Siempre que voy a emprender un
largo viaje recuerdo algunas cosas mías
de cuando todavía no soñaba con
escribir novelas de madrugada ni subir a
los aviones ni dormir en hoteles lejanos.
Esas imágenes van y vienen como una
hamaca vacía: mi primera novia y mi
primer gol. Mi primera novia era una
chica de pelo muy negro, tímida, que
ahora estará casada y tendrá hijos en
edad de rocanrol. Fue con ella que hice
por primera vez el amor, un lunes de
1958, a la hora de la siesta, en una fila
de butacas rotas de un cine vacío.
Antes de llegar a eso, otro día de
invierno, su madre nos sorprendió en la
penumbra de la boletería con la ropa
desabrochada y ahí nomás le pegó dos
bofetadas que todavía me suenan,
lejanas y dolorosas, en el eco de
aquellos años de frondicismo y
resistencia peronista. Su padre era un
tipo sin pelo, de pocas pulgas, que
masticaba cigarros y me saludaba de
mal humor porque ya tenía bastantes
problemas con otra hija que volvía al
amanecer y en coche ajeno. Mi novia y
yo teníamos quince años. Al caer la
tarde, como el cine no daba función, nos
sentábamos en la plaza y nos hacíamos
mimos hasta que aparecía el vigilante de
la esquina.
No había gran cosa para divertirse
en aquel pueblo. Las calles eran de
tierra y para ver el asfalto había que
salir hasta la ruta que corría recta, entre
bardas y chacras, desde General Roca
hasta Neuquén. Cualquier cosa que
llegara de Buenos Aires se convertía en
un acontecimiento. Eran treinta y seis
horas de tren o un avión semanal
carísimo y peligroso, de manera que
solo recuerdo la visita de un boxeador
en decadencia que fue a Roca, al equipo
de Banfield, que llegó exhausto a
Neuquén y a unos tipos que se hacían
pasar por el trío Los Panchos y llenaban
el salón de fiestas del club Cipolletti.
Los diarios de la Capital tardaban tres
días en llegar y no había ni una sola
librería ni un lugar donde escuchar
música o representar teatro. Recuerdo
un club de fotógrafos aficionados y la
banda del regimiento que una vez por
mes venía a tocarle retretas a la patria.
Entonces solo quedaban el fútbol y las
carreras de motos, que empezaban a
ponerse de moda.
Cuando su madre le dio aquella
bofetada a mi novia, yo estaba en la
Escuela Industrial y todavía no había
convertido mi primer gol. Jugaba en una
de esas canchitas hechas por los chicos
del barrio, y de vez en cuando acertaba
a meterla en el arco, pero esos goles no
contaban porque todos pensábamos
hacer otros mejores, con público y con
nuestras novias temblando de
admiración. Con toda seguridad éramos
terriblemente machistas porque
crecíamos en un tiempo y en un mundo
que eran así sin cuestionarse. Un mundo
de milicos levantiscos y jerarquías
consagradas, de varones prostibularios y
chicas hacendosas, sobre el que pronto
iba a caer como un aluvión el furioso
jolgorio de los años sesenta.
Pero a fines de los cincuenta
queríamos madurar pronto y triunfar en
alguna cosa viril y estúpida como las
carreras de motos o los partidos de
fútbol. Yo me di varios coscorrones
antes de convencerme de que no tenía
ningún talento para las pistas. Mi padre
solía acompañarme para tocar el
carburador o calibrar el encendido de la
Tehuelche, pero mi madre sufría
demasiado y a mí las curvas y los
rebajes me dejaban frío. La pelota era
otra cosa: yo tenía la impresión de
ganarme unos segundos en el cielo cada
vez que entraba al área y me iba entre
dos desesperados que presumían de
carniceros y asesinos. Me acuerdo de un
número dos viejo como de veintiséis
años, de vincha y medalla de la Virgen,
que para asustar a los delanteros les
contaba que debía una muerte en la
provincia de La Pampa.
Lo recuerdo con cierto cariño,
aunque me arruinó una pierna, porque
era él quien me marcaba el día que hice
mi primer gol. Pegaba tanto el tipo, y
con tanto entusiasmo que, como al
legendario Rubén Marino Navarro, lo
llamaban Hacha Brava. Jugaba
inamovible en la Selección del Alto
Valle y en ese lugar y en aquellos años
eran pocos los árbitros que arriesgaban
la vida por una expulsión.
Mi novia no iba a los partidos.
Estudiaba para maestra y todavía la veo
con el guardapolvo a la salida del
colegio, buscándome con la mirada. Un
día que mis padres estaban de viaje le
exigí que viniera a casa, pero todo fue
un fracaso con llantos, reproches y
enojos. Tal vez leerá estas líneas y
recordará el perfume de las manzanas de
marzo, su miedo y mi torpeza inaudita.
Por un par de meses, antes de que yo
la conociera, ella había sido la novia de
nuestro zaguero central y alguien me dijo
que el tipo se vanagloriaba de haberle
puesto una mano debajo de la blusa. Eso
me lo hacía insoportable. Tan celoso
estaba de aquella imagen del pasado que
casi dejé de saludarlo. El chico era alto,
bastante flaco y pateaba como un
caballo. Yo me mordía los labios, allá
arriba, en la soledad del número nueve,
cuando me fauleaban y él se llevaba la
gloria del tiro libre puesto en un ángulo
como un cañonazo. Si lo nombro hoy,
todavía receloso, es porque participó de
aquella victoria memorable y porque,
sin su gol, el mío no habría tenido la
gloria que tiene.
Mi novia admitía haberlo besado,
pero negaba que el odioso personaje le
hubiera puesto la mano en el escote. A
veces yo me resignaba a creerle y otras
sentía como si una aguja me atravesara
las tripas. Escuchábamos a Billy Cafaro
y quizás a Eddie Pequenino pero yo no
iba a bailar porque eso me parecía cosa
de blandos. En realidad nunca me animé
y si más tarde, ya en Tandil, caí en algún
asalto o en una fiesta del club
Independiente, fue porque estaba
completamente borracho y perseguía a
una rubia inabordable.
Pasábamos el tiempo en el cine,
acariciándonos por debajo del tapado
que nos cubría las piernas, y creíamos
que su padre no se enteraba. Tal vez era
así: andaba inclinado, ausente,
masticando el charuto apagado,
neurótico por el humo y el calor de la
cabina de proyección. Pero la madre no
nos sacaba el ojo de encima y aquella
desgraciada tarde de invierno irrumpió
en la boletería y empezó a darle de
cachetadas a mi novia.
Después supe que hacíamos el amor
todos los días, pero en aquel entonces
suponía que había una sola manera
posible y que, si ella la aceptaba, el más
glorioso momento de la existencia
habría ocurrido al fin. Y ese instante, en
una vida vulgar, solo es comparable a
otro instante, cuando la pelota entra en
un arco de verdad por primera vez, y no
hay Dios más feliz que ese tipo que
festeja con los brazos abiertos
gritándole al cielo.
Ese tipo, hace treinta años, soy yo.
Todavía voy, en un eterno replay, a
buscar los abrazos y escucho en sordina
el ruido de la tribuna. Sé que estas
confesiones contribuyen a mi
desprestigio en la alta torre de los
escritores, pero ahí sigo, al acecho entre
el cinco que me empuja y Hacha Brava
que me agarra de la camiseta mientras
estamos empatados y un wing de jopo a
la brillantina tira un centro rasante, al
montón, a lo que pase. Se me ha cortado
la respiración pero estoy lúcido y frío
como un asesino a sueldo. Nuestro
zaguero central acaba de empatar con un
terrible disparo de treinta metros que he
festejado sin abrazarlo y en este
contragolpe, casi sobre el final, intuyo
secretamente que mi vida cambiará para
siempre.
El miedo de perderme en la maraña
de piernas, en el infierno de gritos y
codazos, ya pasó. El diez, que es un
veterano de mil batallas, llega en
diagonal y pifia porque la pierna
derecha solo le sirve para tenerse
parado. Inexorablemente, ese gesto
fallido descoloca a toda la defensa y la
pelota sale dando vueltas a espaldas del
cinco que gira desesperado para
empujarla al córner. Entonces aparezco
yo, como el muchachito de la película,
ahuecando el pie para que el tiro no se
levante y le pego fuerte, cruzado, y
aunque parezca mentira aquella imagen
todavía perdura en mí, cualquiera sea el
hotel donde esté.
Igual que la otra, a la hora de la
siesta, en una butaca rota del cine
desierto. Nos besamos y sin buscarlo,
porque las cachetadas todavía le arden
en la cara, mi primera novia se
abandona por fin y me recibe mientras
sus pechos que alguna vez consintieron
la caricia de nuestro despreciable
zaguero central tiritan y trotan, brincan y
broncan, hoy que nuestras vidas están
junto a otros y mi hotel queda tan lejos
del suyo.
Osvaldo Soriano.
Recopilado en el libro "Arqueros, ilusionistas y goleadores, Seix Barral 2014
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