Ulpidio
Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por
el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que
te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien
te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el
porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en
la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas
curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio
Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a
bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.
Aroma
de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San
Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél
que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de
mirar por la ventana.
Ulpidio
Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y
Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde cuando
algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.
Rezan
de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el
caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido
por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por
trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo".
¡Qué te
iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas
animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo
en el meñique.
Pero
eran dos los Vega, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro
que también trabajó en el frigorífico.
Y por
si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega
Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De
negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero,
como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó
una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era
una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y
que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de
tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de
perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio
Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina
aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué
oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y
tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una
perdida!
Tiempo
estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin
palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del
bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez
saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los
amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la
casa, desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara
los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo.
La vieja.
"Si
no te mato" se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan "sólo es por
ella". "Si no te enfrío" le contestaba Juan, que no era lerdo
"es por la vieja".
Y así
andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y
encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labia, de sus promesas
vanas, de sus mañas.
Y no se
pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito.
Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al
fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era juego.
Ulpidio
peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna
sobre el filo helado del acero!
Y Juan,
Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení
vos!" se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta
el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo
negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez, fue esa mágica intuición
de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se
oyó de su boca, una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso
sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el
aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo
demás, frate mío, ni te cuento.
A
Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le
sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los
vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía
perdón a gritos.
A
Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a
chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído de "El Mundo ha vivido equivocado". Ed. Planeta 2012. Ed. De La Flor 1982.
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