en cosas que no existen y miente que en el dorso de su
mano se ocultan pañuelos, palomas y barajas. Está en el medio de la cancha y su
eterna enamorada, la pelota, parece que se ha ido y está inmóvil, simula
emprender vuelo y no se aleja, o bien hace creer que se le escapa pero vuelve
bajo la presión apenas ruda de la suela. Ahora el estadio enmudece, el mago
muestra el juego. El Monito arranca y empieza el toque, el pelotazo sabio, el
amague que argumenta una cosa y dice otra. De la zurda precisa del insider
brotan conejos, luces multicolores, toques lujosos, las dos cortas sabidas y
una larga, la cabeza alta, el ojo inquieto. El público se deleita. Ya la metió
de nuevo bajo el pie, la mostró, “ahí la tenés, es tuya” ha dicho, pero no está
más, la sacó, la puso en otro lado, la cambió de lugar, la amarreteó de nuevo.
Allá está el compañero, el wing derecho, no lo ha visto, pero gira y le pone el
pelotazo desde cuarenta metros, en el pecho. Sólo faltan los clarines, los
clarines, las fanfarrias, el galope incesante de los corceles blancos girando
en torno de la cancha y las ecuyères de pie sobre sus ancas.
Así lo soñó usted, tal vez, un día, Monito. Ya el
espectáculo termina y, a pesar de la magia del insider, a pesar de sus moñas y
regates, pibe, a pesar de las cuatro pelotas de gol que usted puso en los pies
del centrofoward, el partido se agosta en la chatura aburrida del empate. Pero
faltaba, nomás, la carcajada. El cierre magistral, la pincelada justa que el
artista deposita por fin sobre la tela e ilumina el azul, aviva grises y
ruboriza la macilencia de los sepias. Faltaba nomás, la carcajada. Ese balón
que llega de atrás, como un balazo. El pecho receptor del entreala tan afecto a
refrenar, mullido, el rebote previsto de la bola. Ya empieza la danza, el giro
sobre un pie para enfrenta el arco y el resbalar mansamente de la globa del
pecho a la rodilla y de allí al suelo. Allí, en la temible ferocidad del área,
allí, donde la puerta de las dieciocho se convierte en muralla pertrechada,
donde hay piernas, codos, tapones alevosos y guadaña, allí la puso en el piso
el entreala. Allí, en esa media luna, en lo que algunos llaman la empanada,
allí donde uno se olvida de la novia, del primer amor, de lo aprendido en la escuela,
de la Vieja, “vení conmigo” le dijo el Monito a su amiga del alma. Y se metió
en el área con pelota dominada.
No sé si hubo un caño o fueron cuatro. Quebró la cintura,
pisó el cuero, pareció en un momento que pateaba, se le vinieron dos, se cerró
el cuatro pero el Monito la llevaba atada.
Tal vez ya no me acuerdo, decime vos si miento, pero quedó
frente al arquero y la puso en un rincón, de cachetada. No el cachetazo mordaz,
el del reproche, sino el empujón cordial, el que te aprueba, la palmada que se
le da a un pibe y se le dice “cruzá que yo te miro”. La pelota entró pidiendo
permiso y ni tocó la red de puro cauta. Luego, el pibe se fue hasta su tribuna
y adentro de su puño apretó el gol, lo abrió de golpe y fue otra vez paloma y
carcajada.
Llore Monito. Así lo soñó usted tal vez un día, en la casa
de malvones y geranios del barrio Arroyito. Y se quedó en sueño nomás, no se
dio nunca.
—¡Tan bueno que parecía de purrete! Nunca llegó a jugar ni
en la tercera. Y en el equipo que se arma en la oficina a veces lo ponen un
rato y otras, nada. Está gordo, pibe, algo pelado. Y me han dicho que ni va a
la cancha.
Roberto Fontanarrosa.
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