El que conocía todos los
piringundines era mi amigo, el Narigón Costoya. Hombre de la noche a pesar de
su juventud, era para mí una imagen digna de admiración y envidia, cuando se
entreveraba con gente avezada en el trajín algo turbio de boliches y reductos
tangueros. Por eso, aquella vez en que me dijo: "Esta noche nos vamos al
Tabarí", no puse ningún tipo de objeción, dado que mi confianza en el
Narigón era completa.
Purretes todavía, a pesar del
estímulo varonil que nos prestaban el cigarrillo con boquilla y la botita
charolada, el ambiente noctámbulo nos atraía como la miel a las moscas.
—Canta un coso que no te podes
perder —me confió Costoya. No teníamos mucho níquel en el bolsillo, eran otros
tiempos, pero sí podíamos ufanarnos de un atrevimiento a toda prueba. En
especial de parte del Narigón, poseedor de un ángel y una soltura
verdaderamente notables.
Años más tarde hablaría de él
aquel inmortal bardo que fuera don Nicolás Casona.
La verdad fue que llegamos al
Tabarí, ahí por Suipacha al 400, pasamos bajo la mirada entre severa y cómplice
de "Lopecito", el portero, y nos mandamos para adentro.
"Lopecito" no se dejaba engañar por nuestros bigotes ni por nuestros
sombreros, él sabía que éramos menores, pero muy a menudo el Narigón le pasaba
algún dato para Palermo y así se había ganado la amistad de aquel hombre.
Tiempo después me enteré de que Lopecito había muerto de una gripe mal curada,
pobrecito, en un sórdido hospital de Montevideo, la capital uruguaya.
Esa noche de sábado, el
"Tabarí" estaba de bote en bote y corría la bebida entre la algarabía
del gentío. Gracias a la gentileza de uno de los mozos (el Narigón le tiró unas
rupias) conseguimos una mesa cerca del escenario. Ya se había dejado de bailar
y recuerdo que muy pronto tuvimos la compañía de dos niñas que trabajaban en el
local. Eso colmaba todas mis aspiraciones de sentirme hombre mundano, a pesar
de saber perfectamente que aquellas muchachas estaban trabajando y sólo
pretendían un mayor consumo de nuestra parte. Yo, bastante más tímido que mi
amigo, no vacilé, no obstante, en pedir un par de botellas de champagne, ante
la admiración de nuestras ocasionales acompañantes. No habría pasado más de una
hora cuando subió al escenario, hasta ese momento desierto, una pequeña
orquesta y a renglón seguido un hombre aún joven, delgado y pálido como una
porcelana. Hubo aplausos y vivas al artista pero pronto se hizo un respetuoso
silencio cuando el bandoneón rompió con sus primeras quejas. ¡Qué notable el
mutismo de aquel público de habitual mordaz y bullanguero! ¡Qué dominio sobre
la audiencia poseía aquel cantor de fino bigotito y voz cristalina que a cada
momento amenazaba quebrarse!
El artista finalizó sus
canciones y no pudo abandonar el proscenio, ante los hurras y reclamos de la
gente que pedía, a grito pelado, alargar su actuación. Fue cuando yo, intrigado
por ese magnetismo increíble que irradiaba de esa garganta privilegiada, le
toco el codo al Narigón y le pregunto: —Che, ¿Quién es?
—¿Cómo? ¿No lo conoce? —se
adelanta, entonces, una de las pibas.
—Es Agustín Magaldi —dice la
otra. Yo, recuerdo, hice un gesto de asentimiento sorprendido pero, en verdad,
no conocía mucho sobre ese tal Magaldi. Había oído de sus condiciones, sí, pero
sólo un par de veces, como de paso.
—El gran Agustín Magaldi
—sentenció el Narigón, que había vuelto a sentarse, tras la euforia del
agasajo. En el escenario, Magaldi estaba anunciando ante la ávida expectativa
de la multitud, su última entrega. En eso, una voz estentórea interrumpe su
soliloquio:
—¡Tenga mano, compañero!
Giramos todos nuestras miradas hacia la puerta y vemos la silueta amenazadora
de un hombre recortada frente a los vidrios de la entrada. Se hizo un silencio
de muerte cuando el recién llegado comenzó a avanzar hacia el escenario a paso
firme. Llevaba una daga impresionante en la mano. De más está decir que la
gente se abrió, presurosa, en el camino de aquel malevo. Cuando trepó al
tablado pude verlo mejor, un morocho grandote, aindiado, de rasgos nobles a
pesar de su ferocidad, con el hombro derecho cubierto por un poncho y el toque
elegante de unos gemelos de oro en el puño que sobresalía bajo la manga que
cubría el brazo sostenedor de la faca amenazante. Se enfrentó a Magaldi y, ante
el horror de todos, gritó:
—¡No me gustan los cantores de
voz finita! —y le tiró una puñalada. Pero quiso Dios Todopoderoso que un
segundo antes una mano femenina le propinara un empujón a Magaldi quitándolo
del rumbo homicida del puñal. El fierro prosiguió su vuelo y se ensartó en el
instrumento del primer bandoneonista. Recuerdo que el fuelle, herido, exhaló un
quejido profundo, como un lamento. El matón, defraudado, retiró el arma, miró
con desprecio a Magaldi que había caído sobre el piano y se retiró a paso vivo,
dejándonos con la boca abierta. No voy a contar, por extensos, los comentarios
que entonces se sucedieron, el parloteo alarmado de las mujeres y el murmullo
de asombro entre los varones. Pero Magaldi era un hombre de decisiones rápidas,
pidió silencio golpeando sus palmas, exclamó
"Aquí no ha pasado
nada" y dijo que el espectáculo iba a continuar. Todos se animaron
nuevamente hasta el momento en que cayeron en la cuenta de que el bandoneón
agonizaba sobre las rodillas de su desconsolado dueño por la puñalada recibida.
No había poder humano que le arrancase un sonido. El Narigón, con esa facilidad
suya para apoderarse de las situaciones, saltó sobre la tarima y gritó:
—¡La fiesta recién comienza!
¡No vamos a permitir que una cosa así nos amargue la noche!
Y acto seguido, ante la mirada
atribulada del gordito bandoneonista, tomó el herido instrumento diciendo:
—Vengan conmigo. Acá cerca hay
una gomería.
Y ahí salimos todos en
manifestación, ante la mirada atenta de los presentes que aprobaban,
entusiastas, la decidida acción de mi amigo. Habremos sido unos catorce los que
nos movilizamos hacia la estación de servicio. Hacía frío, recuerdo, y el
Narigón tuvo que explicarle a un policía qué era eso de andar a altas horas de
la noche llevando un bandoneón en brazos como quien lleva un pibe accidentado.
Debo confesar que, dentro del absurdo, la cosa tenía algo de trágica, de
litúrgica procesión pagana tras la figura de un dios caído. El agente del orden
comprendió —era un porteño, después de todo—, y nos dejó seguir nuestro camino.
Cuando llegamos a la estación de servicio, la gomería estaba cerrada: eran como
las tres de la mañana. Había un pibe, sin embargo, sentado en una pequeña
caseta vidriada, haciendo la tediosa guardia nocturna, tomando mate.
—Queremos ponerle un parche a
este fuelle —le dijo el Narigón. El pebete lo miró con ojos vivaces y contestó:
—Me parece difícil. La gomería
está cerrada y don Hipólito está durmiendo.
En efecto, el pequeño
galponcito que hacía las veces de gomería, tenía sus puertas de chapa cerradas.
—¿Y ahora qué hacemos?
—pregunté yo.
—Esperen —nos dijo el pibe,
comedido—. Si don Hipólito se despierta, tal vez les hace el laburo.
Ante nuestra natural ansiedad,
el muchacho se encaminó hasta el galpón y golpeó la puerta. Debo confesar que
nosotros esperábamos por toda respuesta el insulto o el silencio más frío, pero
de inmediato desde adentro se escuchó una voz áspera y somnolienta.
—¿Qué pasa?
En breves palabras el pibe que
nos había atendido le contó al tal don Hipólito nuestro problema. Al rato se
dio vuelta y nos hizo una seña con la mano: que esperáramos. Enseguida se abrió
la puerta, se encendió la luz de adentro y vimos la silueta de un hombrón
grandote poniéndose una bufanda.
—Pasen —dijo. Al gordito dueño
del bandoneón se le iluminó la cara.
Nos metimos todos dentro de aquel
tinglado y durante casi una hora presenciamos, en un silencio respetuoso, cómo
el viejo y el muchacho emparchaban la herida del fuelle, con un cuidado, un
amor y una dedicación dignas del equipo más refinado de cirugía. Cuando
hubieron terminado le pasaron el instrumento al gordito, que temblaba como un
padre ante el retorno de su hijo accidentado.
—¿Puedo tocarlo? —preguntó.
—Por supuesto —dijo don
Hipólito. Y allí mismo, en ese galpón de chapa, ante nuestro grupo amontonado
por la falta de espacio y emocionado hasta las lágrimas, el músico se mandó
"Desde el alma" de Rosita Melo. Puedo jurar que lloramos todos y hubo
abrazos y aplausos.
Como si eso fuera poco, ni el
pibe, ni el viejo de la gomería a quien habíamos despertado de su sueño de
laburante, nos quisieron cobrar un peso. Pero no estaba terminada esa noche
memorable para mí.
Cuándo volvimos al Tabarí,
entre la algazara de la gente que nos recibió como quien recibe a los soldados
volviendo del frente, la cosa se prolongó hasta que empezó a amanecer. Después
nos fuimos un grupito, el más aguantador, a desayunar esas medias lunas
maravillosas al "Viejo Roma", el cafetín de Parador y Reconquista. Me
parecía mentira estar en compañía de aquella gente de la noche, entre figuras
legendarias, entre nombres que había sentido nombrar una y mil veces en boca de
los mayores. Fue allí cuando Natalio Perinetti, el que fuera celebérrimo
insider de la Academia, me pasó una mano sobre el hombro y me dijo:
—Pibe... de buena se salvó esta
noche Agustín —haciendo referencia al suceso de la puñalada. Yo asentí con la
cabeza.
—Ese malevo es muy peligroso
—me dijo—. Muy peligroso.
—¿Quién era? —pregunté—. ¿Usted
lo conoce?
—Cómo no voy a conocerlo,
muchacho —dijo Natalio —¡ese hombre era ni más ni menos que Juan Moreira!
De más está decir que el
recuerdo de aquella noche ha quedado impreso en mi memoria con caracteres
indelebles, máxime cuando con los años me volví a encontrar con uno de sus
protagonistas. Una noche, presenciando un espectáculo tanguero en el "Café
de Miguel", reconocí a aquel gordito cuyo bandoneón había recibido el
puntazo destinado al pecho canoro de Agustín Magaldi. El muchacho estaba un
poco más rollizo aun, mantenía su expresión adormilada, pero su nombre ya era
un crédito rutilante en las marquesinas de los bailongos porteños: Aníbal
Troilo.
Pero sin duda los detalles de
esta anécdota memorable estaban destinados a no agotarse tan fácilmente. El año
pasado, en ocasión de mi viaje a Estocolmo, con motivo de ir a retirar el
premio Nobel con que me galardonaron, tuvo lugar una recepción de festejos en
la Embajada Argentina.
No eran muchos los invitados,
pero había un ambiente de jolgorio ante la distinción que se me había
concedido, a mi juicio, inmerecidamente. De pronto se me acerca un hombre no
muy alto, semicalvo, con barba entrecana.
—Usted no se acuerda de mí —me
dice.
—Para serle sincero. . . —me
disculpo.
—Yo soy Astor Piazzolla —me
dice. Es de imaginarse mi emoción ante la presencia de tamaña figura de nuestra
música y su cordialidad en el saludo.
—Por supuesto que lo conozco
—recuerdo que le dije—. Pero no creo que hayamos tenido oportunidad de vernos
personalmente.
—Se equivoca —me dijo el gran
maestro, que se hallaba casualmente en la capital sueca brindando una serie de
recitales—. ¿Se acuerda de una noche en que usted y unos amigos llevaron un
bandoneón a una gomería para emparcharlo?
Mi asombro entonces no tuvo
límites. Me quedé mirando a Astor con la boca abierta, sin atinar a soltar su
diestra que aún estrechaba.
—Yo era el pibe de la gomería
—me dijo.
¡Después
dicen que el destino no suele manifestarse en formas evidentes!
—Y le digo más —me dice
Piazzolla sin darme respiro—. El viejo, el viejo a quien desperté para que les
arreglara el bandoneón, don Hipólito, era ni más ni menos que don Hipólito
Yrigoyen. El mismo que con el tiempo se convirtió en caudillo del movimiento
radical.
Aquello fue demasiado para mí.
Estreché a Piazzolla en un abrazo y ambos lloramos como niños.
La semana
pasada, nomás, leo en un reportaje que la valiente mujercita que apartó el
cuerpo de Agustín Magaldi del curso mortal de la hoja del puñal agresor, supo
también dejarnos, años más tarde, piezas que se enraizaron en lo más granado de
nuestra verba: esa mujer no era otra que doña Juana de Ibarbourou.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído de "No sé si he sido claro y otros cuentos". Ed De la Flor 1985. Planeta 2012
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