La historia del fútbol es un triste viaje del placer al
deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la
belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de
siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es
rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un
rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el
ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va
al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin
reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos
protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha
convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza
para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte
profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que
renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohíbe la osadía. Por suerte
todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún
descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear
a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro
goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.
El jugador
Corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los
cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina. El barrio lo envidia: el
jugador profesional se ha salvado de la fábrica o de la oficina, le pagan por
divertirse, se sacó la lotería. Y aunque tenga que sudar como una regadera, sin
derecho a cansarse ni a equivocarse, él sale en los diarios y en la tele, las
radios dicen su nombre, las mujeres suspiran por él y los niños quieren
imitarlo. Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las
calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de
trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar. Los empresarios lo compran, lo
venden, los prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y
dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a
disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y
se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que
olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos
importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos
forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo. En los
otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol
puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:- Éste no
hace un gol ni con la cancha en bajada.- ¿Éste? Ni aunque le aten las manos al
arquero. O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la
mala suerte le revienta un músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que
no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida
a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama,
señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.
El arquero
También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o
guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso
de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped. Es uno
solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta
aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro,
como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero
consuela su soledad con fantasías de colores. Él no hace goles. Está allí para
impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el
guardameta, el aguafiestas, las deshace. Lleva a la espalda el número uno.
¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si
no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el
castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de
la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el
pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos. Los demás
jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen
mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no.
La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le
resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el
guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público
olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta
el fin de sus días lo perseguirá la maldición.
El ídolo
Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el
maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol. Nace en
una cuna de paja y choza de lata y viene al mundo abrazado a una pelota. Desde
que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra los potreros,
juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que cae la noche y
ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en los estadios.
Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de victoria en
victoria, de ovación en ovación. La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita.
En el pecho de su pie, ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace
hablar, y en esa charla de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los
condenados a ser por siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por
obra y gracia de esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas
en el césped, esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro
tiene doce jugadores.- ¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte! La pelota ríe, radiante,
en el aire. Él baja, la duerme, la piropea, la baila, y viendo esas cosas jamás
vistas sus adoradores sienten piedad por sus nietos aún no nacidos, que no las
verán. Pero el ídolo es ídolo por un rato nomás, humana eternidad, cosa de
nada; y cuando al pie de oro le llega la hora de la mala pata, la estrella ha
concluido su viaje desde el fulgor hasta el apagón. Está ese cuerpo con más
remiendos que traje de payaso, y ya el acróbata es un paralítico, el artista
una bestia:-¡Con la herradura no! La fuente de la felicidad pública se
convierte en el pararrayos del público rencor:- ¡Momia! A veces el ídolo no cae
entero. Y a veces, cuando se rompe, la gente le devora los pedazos.
El Hincha
Una vez por semana, el hincha huye de su casa y asiste al
estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores,
llueven las serpientes y el papel picado; la ciudad desaparece, la rutina se
olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que
no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el
milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la
peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles,
batiéndose a duelo contra los demonios de turno. Aquí, el hincha agita el
pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias
y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como
pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la
misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de
que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son
tramposos. Rara vez el hincha dice: «hoy juega mi club». Más bien dice: «Hoy
jugamos nosotros». Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los
vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben
los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música.
Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna,
celebra su victoria; qué goleada les hicimos, qué paliza les dimos, o llora su
derrota; otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el
hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de
cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego fugaz, mientras se van
apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha
regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa,
se pierde, y el domingo es melancólico como un miércoles de cenizas después de
la muerte del carnaval.
El fanático
El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar
la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le
parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas
hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua. El fanático llega al
estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la
adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el
camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la
barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el
miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la
semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado
por un día, el fanático tiene mucho que vengar. En estado de epilepsia mira el
partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La
sola existencia del hincha del otro club constituye una provocación
inadmisible. El Bien no es violento, pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre
culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse,
porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador
callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está
jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.
El gol
El gol es el orgasmo del fútbol. Como el orgasmo, el gol es
cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio siglo, era raro que un
partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas, dos bostezos. Ahora,
los once jugadores se pasan todo el partido colgados del travesaño, dedicados a
evitar los goles y sin tiempo para hacerlos. El entusiasmo que se desata cada
vez que la bala blanca sacude la red puede parecer misterio o locura, pero hay
que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque sea un golecito,
resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de los relatores de
radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para siempre, y la multitud
delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se desprende de la tierra y
se va al aire.
El director técnico
Antes existía el entrenador, y nadie le prestaba mayor
atención. El entrenador murió, calladito la boca, cuando el juego dejó de ser
juego y el fútbol profesional necesitó una tecnocracia del orden. Entonces
nació el director técnico, con la misión de evitar la improvisación, controlar
la libertad y elevar al máximo el rendimiento de los jugadores, obligados a
convertirse en disciplinados atletas. El entrenador decía: Vamos a jugar. El
técnico dice: Vamos a trabajar. Ahora se habla en números. El viaje desde la
osadía hacia el miedo, historia del fútbol en el siglo veinte, es un tránsito
desde el 2-3-5 hacia el 5-4-1. pasando por el 4-3-3 y el 4-4-2. Cualquier
profano es capaz de traducir eso, con un poco de ayuda, pero después, no hay
quien pueda. A partir de allí, el director técnico desarrolla fórmulas
misteriosas como la sagrada concepción de Jesús, y con ellas elabora esquemas
tácticos más indescifrables que la Santísima Trinidad. Del viejo pizarrón a las
pantallas electrónicas; ahora las jugadas magistrales se dibujan en una
computadora y se enseñan en video. Esas perfecciones rara vez se ven, después,
en los partidos que la televisión transmite. Más bien la televisión se complace
exhibiendo la crispación en el rostro del técnico, y lo muestra mordiéndose los
puños o gritando orientaciones que darían vuelta al partido si alguien pudiera
entenderlas. Los periodistas lo acribillan en la conferencia de prensa, cuando
el encuentro termina. El técnico jamás cuenta el secreto de sus victorias,
aunque formula admirables explicaciones de sus derrotas: Las instrucciones eran
claras, pero no fueron escuchadas, dice, cuando el equipo pierde por goleada
ante un cuadrito de morondanga. O ratifica la confianza en sí mismo, hablando
en tercera persona más o menos así: «Los reveses sufridos no empañan la
conquista de una claridad conceptual que el técnico ha caracterizado como una
síntesis de muchos sacrificios necesarios para llegar a la eficacia». La
maquinaria del espectáculo tritura todo, todo dura poco, y el director técnico
es tan desechable como cualquier otro producto de la sociedad de consumo. Hoy
el público le grita:¡No te mueras nunca! Y el Domingo que viene lo invita a
morirse. El cree que el fútbol es una ciencia y la cancha un laboratorio, pero
los dirigentes y la hinchada no sólo le exigen la genialidad de Einstein y la
sutileza de Freud, sino también la capacidad milagrera de la Virgen de Lourdes
y el aguante de Gandhi.
El lenguaje de los doctores del Fútbol
Vamos a sintetizar nuestro punto de vista, formulando una
primera aproximación a la problemática táctica, técnica y física del cotejo que
se ha disputado esta tarde en el campo del Unidos Venceremos Fútbol Club, sin
caer en simplificaciones incompatibles con un tema que sin duda nos está
exigiendo análisis más profundo y detallado y sin incurrir en ambigüedades que
han sido, son y serán ajenas a nuestra prédica de toda una vida al servicio de
la afición deportiva. Nos resultaría cómodo eludir nuestra responsabilidad
atribuyendo el revés del once locatario a la discreta performance de sus
jugadores, pero la excesiva lentitud que indudablemente mostraron en la jornada
de hoy a la hora de devolucionar cada esférico recepcionado no justifica de
ninguna manera, entiéndase bien, señoras y señores, de ninguna manera,
semejante descalificación generalizada y por lo tanto injusta. No, no y no. El
conformismo no es nuestro estilo, como bien saben quienes nos han seguido a lo
largo de nuestra trayectoria de tantos años, aquí en nuestro querido país y en
los escenarios del deporte internacional e incluso mundial, donde hemos sido
convocados a cumplir nuestra modesta función. Así que vamos a decirlo con todas
las letras, como es nuestra costumbre: el éxito no ha coronado la potencialidad
orgánica del esquema de juego de este esforzado equipo porque lisa y llanamente
sigue siendo incapaz de canalizar adecuadamente sus expectativas de una mayor
proyección ofensiva hacia el ámbito de la valla rival. Ya lo decíamos el
Domingo próximo pasado y así lo afirmamos hoy, con la frente alta y sin pelos
en la lengua, porque siempre hemos llamado al pan pan y al vino vino y
continuaremos denunciando la verdad, aunque a muchos les duela, caiga quien
caiga y cueste lo que cueste.
Obdulio
Yo era chiquilín y futbolero, y como todos los uruguayos
estaba prendido a la radio, escuchando la final de la Copa del Mundo. Cuando la
voz de Carlos Solé me transmitió la triste noticia del gol brasileño, se me
cayó el alma al piso. Entonces recurrí al más poderoso de mis amigos. Prometí a
Dios una cantidad de sacrificios a cambió de que Él se apareciera en Maracaná y
diera vuelta el partido. Nunca conseguí recordar las muchas cosas que había
prometido, y por eso nunca pude cumplirlas. Además, la victoria de Uruguay ante
la mayor multitud jamás reunida en un partido de fútbol había sido sin duda un
milagro, pero el milagro había sido más bien obra de un mortal de carne y hueso
llamado Obdulio Varela. Obdulio había enfriado el partido, cuando se nos venía encima
la avalancha, y después se había echado el cuadro entero al hombro y a puro
coraje había empujado contra viento y marea. Al fin de aquella jornada, los
periodistas acosaron al héroe. Y él no se golpeó el pecho proclamando que somos
los mejores y no hay quien pueda con la garra charrúa: -Fue casualidad- murmuró
Obdulio, meneando la cabeza. Y cuando quisieron fotografiarlo, se puso de
espaldas. Pasó esa noche bebiendo cerveza, de bar en bar, abrazado a los
vencidos, en los mostradores de Río de Janeiro. Los brasileños lloraban. Nadie
lo reconoció. Al día siguiente, huyó del gentío que lo esperaba en el
aeropuerto de Montevideo, donde su nombre brillaba en un enorme letrero
luminoso. En medio de la euforia, se escabulló disfrazado de Humphrey Bogart,
con un sombrero metido hasta la nariz y un impermeable de solapas levantadas.
En recompensa por la hazaña, los dirigentes del fútbol uruguayo se otorgaron a
sí mismos medallas de oro. A los jugadores les dieron medallas de plata y algún
dinero. El premio que recibió Obdulio le alcanzó para comprar un Ford del año
31, que fue robado a la semana.
Eduardo Galeano
Siglo XXI Editores Argentina. 2010. (Titulo original de 1985)
Siglo XXI Editores Argentina. 2010. (Titulo original de 1985)
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