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Rubén se acercó al bar, estiró el cogote a través del vidrio a ver si los muchachos estaban ahí. No había nadie. No habían ido al bar tampoco. Raro. Habían quedado en encontrarse ahí, como siempre. Siguió caminado y decidió rumbear para el local de Horacio, capaz que seguía ahí. Llegó hasta la puerta y un cartel le heló la sangre: “cerrado por duelo”. Rubén se quedó por unos segundos mirando el cartel y negando con la cabeza.  “¿Le habrá pasado algo a alguno de los muchachos? ¿Por qué no me avisaron?”, comenzó a preguntarse. “Me voy hasta el taller de Roberto”, dijo y rajó sin más miramientos. Al llegar al viejo tallercito, se topó con un cartel del mismo tenor: “Cerrado por duelo, vuelvo mañana. Roberto”. La cosa era grave. Pero si les hubiese pasado algo a los muchachos, ya le habrían avisado a él o a Olga, su mujer, porque las malas noticias en el barrio volaban.

Siguió caminando sin rumbo fijo, hasta que en la esquina logró reconocer el auto del Rolo. Corrió con todo hasta la esquina, justo en la esquina de la casa de velatorios. Cuando llegó ahí vio que adentro estaba lleno de gente. Entró corriendo. Se fijó en una de las salas y no había ningún conocido. Hasta que entró a la última sala y vio a sus amigos muy tristes y con lágrimas en los ojos. Decidió acercarse sin hablar.

—Pobrecito, mirá que morir así,  loco —comentó el Gordo.

—La cancha es un peligro, me lo dice mi señora todo el tiempo, y tiene razón, mirá —se enojaba Enrique.

—Pobrecito Rubén. Morir así —se despachó el Rolo. Rubén se sobresaltó, ellos no conocían a ningún otro hombre llamado así. Ni conocidos, ni conocidos de otros conocidos. Entonces decidió acercarse al cajón. Para su sorpresa estaba cerrado.  Volvió a acercarse a los muchachos.

— ¿Quién es este Rubén que murió? ¿Lo conocíamos? —pregunto Rubén. Nadie le respondió. Todos seguían mirando al piso.

—Muchachos, denme bola, les pregunte algo… —insistió. Nadie lo registraba.

—Pero la puta madre que los parió, díganme algo —grito Rubén al borde de la desesperación.

—Pobre Rubén, morir así… —dijo Horacio mirando el piso.

—Si esto es una joda es de muy mal gusto —Se enojó Rubén, pero nadie lo escucho.

—Pobre la señora, descompensada e internada.

—Pobre Olga, che…

—Decí que estamos nosotros para hacerle todos los papeles y hacernos cargo del pobre… —Enrique no terminó la frase, la emoción lo embargó.

Rubén se dio cuenta de que estaba muerto. Que era él por quién estaban llorando. Lo corroboró cuando vio su nombre en un costado de la sala. A pesar de saberse muerto, sentía que el pecho se le salía, sentía un sudor frio, y una sensación extraña.

—Mira que morir aplastado en el gol che, justo en el gol —comentó el Gordo.

Rubén empezó a sentir como si algo le rompiese las costillas, escuchaba un ruido seco como el crujido de las ramas al romperse .

—Encima empezaron a saltar arriba suyo… no lo puedo creer.

Inmediatamente Rubén cayó al suelo con las piernas partidas, sentía un dolor inmenso. A pesar de que aullaba de dolor, nadie lo oía porque estaba muerto.

—Y después lo peor, cuando le aplastaron la cabeza contra los escalones —dijo el gordo agarrándose la boca.

En ese momento a Rubén se le puso todo negro, sintió como un ruido ensordecedor y quedo como en penumbras sin poderse mover.

—Justo cuando salíamos campeones viejo, justo en el gol del campeonato, justo… —dijo resignadamente Horacio.

Rubén escuchó eso y después ya no escucho más nada. Ni la voz de sus amigos, ni sintió dolor, ni nada. Ahí quedo.
***

Rubén se despertó sobresaltado y agitado. Transpiraba a baldes y le temblaba todo el cuerpo.

—Viejo, viejo ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?— inquirió Olga asustada, del otro lado de la cama mientras se sentaba.

—No sabés vieja, tuve un sueño muy extraño… salíamos campeones.

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor



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