Sabía que me ibas a traer literatura
rusa, estaba seguro, pero lo que más te
agradezco es el dulce de membrillo.
¡Qué panzada me voy a dar! Decime, ¿de
dónde lo sacaste? De Chez Fauchon,
claro… Ganaste la lotería o te estás
patinando por anticipado los derechos
de autor de mis memorias.
¡Atorrante! Te llevás el cincuenta por ciento, pero el cuentito lo pongo yo, el que vivió estas historias es este cuerpo que ahora arrastran las enfermeras en una silla de ruedas. ¿Ya arreglaste con alguna editorial? Elegí bien, guarda con los ladrones, no vayas a lo de Willy Sonchável Lerrus que es el editor más tacaño del mundo, menos a lo de Henri Piquete que te afana hasta el encendedor. No aceptes más de cinco años de contrato ni les regales derechos de cine o de tele, acordate lo que le pasó al pobre Dostoyevski…
¡Atorrante! Te llevás el cincuenta por ciento, pero el cuentito lo pongo yo, el que vivió estas historias es este cuerpo que ahora arrastran las enfermeras en una silla de ruedas. ¿Ya arreglaste con alguna editorial? Elegí bien, guarda con los ladrones, no vayas a lo de Willy Sonchável Lerrus que es el editor más tacaño del mundo, menos a lo de Henri Piquete que te afana hasta el encendedor. No aceptes más de cinco años de contrato ni les regales derechos de cine o de tele, acordate lo que le pasó al pobre Dostoyevski…
¿Dónde quedamos el otro día? Ah,
sí, el día que me sacaron del campo de
reeducación y al llegar a Moscú me
esperaban Karamezov, el entrenador del
Dínamo, y Tarmanowsky, el arquero
manco. Tenían que jugar el último
partido del campeonato con el Estrella
Roja, el club del ejército, y si no
ganaban se iban al descenso. Imagínate:
me dijeron que en una de esas en el
estadio iba a estar el Padrecito Stalin en
persona, el Hombre de Hierro, heredero
de Lenin, conductor del proletariado
internacional, mariscal de mariscales,
victorioso en Stalingrado. Aunque todos
los jugadores eran lisiados de guerra
había que hacer un buen partido porque
si el tipo se ponía de mal humor con un
solo gesto te despachaba a los Urales a
romper piedras con los dientes.
El problema era que nadie sabía si
el camarada era hincha del Dínamo o
del Estrella Roja, así que no había
manera de hacer trampa dejándose
ganar. En ese tiempo, la obra de
Dostoyevski estaba prohibida en toda la
URSS por pesimista y descreída, mal
ejemplo para el proletariado. Eso lo
sabías, ¿no? Por eso me trajiste Crimen
y castigo. Hubiera preferido El jugador
porque también yo dejé mucho en la
ruleta. ¿Sabías que Dostoyevski tiene un
monumento en el casino de Baden
Baden? Perdió tanto plata ahí que los
alemanes le hicieron un monumento…
Bueno, como te contaba, no me
preguntaron si quería jugar, me subieron
de prepo a un coche en el que esperaban
Socha y Volpo, los tipos de la KGB que
me habían dado las primeras palizas.
Seguían pensando que yo era el judío de
apellido Levy, como decían los
documentos que me habían dado en
París. Yo ya había aprendido algo de
ruso e insistía en que era argentino,
descendiente de gallegos, pero
enseguida me di cuenta de que eso
tampoco me servía porque Socha sonrió
y dijo: «Más vale que no, todavía
estamos esperando la carne».
No entendí lo que quería decirme.
Tampoco podía sospechar lo que me
esperaba. «Por qué me habré alejado del
barrio», pensé. En el estadio me
tuvieron cuatro días encerrado comiendo
papas y porotos hervidos, entrenando
con los mutilados de guerra. Yo casi era
uno de ellos. Tenía una rajadura en la
frente que cada vez que cabeceaba me
dejaba loco. Una costilla fisurada por
una patada que me habían dado en el
campo de concentración por lavar mal
las cacerolas, así que ni pensar en parar
la pelota con el pecho. Las piernas me
funcionaban más o menos bien y esa era
una gran ventaja respecto de mis
compañeros. Tenía que pensar cómo
darle los pases a cada uno según sus
carencias: al wing derecho le faltaba el
ojo izquierdo, de manera que no vería
nada que le tirara para ese lado. El
centrojás llevaba un corsé en el cuello y
no podía cabecear ni mirar a los
costados. El insider izquierdo, ya te
conté, era rengo y apenas se desplazaba
a los saltos. En cambio, el wing era un
gurrumín medio sordo a causa de una
granada que cayó en su trinchera y tenía
que manejarlo por señas. Tarmanowsky
era manco, pero se defendía bastante
bien. Me tranquilicé un poco cuando me
dijeron que los del Estrella Roja estaban
todavía más estropeados que nosotros
porque venían del frente sur, donde los
alemanes les tiraban con metralla,
granadas y bombas incendiarias. Me
anticiparon que el arquero calzaba botas
ortopédicas y que el back central sufría
amnesia continua, es decir que ni
siquiera sabía qué partido estaba
jugando.
Nunca olvidaré a José Stalin. Bajó a
la cancha antes del partido acompañado
por Beria, el jefe de policía más temido
de todo la historia. El francés Fouché
fue un gran humanista comparado con él.
Stalin esgrimía una sonrisa leve, de
campesino rudo. Era petiso y hablaba
bajo, como todos los noctámbulos. Nos
dio la mano a todos, murmuró unas
palabras imposibles de descifrar y se
fue caminando sin escolta hacia el
palco. ¡Quién hubiera dicho que se había
bajado a toda la vieja guardia de la
Revolución, hecho liquidar a cincuenta
mil oficiales del ejército antes de entrar
en guerra y mandado a matar a Trotski a
su casa de México! De haber sabido eso
yo habría estado seguro de que siempre
simpatizaba con el equipo de la KGB.
Lo que fue el partido te lo voy a
contar otro día. Las tribunas estaban
repletas, llenas de banderas rojas y otras
con los colores de los clubes, que
también eran rojas. A mí me daba
vergüenza caminar tan derecho y me
inventé una renguera para no inclinar
demasiado el partido. Igual tuve que
hacer los goles porque aunque pateara
despacio o apuntara lejos del arco, el
guardameta de los zapatos ortopédicos
se desparramaba al menor movimiento.
Creo que visto sin el drama que tenía
detrás, parecía un partido filmado por la
troupe de Mack Sennett. En el momento
que convertí de cabeza el tercer gol, el
camarada Stalin se puso a aplaudir a los
vencidos y toda la tribuna se puso de pie
e hizo lo mismo. Ponete en mi lugar:
tenía cagados los calzoncillos y me
hacía pis encima, pero Karamezov me
hacía señas de que me quedara
tranquilo, que todo andaba bien.
Íbamos tres a dos con los tres goles
míos pero por las dudas me tiré atrás, al
área nuestra, y no bien tuve la
oportunidad desvié un centro con la
mano para que les dieran un penal.
¡Tonto de mí! Tarde me di cuenta de que
en el palco Beria se agarraba la cabeza,
que Socha y Volpo me gritaban «judío
mercachifle» y cosas peores. Había un
ominoso silencio en las gradas. El referí
parecía Frankenstein de tantas coseduras
que llevaba en la cara y en las piernas.
Mientras contaba los pasos advertí el
odio y el asombro en la cara de
Tarmanowsky: por fin me había
reconocido, estaba seguro de que era yo
quien le había roto la nariz cuando
jugaba en la Juventus. «¡Argentino
canalla!», me gritaba, «¡argentino
degenerado!». Los insultos no me hacían
ni fu ni fa, pero eso de «argentino» me
sonaba a condena.
No sabés cómo atajó el penal. El del
corsé en el cuello se lo tiró alto y al
medio y Tarmanowsky cayéndose de
culo alcanzó a levantar la pelota con el
muñón; provocó uno de esos despelotes
en el área chica en los que no sabés
cómo te llamas ni quién es quién. Como
pude me largué al bulto y de media tijera
la tiré lejos, convencido de que más me
valía que ganáramos el partido. Así fue:
terminamos tres a dos. El Dínamo se
salvó del descenso y Karamezov se nos
desmayó de la emoción o del susto, qué
sé yo.
Lo que siguió lo viví como un
espejismo. Socha y Volpo entraron con
policías de uniforme y me arrastraron
hasta una camioneta que esperaba bajo
la tribuna. Al rato llegó el manco
Tarmanowsky, me escupió en la cara y
se sentó junto al chofer. Dijo: «Es él; se
llama Peregrino Fernández. Argentino y
siniestro enemigo del pueblo». Al
amanecer, un tribunal militar me
condenó a ser ahorcado en la plaza de
armas por sabotaje y alta traición.
Ahora andate que estoy agotado.
Volvé otro día, traeme panqueques de
dulce de leche, y te cuento por qué me
comí ese garrón y cómo hice para zafar
del patíbulo cuando tenía la soga al
cuello.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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