El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la
idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en
todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso,
con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser,sería, y que si
no, era inútil gastar pólvora en chimangos.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíosy primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíosy primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El los dejó. Un poco por esa resignación que era tan suya. Y
otro poco porque a veces, en sus días tristes, sospechaba que tal vez fuese
mejor así, que la cadena de afectos inexplicables se cortase con él, sin
involucrar a su hijo. Que tal vez el chico terminase siendo más feliz siendo
hincha de algún grande, saliendo campeón de vez en cuando, viendo la cancha
llena, comprando El Gráfico con su ídolo en la tapa. Si al fin y al cabo él venía
sufriendo hacía… ¿cuánto? Más de veinte años desde aquel campeonato. Y después
la debacle. Hasta el descenso había tenido que sufrir, hasta el descenso. Y a
la vuelta, la desilusión grande del 94. Justo en la última fecha, será de Dios,
en la última fecha. Si faltaba tan poquito, un empate y listo. Pero ni
siquiera.
Por eso, seguramente, aceptó con entereza que Raulito, desde
los nueve, más o menos, empezase a decir que era de River, «como el tío Hugo»;
aunque en el fondo más recóndito de su ser, él sintiese sinceros deseos de
pasar al «tío Hugo», lenta, dulcemente, por la picadora de carne y la máquina
de hacer chorizos.
Es que, a solas consigo mismo, en el resto de los días,
sabía que era todo grupo. Que le hubiese encantado que Raulito saliese de los
suyos. Que ahora que ya tenía trece, ahora que era todo un hombrecito, habría
sido lindo ir juntos a la cancha. A la tarde, tempranito, en el tren y el 118,
hablando de bueyes perdidos, mirando el partido de tercera acodados en el
escalón de arriba, dejando pasar la vida.
Pero igual no cambiaba de idea. No señor. Que si tenía que
ser que fuese, y si no, no. Igual, y por si acaso, cultivó su propia planta de
leyendas mentirosas, como para mantener viva su persistente esperanza. Y aunque
le daba un poco de vergüenza comparar al equipo del 73 con la Selección del 86,
igual seguía adelante, envalentonado en su propia pirotecnia falaz, enternecido
en la admiración dibujada en los ojos del Raulito.
Esa tarde, la inolvidable, la definitiva, empezó como todas,
con el mate y la radio en la mesita de hierro del patio. El padre decidió
prevenirlo de entrada:
–Mira, Raulito, que hoy juegan contra nosotros. El hijo lo
miró con curiosidad.
–¿Y qué problema hay, pa?
El padre, feliz en la sencillez del chico, terminó
sonriendo:
–Tenés razón, Raulito, ¿qué problema hay?
A los veinte minutos penal para River. El chico lo miró al
padre, como dudando. El lo tranquilizó, a pesar de sí mismo:
–Gritálo tranquilo, Raulito. Eso sí: si después hay un gol
nuestro, no te enojéssi yo lo grito.
–No, papá, si no me enojo –le aclaró, muy serio. Después
gritó el gol, perono mucho. Fue un grito breve, un poco tímido. El padre lo
palmeó.
–No seas tonto, Raúl, gritálo todo lo que quieras.
–Así está bien, pa –fue toda su respuesta. Al rato vino el
dos a cero. Ahí el chico lo miró primero, y después dio un par de aplausos, y
eso fue todo.
–Che, ¿qué clase de hincha sos vos? ¿Así te enseñó tu tío
Hugo a gritar los goles?
–No pa, él los grita como loco. Como vos, los grita.
–Y entonces gritá tranquilo, hijo. –Y después añadió, con un
guiño:– Ojo que en el segundo tiempo capaz que grito yo, ¿eh?
Se sentía en paz, dueño de una felicidad sencilla y robusta.
Casi ni se acordaba de que iban perdiendo. Empezaba a pensar que tal vez no
fuese tan terrible que su hijo fuese de River. A lo mejor iban a poder ir a la
cancha igual, turnándose un domingo cada uno, si el fixture ayudaba.
El segundo tiempo siguió por el trillado sendero de la
tragedia. Un contraataque y tres a cero. El pibe ni siquiera hizo un gesto
cuando el relator vociferó la novedad a voz en cuello.
–Che, Raulito, ¿estás dormido, vos? –El padre lo palmeó con
afecto.
–No, papi. –Zarandeaba las piernas cruzadas debajo del
asiento, y tenía los dedos cruzados en el regazo, como cuando pensaba en cosas
complicadas.
Luego aventuró:
– No sé, me da un poco de lástima.
El padre se rió con ganas.
–Dejáte de jorobar, Raúl, y disfrutálo. Total, un partido
más, uno menos…Aparte, cuidado, pibe –bromeó–, mirá que a lo mejor todavía se
lo empatamos.
Para colmo, y como dándole la razón, al ratito vino el tres
a uno. El padre lanzó un gritito contenido, tenso, como el que habrían dado los
jugadores, saludándose apenas entre ellos, disputándole la pelota a un arquero
con ganas de enfriar la cosa, corriendo hacia el medio campo para ganar tiempo.
El hijo lo miró sin tristeza. Cuando sus ojos se cruzaron, ambos sonrieron.
–Te dije, pibe, ojo con nosotros. Mirá que somos bravos.
Por lo que decían en la radio, el partido se estaba poniendo
bueno.
–Escuchá, Raulito, escuchá: los tenemos en un arco.
Pero el aviso era inútil. El chico seguía el relato
concentrado, serio.
Acompañaba las jugadas trascendentes con patadas en el aire,
como jugando él también su parte del asunto. El padre sonrió. Cómo son los
pibes. Se posesionan de tal modo que se sienten ellos mismos protagonistas del
partido. En realidad, no sólo los pibes: un par de semanas atrás él mismo había
hecho trizas el termo en un esfuerzo supremo por despejar al córner un disparo
bajo que iba a sobrar fatalmente al arquero.
A los treinta, más o menos, tiro de esquina sobre el área de
River. El chicoseguía enchufadísimo. Hasta balanceaba ligeramente el cuerpo de
un lado a otro, como todo buen cabeceador, esperando el momento de correr un
par de metros y madrugar al marcador y pegar el salto y conectar el frentazo.
Pero había algo que al padre no le cerraba, algo en el modo en que estaba
parado, algo en la expresión de sus ojos negros.
El corazón le dio un vuelco cuando comprendió: el pibe se
estaba perfilando de atacante, no de zaguero. El movimiento era para zafarse de
algún marcador pegajoso, los ojos tenían el fuego de vení bola vení que te
mando a guardar. El brazo derecho se alzaba en el gesto que se le hace al siete
de ponéla acá, justito acá por lo que más quieras.
El relato se suspendió en una nota aguda, una de esas notas
que se alargan, que perduran en el aire, mientras el relator decide si tiene
que gritar o decir que pasó cerca. Igual no hizo falta, porque la hinchada,
detrás de ese arco, lo gritó primero, y el relator en todo caso se encaramó
después a ese alarido. El padre lo gritó con ganas, entusiasmado. Tres a uno es
una cosa. Pero tres a dos es otra bien distinta, y entonces…
Tuvo que interrumpirse de golpe en sus divagaciones. Porque
a sus pies, al costado de la mesita, de rodillas, de cara al cielo, gritando
como si lo estuviesen desollando, con los brazos extendidos y las palmas
abiertas, mezclando los chillidos de su voz de nene y los ronquidos incipientes
de su madurez en ciernes, estaba el pibe, el pibe ya sin vueltas, ya sin chance
alguna de retorno, ya inoculado para siempre con el veneno dulce del amor
perpetuo, ya ajeno para siempre a cualquier otra camiseta, más allá de
cualquier dolor y de todas las glorias, dando al cielo el primer alarido franco
de su vida.
El padre se lo quedó mirando, impávido, hasta que el pibe se
quedó sin voz y volvió a sentarse. Tuvo miedo de pronunciar palabra, como si
cualquier cosa que dijese conllevara el riesgo de destruir ese hechizo de
epopeya. El pibe, igual, no lo miraba. Estaba ciego a cualquier cosa que no
fuese esa cancha, ese arco de sus desdichas, ese reloj fugaz y traicionero, ese
relato interminable de centros llovidos al área y despejes agónicos. Sobre todo
eso el padre pensó después, porque en ese momento, agobiado en la constatación
de su pequeño milagro íntimo, apenas le quedaba tiempo de mirarlo al pibe, de
comérselo con los ojos, de grabárselo para siempre en el recoveco más recóndito
de su alma.
En eso estaba cuando, ya en el descuento, River jugó mal al
off–side y el nueve se escapó con pelota dominada. El relato radial se trepó de
nuevo a uno de esos agudos oraculares. El pibe se puso de pie, incapaz ya de
tolerar la tensión de la jugada. Con el rugido de la hinchada de fondo, padre e
hijo contuvieron el aliento, con el alma pendiendo de ese nueve que entraba al
área a liquidar el pleito, que punteaba la pelota por encima del arquero,
buscando el segundo palo. El relato se cortó de pronto, y cuando continuó ya lo
hizo en un tono menor, para explicar lo inexplicable: la pelota besando el
travesaño y yendo a morir al techo de la red, ya inútil, ya sin sentido, ya con
el arbitro pitando el final.
El padre se volvió a mirarlo. El chico estaba rojo de la
bronca, con los ojos muy abiertos de tan incrédulos, con los puños apretados de
impotencia. Pensó primero en decir algo, como para tratar de mitigar ese dolor
en carne viva. Pero lo disuadió la certeza de que era mejor así, porque así
eran siempre las cosas, y las cosas no podían estar mal, si así eran siempre.
Los labios del chico se torcieron en una ueca, y por fin se lanzó en un llanto
desbocado. Ya era grande. Lo suficiente como para querer llorar a solas. Por
eso se levantó de pronto y corrió hasta su pieza. El padre escuchó el portazo,
y no necesitó verlo para saberlo derrumbado sobre su cama, confuso, dolido,
ignorante de qué debe hacer uno con el dolor y con la rabia.
El padre lo supo llorando a mares, y se regocijó en esas
lágrimas. Porque uno puede decir que es de muchos cuadros. Uno puede cambiar de
idea varias veces.Sobre todo si abundan los tíos y los primos grandes,
dispuestos a comprar con pelotas y camisetas la fidelidad de un corazón novato.
Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay
vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las
lágrimas. Porque cuando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible
en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una
cosa: con ganar el domingo que viene. De manera que asunto concluido.
La suerte está echada. Nosotros acá, el resto enfrente.
Algunos más amigos, otros menos. Pero de este lado nosotros, los de acá,los que
no tenemos en común, tal vez, victoria alguna, pero que compartimos las
lágrimas de un montón de derrotas.
Cuando su mujer salió al patio, extrañada de que su marido
siguiese al sereno en el atardecer frío del otoño, lo encontró llorando a él
también, pero unas lágrimas gordas, densas, de esas que abren surcos pegajosos
en su camino, de esas que uno llora cuando está demasiado feliz como para
sencillamente reírse.
–¿Se puede saber qué les pasa? –preguntó la mujer,
confundida. El la miró, sin preocuparse siquiera de ocultar sus lágrimas–: Hace
rato que el Raulito entró a su pieza y dio un portazo, y me dice que no quiere
que entre, y se lo escucha llorar y llorar como loco. Y ahora salgo y te veo a
vos también moqueando. ¿Me querés explicar qué cuernos pasa?
El hombre la consideró con benevolencia. ¿Qué otra cosa
podía hacer? ¿Intentar explicarle? ¿Cómo? Se conformó con mirarla, mientras
seguía sintiendo el fluir del tiempo en el gotero de cristal de ese momento
indestructible.
–Seguro que le ganaron a River y vos lo cachaste al chico,
¿no? Seguro que te la agarraste con el nene, ¿no? –Ella lo miraba con gesto de
severo reproche.– Semejante grandulón, ¿no te da vergüenza?
–No, Graciela, no le hice nada. Si River ganó tres a dos.
Al chico no le dije nada, te juro –respondió con calma,
desde la cima de su paz reconquistada.
–Pero entonces no entiendo nada. ¿Me decís que ganó River, y
el nene está llorando como loco encerrado en la pieza?
–Sí, Graciela. Ganó River. Pero el pibe no es de River,
Graciela.
Y se sintió reconciliado con la vida, eufórico, agradecido,
emocionado; dueño legítimo y absoluto de las palabras que iba a pronunciar.
Después se incorporó, porque cosas así se dicen de parado:
– Lo que pasa es que el Raulito es de Huracán, Graciela. ¡De
Huracán!
Eduardo Sacheri.
Extraído de "Esperándolo a Tito y otros cuentos de fútbol". Ed. Galerna. 2000
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