Llevame a tomar un helado al
quiosco de los camilleros y te sigo
contando. Acá en el geriátrico me tratan
bien, no creas, pero a los franceses no
les interesa el fútbol y me aburro porque
no tengo con quién charlar. Fijate que el
médico me habla de rugby, de ciclismo y
yo le digo «Sí doctor, claro, doctor» y a
veces me pongo a dormitar. Es así, con
los ojos entrecerrados, que me veo
joven, con reflectores en los ojos y
músculos de un tigre.
No te imaginas lo rápido que era yo en ese tiempo, en Excursionistas, Tigre; después, en San Lorenzo ya gané experiencia, distancia, inteligencia. Y en Europa, bueno, me comí todos los garrones, cómo iba a saber yo que iba a haber una guerra. Me fui a Torino sin que importara un pito del Duce ni del Führer de Alemania ni del Padrecito de los Pueblos de Rusia, un carajo; yo lo que quería era jugar al fútbol. Claro que siempre andaba con libros porque en mi familia se leía mucho, si hasta me llevé a Italia uno de Roberto Arlt que era el escritor más famoso de entonces. Fijate que todavía me sé una parte de memoria. Unos tipos vuelven del teatro en el último subte y Arlt los describe así: «Un grupo de calaveras a la violeta comentando pantorrillas de bataclanas». ¿Qué tal? Mirá si a vos te saliera una frase así.
No te imaginas lo rápido que era yo en ese tiempo, en Excursionistas, Tigre; después, en San Lorenzo ya gané experiencia, distancia, inteligencia. Y en Europa, bueno, me comí todos los garrones, cómo iba a saber yo que iba a haber una guerra. Me fui a Torino sin que importara un pito del Duce ni del Führer de Alemania ni del Padrecito de los Pueblos de Rusia, un carajo; yo lo que quería era jugar al fútbol. Claro que siempre andaba con libros porque en mi familia se leía mucho, si hasta me llevé a Italia uno de Roberto Arlt que era el escritor más famoso de entonces. Fijate que todavía me sé una parte de memoria. Unos tipos vuelven del teatro en el último subte y Arlt los describe así: «Un grupo de calaveras a la violeta comentando pantorrillas de bataclanas». ¿Qué tal? Mirá si a vos te saliera una frase así.
Claro, ahora suena viejo, pero es mi
lenguaje, el vocabulario de cuando era
pibe. ¿Sabés?, en ese tiempo yo creía
que a los argentinos nos sobraba
inteligencia, por eso me largué al mundo
haciéndome el piola, el sobrador.
Ahora, en cambio, viendo el país que
hicimos, pienso que no somos
inteligentes, somos astutos, que es
distinto. Entre los astutos hay muchos
giles. Creo que eso lo aprendí de un
francés que se llamaba Camus, uno de
los pocos intelectuales que tenía
potrero. ¡Qué buen arquero era! Lo
conocí en Argelia, en un partido bastante
fuerte y le hice un gol de cabeza porque
el back le obstaculizó la salida. En la
cancha hablaba como una cloaca, pero
en el café era parco y decía las palabras
justas. Un día largó el fútbol y se fue a
París, pero siempre me atendía el
teléfono. «¿Ca va, camarade?», me
decía, y charlábamos en francés o en lo
que nos saliera. Me contó que ya no
jugaba al fútbol, que el viento lo había
arrastrado a otros parques. El teléfono
costaba un dineral pero nunca sentí que
estuviera apurado por cortar la
comunicación, como hacen algunos
famosos con los viejos amigos de la
garufa. Bien o mal le traduje la frase de
Arlt y me dijo «parece Céline, eso es
Céline». Pero en esos días para que te
tuvieran en cuenta tenías que vivir en
París y Arlt era de Flores… De eso se
avivó Gardel. Carlitos no era astuto, era
inteligente. Pero eso es otro cuento y si
lo querés oír volvé otro día.
La cosa es que ahí en Argel conozco
a un viejo con mucho vento, dueño del
Racing de París. ¿Dije vento? Pone
mosca, que si no nadie me va a entender.
El viejo me pregunta: «¿Cuántos goles
puede hacer usted en cinco partidos?».
Yo tenía unas ganas bárbaras de conocer
París, así que le dije: «Aparte de los de
penal, le hago uno por partido». Esa
noche me llevó a ver bataclanas como
las de Arlt, pero esas además de los
tobillos mostraban las ligas y me dio
unos francos para que terminara la noche
entre plumas. Al día siguiente vino a
buscarme al mediodía, levantó la cuenta
y le dijo a la madama: «Me llevo a este
garçón argentino para que me salve de
la quiebra». Al principio no entendí,
pero después, en el camarote, mientras
el tren atravesaba la noche, me contó la
justa: «Con cinco goles me salvo —dijo
—. Necesito ganar tres partidos y si me
quedo en primera división los
acreedores me levantan el embargo. Si
hace esos goles lo cubro de oro». De
modo que ahí me veo todavía, año
treinta y ocho, traje inglés y brillantina,
alojado en el Georges V subiendo y
bajando la colina del Sacré Coeur, meta
pata por el Bois de Boulogne, pensando
día y noche en cómo hacer cinco goles
en cinco partidos. Pensé y pensé y lo
volví a pensar y al final decidí que no
sabía qué mierda hacer. Me estaba
metiendo en un lío. Al final, me dije:
«No jodás, no es tan grave, el fútbol no
es más que fantasía, dibujitos animados
para mayores».
Dale, pasame otro helado, que no
hay enfermeras a la vista. Haceme la
gauchada, acomodame el almohadón que
me duele la espalda. Carajo, debe ser la
ciática que me tiene torcido. ¿Qué te
contaba? Ah, sí: me presentaron a los
jugadores del club y me dieron los
documentos de otro delantero para que
pudiera jugar. Witold Levy, o algo así.
Un polaco que le pegaba de punta y
cabeceaba con la nuca. Entonces pensé
de nuevo que me estaba metiendo en un
quilombo, los nazis estaban entrando en
Varsovia, se sabía lo que hacían con los
judíos y yo como un otario con los
documentos del tal Levy.
Una noche lo llamé a Camus, le pedí
consejo y me dijo que no me calentara,
que en Francia tenían la Línea Maginot y
que los nazis nunca entrarían en París.
Así que empecé a hacer los goles. El
viejo me llevaba a los estadios en
limusina y yo le cumplía. La joda era
que en algunos diarios decían: «El judío
Levy, se convierte en goleador». Y otros
batían: «Lo único que falta es que ahora
los judíos sean goleadores». Nunca supe
qué paso con el verdadero Levy pero la
tarde que hice el quinto gol y nos
salvamos del descenso había una tribuna
entera de nazis franceses que me
puteaban como si yo jugara en otro
equipo.
«Tranquilo», me decía Camus,
«nosotros tenemos la Línea Maginot que
es infranqueable». El viejo me pagó un
vagón de plata en negro, me entusiasmé
y le hice caso a Camus; me quedé el año
cuarenta también, meta goles, meta
puteadas. Otros venían a ovacionarme a
mí solo y me hice famoso. «¡Witold,
Witold!» me cantaban unos que llevaban
banderas rojas. Un día estábamos
jugando y se aparecieron los alemanes.
Te juro que no sé de dónde mierda
salían, qué había pasado con la Línea
Maginot, pero el estadio se llenó de
soldados alemanes. ¡Dios mío! El referí
se puso tan nervioso que cuando hago el
segundo gol de cabeza me llama y me
echa, me dice «no quiero judíos en esta
cancha».
Guarda que ahí viene el enfermero
para llevarme a tomar la sopa. Para
volver a París tomate el métro que el
taxi es carísimo. Después, si el libro de
mis Memorias se vende bien,
arreglamos… ¿Cómo zafé, querés
saber? Mira, no lo vas a creer… ¿Leíste
esa novela de Peter Handke sobre el
arquero que echan de la cancha? Yo
caminaba y pensaba: ¡Para qué mierda
me habré metido! Por ambicioso, por
aventurero, y miré para la tribuna.
Estaban desplegando svásticas y había
bastante despelote así que en lugar de
entrar al túnel fui al banco y me cambié
la camiseta rajando; me puse una del
otro equipo con el número diez que
había en el suelo. En ese momento
terminó el partido y me mezclé con los
otros jugadores para volver al vestuario.
Mis compañeros me miraban pero no
decían nada porque creían que era para
joderlo al referí. No sé, lo único que me
acuerdo fue que los nazis andaban por
los pasillos a los gritos. Te juro que
tenía tanto susto que no entré en el
vestuario; seguí por un corredor y sin
darme cuenta al rato me encontré en la
calle. Vestido de número diez, en una
vereda desconocida. Miré para atrás y
salí corriendo. Pero corriendo en serio,
como si fuera picando de un arco a otro.
Me metí en un métro, salté por encima
de los molinetes y nunca más volví a esa
cancha.
¿No me creés? Vos escribilo así:
estuve una semana caminando vestido de
diez, sin otra cosa que ponerme, con un
frío de cagarse. ¿Quién podía pensar que
era un judío polaco si andaba así? Claro
que la historia no termina ahí, ni de ese
modo, pero ya vas a ir sabiendo todo a
medida que escribas. Ahora andate y
pasalo en limpio, dale forma y cuidá que
no te lo afanen. Guarda con Stephen
King que ya nos birló lo del viejo que
escribe en el geriátrico. Unos meses que
empezamos y ya nos jodieron. Son
rápidos los yanquis. Ah, te tengo que dar
un final para el capítulo… Bueno: una
noche lo llamé a Camus desde un correo
y le dije: «Albert, ¿qué carajo pasó con
la Línea Maginot?». Hizo un silencio,
me dijo que no confiara en los teléfonos
y me explicó: «Era una mala defensa,
Fernández: los delanteros de ellos se
vinieron por las puntas, pasaron por las
Ardenas y nos jodieron».
«¿Y ahora qué tengo que hacer?», le
pregunté. «Encerrarte, quedarte piola y
escribir un libro», dijo. Yo hubiera
seguido el consejo, pero te juro que no
me salía una palabra. Una noche me
escondí en un tren de carga y me dejé
llevar. Lo que no me vas a creer es
dónde estaba cuando me despertaron los
perros… Ahora rajá, turrito; el domingo
traeme unas frutillas con crema y te
cuento.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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