Rubén Cuenca había anotado un golazo, pase filtrado que tomó, enganchó y la coloco al lado del palo. Salió corriendo a festejar su gol. Se sacó la camiseta y no pensó en la amonestación. Era su gol. EL GOL. Con ese gol sobre el final, se metían en primera después de tantos años frustraciones, cargadas y humillaciones. Después de remarla en ese octogonal de la muerte. Era la resurrección del club. Eso significaba ese gol, ser ídolo del equipo. Ser recordado por años y años. El bronce de los próceres. La demostración a esos infelices de primera que lo dejaron libre tantas veces. Era la consagración.
Vinieron los
compañeros a abrazarlo, a palmearlo a felicitarlo. El estadio se derrumbaba de
la emoción. Empezaron a corear su nombre. De pronto se escuchó un grito que
decía “no”. La tribuna estalló en insultos. Sus compañeros fueron a increpar al
juez de línea. Rubén no entendía nada. Quedo aletargado, como atrapado entre
dos realidades. Hasta que de refilón vio como el juez de línea tenía la bandera
levantada. Impávido mantenía su postura el linesman, ante las protestas e
improperios de los jugadores.
Cuenca con el
torso desnudo cayó de rodillas sin poder creerlo. Ya todo el equipo y parte del
cuerpo técnico rodaba al juez de línea que se aguantaba todo. Desde las
tribunas empezó a diluviar todo tipo de objeto. Rubén se levantó, agarró su
camiseta y también fue al tumulto a reclamar por qué no le cobraron el gol. Un
gol legitimo según se pudo ver, luego, en la repetición por televisión. El
árbitro vino a poner orden, expulsando a dos compañeros y amonestando a Cuenca
por estar en cuero a los gritos. La cosa no terminó ahí porque al momento de
mostrarle la amarilla, el jugador le estampó terrible cachetaz. El sonido se
escuchó en cada rincón del estadio. Como si todos se hubiesen callado adrede en
ese preciso momento. El árbitro, como si fuese un robot, sacó la roja y chau.
El equipo terminó
perdiendo en tiempo adicional y chau octogonal. Otro año más en el averno del
ascenso. Otra temporada en esa maldición llamada Nacional B. Pensar que
Deportivo San Antonio había hecho temporadas históricas en primera. Si hasta la
Libertadores había jugado en tres ocasiones. Pero una vez que descendió, nunca
más supo volver. De ídolo a enemigo. La tribuna empezó a insultarlo. Rubén se
fue llorando de impotencia hacia los vestuarios. Cuando pudo ver por la tele
que no había sido fuera de juego, estalló. Pateo sillas, golpeó las paredes
hasta hacerse sangrar los puños. Sus compañeros de equipo trataron de calmarlo,
pero fue en vano.
Pasaron los días
y la bronca continuaba. Lo peor vino después: sanción de la AFA de 3 meses sin
poder jugar. Sobre llovido mojado: el club, otro más, lo dejó libre. Rubén Cuenca
empezó a pensar que el futbol no era para él. Pero luego recalculo: él no era
para el futbol. Pasaron los meses, no había equipos que se interesaran en él.
Su estado físico iba mermando terreno ante el sobrepeso. Los pocos ahorros que
se había hecho como jugador ya se habían esfumado. Para colmo de males, se
separó de la mujer, porque Rubén había dejado de ser Rubén desde el momento en
el que el juez de línea levanto esa maldita bandera. Se había vuelto taciturno, malhumorado,
irascible. No se aguantaba ni él, mucho menos la mujer. Así es, nuevamente se
quedó solo, como aquella tarde en la que no le dieron un gol legítimo.
Así empezó a
odiar el futbol, a rechazarlo por completo. Ni por la televisión ni por la
radio quería escuchar de ese maldito deporte. Deporte injusto, manejado por
gente del mal. Pero había algo que lo molestaba más: escuchar un grito de gol.
Con decirles que ya retirado y como chofer de un remis, chocó su 504 contra un
VW Gol. El choque fue lo de menos, lo posterior fue lo grave. Se bajó con fierro
y reventó al pobre auto de la marca alemana. Uno cuenta eso, porque Ruben en la
calle tuvo múltiples choques, en todos solo se bajó del auto, intercambió datos
de seguro y nada más. Pero con el incidente con el gol, le había movido la
estructura psicológica.
Solo, con dolor,
bronca y odio Rubén pasaba sus días pensando en cómo vengarse del fútbol. Pero
no una venganza cualquiera. Algo grande, algo que mate al futbol, que lo deje
sin fuerzas. Y eso era el gol, no marcarlos, sino gritarlos, festejarlos. Eso era
lo más lindo del futbol, lo que mantenía con vida a pesar que todos sabían que
el deporte es un mero negocio. No hay nada más bello que gritar un gol y
abrazarse en la tribuna. Algunos especialistas lo comparan con un orgasmo. Y lo
es, sin el orgasmo el sexo no sería nada. En el futbol sin el grito de gol, pasaría
lo mismo ¿Cómo hacerlo? ¿y más estando solo en esta cruzada? ¿Recurrir a una
bruja? ¿A la magia? Nada de eso, pensó Rubén mientras sonreía.
Si la fe mueve
montañas, la venganza mueve volcanes. Rubén tenía todo el tiempo del mundo para
llevar a cabo su venganza, para erradicar la felicidad del futbol. El nuevo
milenio todavía no había empezado, él solo tenía 26 años, podría dedicarse todo
el resto de su vida a fraguar la venganza contra tan noble deporte y acallar
los gritos. Rubén empezó la facultad, laburaba y le metía con todo a la carrera
de programación. Él sabía que ni el mal, o un pacto demoniaco o cualquier otra
barrabasada iban a funcionar, lo único que iba a surgir efecto era la tecnología.
Lo intuía. Su venganza lo percibía.
A lo largo del
tiempo se recibió de ingeniero, mientras montaba su pequeña empresa de
tecnología. Más tarde logró el posgrado, la maestría en Ciencia de Datos. La
sociedad que había construido creció hasta transformarse en la más grande de
Argentina. Distintos proyectos informáticos de los más grandes del país pasaban
por sus manos: organismos de gobierno, multinacionales, casi logro un
monopolio. Luego de años, su empresa ya era la más grande de Latinoamérica.
Llegaba la hora de concretar su venganza: acallar los goles.
El conocimiento
da riqueza, y la riqueza contactos. Fue en un software contable que desarrollo
para la CONMEBOL donde se relacionó con todo tipo de dirigentes, tanto de la
Confederación Sudamericana, como con las del resto del mundo. Hasta que llegó a
entablar relaciones con la FIFA. Todos estos años le habían dado la capacidad
de poder manejar a su antojo el accionar de su venganza: había diseñado un
software, que, mediante un circuito de cámaras y chips en la pelota y
jugadores, monitoreaban constantemente las jugadas. Las estadísticas de los
equipos que participaron, obviamente en silencio, arrojaron como resultado que
el 70% de los goles deberían ser invalidados por infracciones previas o por
fuera de juego. Con ello no lograría erradicar el grito de gol tan ansiado,
pero le daba una estocada de muerte al futbol: antes de gritar casi cualquier
gol, había que esperar el visto bueno del árbitro y el de la máquina.
Presentó dicho
proyecto en la FIFA en el 2015. Lo atendió un suizo, que pareció bastante
interesado, más viniendo de un ex jugador que sabía de lo que hablaba. Mientras
Roberto Cuenca explicaba las bondades del “sistema veedor de goles”—tal como lo
bautizó Cuenca— el dirigente de alto rango de la FIFA parecía interesarse cada
vez más. Luego programaron otra reunión, ya con el sector de tecnología
aplicada al futbol de la máxima autoridad del futbol. Todo transcurría sobre
ruedas, el proyecto avanzaba cada vez más. Finalmente, Cuenca entrego todo el
proyecto en una presentación con el mismísimo presidente de la FIFA, en donde
había miembros de la UEFA, AFC, CONMEBOL, entre otras Confederaciones.
Pero un buen día la FIFA no le respondió más los mails. Tampoco el teléfono. Los días se transformaron en meses. Rubén estaba descolocado, no sabía que había pasado. Incluso fue varias veces a Ginebra, pero no tuvo suerte, le ponían cualquier pretexto para no atenderlo. Durante meses y meses, Rubén Cuenca pensaba y pensaba en lo que había hecho mal, si el proyecto no les gusto o se “avivaron” que con eso iban a arruinar el fútbol. Hasta que un buen día, en el 2016, la FIFA presentó el VAR. El concepto, la logística… todo era igual a lo creado por Rubén. Cuando se enteró de tal funesta noticia, estalló en ira, empezó a romper todo lo que tenía en su lujoso escritorio. Revoleo cosas por la ventana de su edificio en Puerto Madero, hasta que la policía se lo llevo detenido. Más tarde fue internado en un neuropsiquiarico. Su empresa fue tomada por otros socios, y él en la más completa miseria. Hace un par de años le dieron el alta. Hoy por hoy, está solo en una pensión, cuando se enteró que para este mundial debutaba el offside automático, Rubén solo masculló bronca, se sentó en su silla de plástico en el kiosquito que atiende y suspiro profundo. Hay quienes dicen que Rubén Cuenca está planeando una venganza en contra de todos los corruptos de la FIFA. Otros que han hablado con él, dicen que ya está, que al futbol lo van a matar los dirigentes. El tiempo dirá.
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