A Jorge Barale
A Víctor Hugo Morales
"Detrás de un uruguayo no hay nada:ni un oriental, ni dos orientales, ni treinta y tres orientales."Juan Carlos Onetti
Cuando Uruguay participó
en el Mundial de 1970, en México, era la época de furor por el atletismo y los
planes de pizarrón. Las máquinas europeas señalaban con el dedo el camino del
mundo y Sudamérica se había metido en el callejón de la melancolía, del que ya
no se sale porque no se quiere salir, ¿quién querría salir de esa súbita,
inmóvil sabiduría que da la senilidad precoz? Pues bien, los uruguayos perdían
uno a cero con Suecia y jugaban al paso, indiferentes, lentamente con su vejez
y sus panzas prominentes. Eran once caciques que se dedicaban con sus gambetas
a mantener en pie el misterio del Río de la Plata. Cuando les hicieron el gol
volvieron caminando y conversando al centro de la cancha, mientras en la
tribuna cien mil fanáticos latinos silbaban de rabia y tal vez de miedo por su
propio destino. Obviamente, el equipo sueco era una banda de atletas ciegos
que buscaba resultado, y parecía bien claro que la realidad del partido estaba
jugándose en otro lado, tal vez en la caverna de Platón: el estilo contra el
gol y la victoria psicológica contra el puntaje (los uruguayos demoraron con
sus mañas y no hicieron un solo tiro al arco; cuarenta años de imperio en ese
hábito).
Yo ya venía altamente
alucinado con ellos. ¿Cómo imaginar a un equipo que sólo concebía la prístina
redondez del cero a cero? Esa política zen en busca de la más extrema
transparencia, esa utopía de una cifra que no dice nada para nadie a los
uruguayos ya les había dado, sin embargo, dos Copas de! Mundo y una presencia
de terror y amenaza permanente para los semidioses europeos. Era el año '70,
cifra también redonda. Uruguay había ganado los campeonatos del '3O y del '50,
de manera que el '70 era una fija.
En los días previos a ese
Mundial tuve que soportar muchas burlas. Sucede que algunas radios y diarios
me habían preguntado cuál era mi equipo favorito y contesté, invariablemente:
Uruguay (lo que reavivó entre mis amigos la sospecha de que, además de
escritor, yo era un boludo). Hice algo peor, aposté todo mi dinero en una de
esas suculentas "pollas" -por las dudas, aposté a placé. Y la lenta
veteranía de Matosas más la poca cintura de Cubíllas colocaron a Uruguay en
semifinales; entre los cuatro mejores equipos de1 mundo... ¿En qué fondo de
tabla de posiciones habrán quedado los robots suecos de aquel torneo? "¡El
alma ganó!", me dije, y a continuación embolsé unos buenos pesos que
todavía me duran gracias a esa demencial apuesta mía a la Historia.
Por aquellos tiempos me
consideraba lo que se dice un jugador de casino bastante aceptable. Con una
banda de amigos, en su mayoría matemáticos, estábamos noche y día entre curvas
de Gauss, procesos estocásticos y cálculo de probabilidades. Semanas y semanas
sostenidos en pie junto a una mesa de ruleta en Necochea (siempre tenía que ser
la misma mesa, para no perder las respuestas afectivas y los jadeos de ese
cuerpo de madera, paño y tambor). La posibilidad de que el cero a cero lleve a
un equipo a la cima de cualquier torneo estaba, por supuesto, en nuestras
conversaciones. En ese loco laboratorio veíamos todos y cada uno de los
partidos de esos años para que el cómo y el por qué del fútbol acompañaran, con
su transpiración absurda, nuestros limpios cálculos y les dieran un cierto
halo de realidad -aunque fuera virtual-. Nunca habíamos pisado una cancha (de
hecho, hasta el día de hoy sólo fui dos veces a River para confirmar que la
naturaleza de un partido es arena entre los dedos). Sólo nos interesaba la
santidad del juego. El jugador, el jugador de verdad, es un santo; si se
quiere, un perverso que no busca ganar o perder, que jamás va a asumir esa
vulgaridad. Con su política fantasmal del cero a cero los uruguayos se me
hacían el ejemplo último de los santos perversos: el hueco, el
"agujero" que se produce en un mundo lleno de resultados. En esa Copa
de México gané: mucho dinero con ellos. Tampoco me interesó mucho ese dinero.
Han pasado años desde
entonces. Los uruguayos no cambiaron su carácter. A veces pienso que, al revés,
se fueron sofisticando: ahora tampoco les importa intervenir o no en un
Campeonato Mundial. Como si, por contaminación numérica, el cero a cero los
hubiera convertido en un sublime cero a la izquierda. La cifra perfecta, la
bella utopía de un país que -como los maestros del Tíbet- practica La Nada.
Yo me paso los días en mi
reposera, viendo partido tras partido por televisión y recibiendo a amigos que
todavía se burlan de mis cálculos. Ellos vienen del tablón; yo, del tablero.
Ellos me hablan de tal o cual jugada con observaciones prácticas, concretas,
así como en la vida se ganaron su dinero con esfuerzo. Yo no. Yo puedo adivinar
los misterios del fútbol uruguayo porque mi única garantía sigue siendo la
plata dulce. Por eso conozco la magia de ese fútbol ganado sin esfuerzo.
Héctor Libertella
(1997, Héctor Libertella inedito; "Cuentos de Fútbol Argentino" Ed. Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A de Ediciones, 2011)
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