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Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Los últimos Vermicelli

El ruido de la puerta metálica al cerrarse le hizo pensar al gordo en algo definitivo. Algo definitivo como el cerrarse de la tapa de un ataúd, por ejemplo. Pero, de inmediato, un glorioso aroma a tuco, a salsa de tomates, lo sacó de ese pensamiento. 

—¿Lo siguieron? —preguntó Bobina. 

—No sé. Creo que no. Puede ser —contestó el gordo. 

—¿No sabe o puede ser? 

—Eh... —el gordo trató de poner atención en lo que le decían—... no sé muy bien. Pero es posible, es posible. Creo haber visto a alguien siguiéndome. 

—¡Crespo! —gritó Bobina.— Andá fíjate. 

El gordo se secó la transpiración con un pañuelo. Ese aroma a tuco lo devolvía al patio de la casa materna, a su infancia. Olfateó el aire con fruición. 

—Esto es bárbaro —sonrió. 

—Hay que andar con cuidado —Bobina le señaló un pasillo, invitándolo a pasar.

— Esto no es joda. Merighi lo miró al gordo un ratito. 

—¿Quién le dijo dónde estábamos? 

El gordo, con las manos, se secó la transpiración de la papada. 

—Heredia me había dicho cómo llegar —explicó.— Hace bastante ya de esto. 

—Heredia —repitió Merighi— ¿Sabe lo que pasó con Heredia? 

—Sí —el gordo bajó la cabeza. 

—¿Por qué tardó tanto en venir? 

—La verdad... la verdad... 

—No pensó que se la agarrarían con usted también... 

—Y sí... —sonrió, avergonzado, el gordo.— Qué se yo... 

—Se han largado con todo. No va a quedar ninguno de los que están afuera. 

—Pero... —vaciló el gordo— ¿Por qué? Se habían quedado tranquilos. Habían aflojado. 

—Pero... —pareció ofuscarse Merighi.— ¿En qué mundo vivís, querido?— de improviso había pasado a tutearlo. 

—El Encuentro. El Encuentro. —Sí. El Encuentro. Merighi hizo girar algo su sillón y con un movimiento ágil para su obesidad encendió un pequeño televisor ubicado a su lado, sobre un cajón.

—Mirá —dijo. No tuvieron que esperar mucho. Un minuto después aparecía el anuncio del "Quinto Encuentro Mundial de Físicoculturismo".

— Lo pasan mil veces por día. Hay afiches en todas partes. Joden el día entero con eso. 

—No... no veo televisión. 

—Vienen tipos de todas partes del mundo. Va a estar la prensa internacional. ¿Te creías que iban a permitir que quedara algún gordo a la vista? El gordo no contestó nada. Merighi volvió a agacharse y, con un gesto de fastidio, apagó el televisor. 

—Nos quieren hacer cagar a todos —dijo.

 —Esto... —el gordo paseó la vista por el extraño lugar—... parece bastante seguro. ¿Qué era? 

—Una cámara frigorífica. Un sótano frigorífico, mejor dicho. Para guardar carne. El gordo no pudo menos que reírse. 

—Se sigue usando para lo mismo —rió, también, Merighi. El clima, algo hostil de la conversación se había distendido. 

—Es cierto —el gordo se pasó la mano por la mejilla, como sorprendido de no hallar sudor.— Está más frío acá. 

—El frío a nosotros no nos hace nada. 

El gordo volvió a mirar hacia el techo, hacia los rincones atiborrados de provisiones, y su nariz detectó nuevamente aquel aroma que lo había estremecido. 

—¿Qué son? —Merighi tiró la pregunta, como una adivinanza. El ingreso en ese tema le ablandaba el carácter. El gordo aspiró ansiosamente el aire, con delectación. 

—Déjeme... déjeme... —cerró los ojos— vermicelli a la Strómboli. —Con... —Con atún... perejil picado... —Perejil picado y... ¿qué más? El gordo volvió a aspirar. —Hay... hay... ¡Hay hongos ahí!

—Sí, sí —acordó Merighi.— Pero hay algo más. 

—Panceta, lógicamente... —Perejil picado, hongos, panceta... ¿Y qué? Algo más. El gordo comprendió que estaba siendo sometido a un examen. Tal vez era el examen de ingreso. Aspiró como un animal salvaje venteando el peligro. 

—Romero —arriesgó. 

—Casi, casi. Laurel. —Ah... laurel. 

—Pero está bien. Está bien —aprobó Merighi.

— Con un poco de tiempo le vas a ir agarrando la mano. 

En ese momento entró Bobina. Bobina debía pesar unos 130 kilos, calculó el gordo, viéndolo moverse con dificultad, respirando agitadamente, bastante ridículo, sosteniendo con toda su monumental humanidad un pequeño pedazo de pan en su mano derecha extendida, como si trajese un diamante. 

—Probá —le dijo el Bobina a Merighi. Merighi abrió la boca y se comió el pedazo de pan embebido en tuco. 

—Le falta sal — desdeñó. 

—¿Te parece? —la cara de Bobina era de sorpresa. Merighi afirmó con la cabeza. Bobina desanduvo sus pasos hacia la cocina, pero la voz de Merighi lo detuvo. 

—Che... —señaló al gordo.— Condarco, el escritor. 

—Sí. Lo recibí yo —Bobina le dio la mano.— El famoso escritor. No me explico cómo a usted no se la dieron antes. El gordo se encogió de hombros. 

—Por ahí yo les era más útil vivo —supuso.— O por ahí pensaban que si me la daban habría alguna repercusión internacional. Merighi meneó la cabeza, escéptico. 

—Lo de las dietas es mundial, Condarco. En Estados Unidos ya casi no quedan tipos como nosotros. En Rusia menos. En Alemania han desaparecido casi dos millones de gordos. 

—A mí me habían intervenido el teléfono —dijo el gordo.— Y también creo que me controlaban la balanza. 

—El problema nuestro es que no pasamos inadvertidos. No nos podemos confundir entre la gente. 

—¿Se enteró de lo de Heredia? —preguntó Bobina. 

—Sí —suspiró el gordo. 

—Pero peor fue lo de Albarello —agregó Merighi. 

—¿Qué pasó? —Se quebró. Lo metieron preso y le ofrecieron someterse a una dieta estricta para rebajar 30 kilos. 

—Para llegar al límite de los 80. 

—A 75. Ahora son 75 

—Merighi mostró los cinco dedos bailoteantes de su regordeta mano derecha. 

—¿75? —se alarmó el gordo. 

—75. Albarello se negó. No quería traicionar. Y el boludo, en protesta, hizo una huelga de hambre. Rebajó 47. Ahora es uno de ellos y me juego los huevos que fue quien denunció a Heredia. Se hizo un silencio abrumador, por un rato. Bobina lo cortó golpeando el marco de la puerta con una palmada. 

—Bueno, che... —pareció disculparse, señalando hacia la cocina o, al menos, hacia el sitio de donde provenía el aroma a tuco. 

—Llamalo a Torrente que venga —ordenó Merighi. Luego, dándole un envión insólitamente ágil a su sillón giratorio, alcanzó unos papeles de encima de un estante y volvió con ellos hasta detrás del escritorio. Allí comprendió el gordo la razón por la cual Merighi no se ponía nunca de pie. La gordura lo había encajado entre los posabrazos y el respaldo del sillón. Era como una torta que había desbordado su molde al crecer. 

—¿Sabés lo de las recetas? —preguntó Merighi, sacudiendo ante sí los papeles. 

—Sí. He oído de eso. ¿"Fahrenheit", no? 

—Sí. No podemos correr el riesgo de que ellos se apoderen de las recetas. Por otra parte, ya han quemado todos los libros y tratados de cocina. 

—Yo los había enterrado en el fondo de casa —suspiró el gordo.— Pero después de lo que le pasó a Spotorno, los saqué de allí y los quemé. 

—Por eso, por eso. Pero cada uno de nosotros ha memorizado una receta. 

—Acá tengo, en código, cuál receta sabe cada uno. Torrente sabe como 500. Él puede pasarte la que vos quieras memorizar. 

—Yo sé una de memoria —se ufanó el gordo. 

—¿Cuál? —"Civet de liebre". 

—A la puta —se pasó la lengua por los labios, Merighi.

— Esa no la tenemos. 

—Yo sabía. No es muy conocida —el gordo estaba orgulloso. 

—¿Cómo es? 

El gordo se estiró hacia atrás en el sillón, entrecerró los ojos, apoyó su mano derecha sobre el pecho y recitó. 

—Una liebre joven. Un cuarto litro de vino tinto. Un vaso de cognac. Un pocillo de aceite, laurel, tomillo. Una cebolla. Una rama de apio. Tres zanahorias tiernas, sal, pimienta en granos. Un hígado de liebre. Merighi escuchaba, contemplendo el cielo raso, el ceño fruncido. 

—Lavar la liebre en agua corriente durante una hora o más, hasta que la carne tome color rosado. Quitar el hígado y reservarlo. Cortar en presas, colocarlas en una fuente honda y cubrirlas con la siguiente marinada: mezclar en un bol el vino tinto, coñac, aceite, laurel... Promediando la vívida descripción de la receta, Condarco no pudo contenerse y se puso de pie. Atacó los últimos párrafos con verdadero fervor, con sensibilizada fibra. —... agregar el hígado pasado por tamiz, ligar a la salsa y servir inmediatamente en la misma cazuela, acompañada de trocitos de panceta salteada y champiñones calientes. 
Al callar el gordo, ambos hombres quedaron en silencio, emocionados. Merighi abrió la boca como para decir algo, pero nunca alcanzó a expresarlo. Una tremenda explosión seguida de un estruendo ensordecedor sacudió todo. Cayeron desde el cielo raso pedazos de mampostería y entre el ruido de miles de las latas de conserva que golpeaban contra el suelo pudo oírse el tableteo muy cercano de las ametralladoras. 

—¡Al fondo! ¡Al fondo! —atinó a vociferar Merighi maniobrando con su sillón entre los escombros. Ya todo era un infierno de estampidos, alaridos, voces de mando y el resonar de botas por las escaleras. El gordo, en pánico, torpemente, alcanzó la puerta y se lanzó hacia donde se suponía estaba la cocina, al fondo. Merighi, con un último envión obtenido al propulsarse contra su propio escritorio, estaba alcanzando la puerta cuando un escopetazo le estalló en el pecho. El impacto no lo arrancó del sillón pero hizo que éste, con su pesada carga, rodara nuevamente hacia adentro perdiendo poco a poco la velocidad hasta dar con el respaldo contra la pared opuesta. Allí quedó Merighi, ya muerto, con la cabeza gacha moviéndose levemente ante una lluvia de fideos dedalito que caía desde el acribillado paquete de un estante alto. El gordo no tuvo más suerte. La ráfaga de ametralladora lo tomó por la espalda y le dio un empujón final para alcanzar la puerta de la cocina. Antes de caer definitivamente vio, en el suelo de baldosas blancas, los inmensos cuerpos de cuatro gordos, como ballenas que hubiesen encontrado la muerte en una playa. Bobina, entre ellos. De repente, tan de repente como había comenzado, todo cesó. Se acallaron los disparos, escuchándose solamente alguna orden aislada, el ruido de vidrios al ser pisados por una bota. El oficial Markevitch entró en la cocina. Tenía aún la pistola en la mano, pero pronto comprendió que ya no le era necesaria. La devolvió a su cartuchera y comenzó a inspeccionar, con paso tranquilo, el lugar. Detrás de él entró un soldado sosteniendo una ametralladora, aún humeante. 

—Hijos de puta —dijo el soldado observando con curiosidad los jamones colgando del techo, las botellas de vino, los frascos de especias, el atiborramiento de provisiones que no dejaban, prácticamente, ver las paredes. 

—¡Cómo le daban a la comida! ¡Dale y dale! ¡Meta tragar! 

—Es lo único que les interesa, Flores. Su única religión. Han convertido sus cuerpos en tachos de basura. Se meten cualquier cosa adentro —Markevitch había recogido un tomate a medio pelar entre sus manos y ahora lo dejaba caer al suelo. En la cocina, sobre una de las hornallas, todavía se calentaba el tuco, burbujeando en una inmensa olla. A su lado, en un colador, también enorme, estaban los fideos. Markevitch se paró frente a ellos y se quedó mirando. Aspiró hondo. 

—Flores —ordenó— dígale al sargento Carelli que no deje de revisar bien todo. Puede haber puertas, pasadizos ocultos. Vaya. Sin volverse, escuchó que el soldado salía. Cubriendo con sus espaldas la puerta de la cocina, el oficial tomó un pedazo de pan y lo ensopó cuidadosamente en el tuco, luego se lo llevó a la boca. Al saborearlo experimentó un instante de éxtasis y apenas pudo reprimir la fuga de una lágrima. Flores no había vuelto todavía. Tomó el pan entero, le arrancó la corteza y sumió la miga blanda otra vez en el tuco. Lo comió apresurado, algo inquieto. Flores no llegaba. Tomó otro trozo generoso de pan y, cuando iba a meterlo en la olla, escuchó un taconeo a sus espaldas. 

—Señor... —comenzó el soldado, vacilando al verlo con el pan en la mano—... el sargento Carelli dice que no hay nada anormal. 

—Acerqúese, Flores. Quería hacerle probar esto —con seriedad, el oficial Markevitch prosiguió con el movimiento inoportunamente interrumpido e introdujo el pan en la olla. 

—¿Qué es eso? —dudó Flores. 

—Tuco. 

—¿Tuco? —el soldado Flores echó hacia atrás la cabeza como si Markevitch le hubiese acercado a los labios un insecto inquietante. 

—Pruébelo. 

El soldado tomó el pan y lo comió. Tras un gesto de confusión o temor, elevó las cejas como admitiendo una evidencia. 

—Es horrible —aseveró. 

—Es para poner a la pasta —el oficial señaló los fideos. 

—¿Eso es la pasta? —el soldado Flores por fin se hallaba frente a aquello sobre lo cual tanto lo habían prevenido en los cursos especiales. 

—¡Esto! Puras calorías. Colesterol. Lípidos. Una mierda, soldado. 

—La famosa pasta —musitó Flores, absorto. 

—Hay toneladas de pasta acá. Hemos dado con un verdadero arsenal. Tendremos que dinamitarlo. 

—Límpiese acá —cambió abruptamente la conversación Flores, señalándose su propia comisura derecha de los labios. Markevitch se apresuró a limpiarse con la palma de la mano. 

—¡Vamos Flores! —ordenó, con brusquedad.— Maneje bien hasta el cuartel y no le diré a nadie que estuvo probando el tuco. 

Al salir, Markevitch se detuvo un instante junto a la mesa de la cocina. Allí había, abierta, una caja redonda de cartón conteniendo dulce de leche. Un dulce de leche oscuro, brillante y denso. Aún sobresalía de la caja el mango de una cuchara sopera. Markevitch la contempló un par de minutos, paralizado. Pero apretó los dientes y se contuvo. 

—Hijos de puta —pensó, apresurando el paso. Ya afuera, de vuelta al camión que los había transportado hasta la descubierta guarida, Markevitch se recostó en el asiento y se quedó pensando. 

—A veces —dijo, como para sí— no sé si esto lo hacemos por un mejoramiento de la raza... o por envidia. Pero Flores, atento al tráfico, no pareció entenderlo.

Roberto Fontanarrosa.

Extraído del libro "Nada del otro mudno". Ed de La Flor 1987/Planeta 2012.

El antiequipo de la semana.

 


Arriba: Selección de Francia (Selección mufada por Mbappé); Periodismo (veletas, morbosos); Leandro Somoza (ex entrenador de Rosario Central, casi entrenador de Aldosivi).

Abajo: Selección Inglaterra (Selección bailada por Hungría); Kylian Mbappé (Yeta, mufa, lagarto, piedra); Rosario Central (Club caído en desgracia política).

Selección.

La mufada que le pegó Kylian Mbappé a las selecciones europeas no tiene nombre, sobre todo a su misma Francia. El conjunto galo no despega en la Liga de Naciones UEFA y marcha ultimo cómodo. Dos puntitos, todavía no ganó y comparte el grupo con Dinamarca, Croacia y Austria. Está bien que lo importante es el mundial y que todavía restan dos partidos por jugarse y poco probable que Francia descienda. Pero en esta le damos la razón, en Europa están habiendo muchas venas selecciones de calidad, por lo menos, por ahora, mejores que Francia. 

Era cuestión de tiempo para que las cosas exploten en Rosario Central. El carlonismo atrapó al club y no lo suelta. Esta vez se le va otro DT, ya perdimos la cuenta de cuantos entrenadores se le van en menos de tres años. Le toco a Leandro Somoza, que, si bien no venía manejando buenos resultados, no tuvo ni tiempo de calentar el banco de suplentes. Antes había explotado la bomba de Vecchio que se fue gratarola a Racing. El ex jugador de Vélez y Boca, entre otros, se hinchó las bolas de dos cosas: el manejo político del club y la falta de refuerzos. Y tampoco es que se fue con un Canalla puntero o metido en zona de copas. Pero tampoco la culpa es exclusiva de él. La dirigencia tiene muuuuuuuuucho que ver. Ahora se viene… Tevez, pero no a jugar, a dirigir. Veremos que sale.

Qué lindo es ver al periodismo dándose vuelta en menos de una semana. Boca perdió con el siempre hincha pelotas Central Cordoba, y River no pudo contra el siempre molesto Atletico Tucuman. Entonces, el periodismo hizo lo suyo: Battaglia y Gallardo ya no solo que eran. River y Boca perdieron la línea. A River lo fundó Julian Alvarez el último semestre, lo que hizo antes Gallardo no importa. Battaglia vuelve a ser un DT inexperto que solo ganó una Copa de la Liga y que está ahí porque es amigo de Román. Decí que Boca le ganó a Tigre 5 a 3, pero igual le llovieron críticas por los tres coles recibidos. Que los refuerzos no llegan (imagínense los equipos que todavía no incorporaron nada) y sin refuerzos no funcionan. Qué hermoso el periodismo. Ni hablemos de la goleada que se comió Italia frente a Alemania, otra vez la selección paso a no ganarle a nadie. Y para finalizar, trataron el tema de Villa con el mismo tacto que el joven manos de tijeras. Como diría Ruggeri antes de cambiarse de bando: “¿A u’tede’ le’ pagan por’eto?”

Inglaterra se comió un paseíto hermoso contra una Hungría que no va al mundial, pero le está rompiendo soberanamente las pelotas a la misma Inglaterra, a Italia (aunque el único partido que perdieron fue frene a ellos) y a Alemania, líder del grupo A3 de la Liga de las Naciones, pero bueno, acá vinimos a hablar mal de Inglaterra que se comió 4 goles de local y a menos de 5 meses del Mundial se le despertaron más dudas que al ministro Guzman cada vez que mira los números del Indec. Muchos dirán que son partidos para probar jugadores de cara a Qatar, para probar sistemas, blah, blah, blah. Díganselo a los hinchas ingleses que ya están pidiendo la cabeza de Southgate que lo abuchearon más que a astrónomo en una juntada terraplanista. Hasta Kane tuvo que salir a calmas las aguas.

Pocha

Pocha era una perrita de la calle de color negro. Puede que algunos de sus parientes cercanos o lejanos haya sido algún perro salchicha, porque era larguita como los de esa raza. Tenía una forma rechoncha y petacona con unos ojos vivaces de color remolacha. En pocas palabras, su linaje era calle o “puro perro”, PP como le dicen ahora. Su historia era como la de los otros perros callejeros, hasta que claro, se cruzó con el mundo del futbol y logro forjar un mito.

Pocha había llegado al club a mediados de 1947, cuando el torneo de ascenso recién comenzaba y otra vez Independencia de Gerli estaba penando en el fondo de la tabla. El descenso otra vez estaba a la vuelta de la esquina, como ya era costumbre por allí. Tres derrotas al hilo avisaban que este torneo no iba a ser la excepción. Pero igualmente habría lugar para los milagros.

 A Pocha la encontró Ramón Sosa, el canchero de la humilde institución gerliana. O mejor dicho: ella lo encontró a él. Estaba pintando las líneas de cal cuando de repente una perrita embarrada y muerta de hambre se lo puso a mirar desde del otro arco que da justo a la calle. El canchero se apiado del can, dejó de pintar y le acerco un tachito con agua, busco un poco de pollo que había sobrado en el buffet y se los dio. La perra comió con ganas y se quedó sentadita al lado del banco de suplentes moviendo la cola.  Ya caída la tarde, Ramón se estaba volviendo para su casa cuando se percató que la perrita no se había movido de la cancha. Él sabía lo quera no tener un hogar: su juventud la había pasado en la calle, hasta que el club lo rescato, le dio trabajo y pudo más o menos formar un hogar. Decidió dejarla en la cancha, por lo menos hasta encontrarle dueño. Pasó una semana y Ramón ya la había adoptado y la llamaba la perrita del club, los días de lluvia se quedaba en los vestuarios.

El sábado jugaba Independencia de local y la perra seguía allí. Ramón le había improvisado una cuchita en el vestuario, con un cajón de frutas y algunos trapos que le dio el utilero. Los jugadores le tomaron afecto enseguida. El entrenador del equipo, el gringo Sforza, se tomó con humor la presencia de la canina. “Un perro mas no nos hace nada”, dijo ni bien la vio. Ese partido lo ganaría el conjunto de Gerli por tres tantos contra cero frente a Provisión de Grand Bourg. El “Pocho” López, un central rustico como lima de talón, se había mandando los tres goles de cabeza. Algo inédito en la carrera del defensor. Ramón entendió que eso era un guiño del destino y bautizo a la perrita como “Pocha”.

Los partidos se fueron sucediendo y el equipo enarboló cuatro victorias al hilo de una manera increíble. Siempre era inferior al rival, pero la suerte lo acompañaba: mientras el rival ataca y metía tiros en los palos, en el travesaño o el arquero la sacaba con la espalda, Independencia llegaba una vez y convertía. Todos adujeron que Pocha era la encargada de traer esa suerte. Sin embargo no todo eran buenas noticias: el presidente cuando se enteró de la existencia de la perra en las instalaciones del club, quiso correrla instantáneamente. Los jugadores insistieron que se quedara, incluido el entrenador. Así y todo, Arnaldo Sparafuzzelle, quería que la perra se fuera lo antes posible. “empiezan con un perro y esto después se transforma en un zoológico” había esgrimido el tozudo tano. Cuando todos los jugadores comenzaban a deliberar quien se iba a quedar con la perrita —porque no la iban a largar a la calle—, apareció Ramón Sosa y le dijo al presidente que la perrita traía suerte. Justo ese era el punto débil de Arnaldo: las cábalas. “Con Pocha ganamos cuatro partidos al hilo” tercio Juano Rodríguez, el lateral derecho, mientras el presidente comenzó a rascarse la cabeza. “Bueno, bueno, que se quede entonces” dijo con una sonrisa para luego girar sobre sus talones e irse. Al sexto partido ganado de forma consecutiva, el mismo presidente fue quien se apareció con una cucha de madera con un enorme moño rojo, de esas “tipo casita” para ponerle a Pocha a un costado del banco de suplentes. Hasta al tano cabrero de Sparafuzzelle comenzó a querer a Pocha.

Pasaron trece partidos y el equipo no había perdido nunca, gano ocho y empato cinco. Llegaba a la última fecha primero con un punto de distancia del segundo y parecía que el ascenso estaba al alcance de la mano, sobre todo si tenemos en cuenta que en esa época un partido ganado sumaba dos puntos. Mucho tuvo que ver la mágica presencia de Pocha. Nunca el club había estado primero y a punto de ascender en dicha categoría. La perrita era una más del equipo. Posaba para la foto del equipo, salía a la cancha con un ponchito con los colores del club que especialmente le había tejido la madre del presidente. Era la estrella del equipo en pocas palabras. Hasta el grafico le hizo una pequeña nota a Ramón y a la perrita, la cual salió en un recuadro en la página 48. Estaban todos contentos con Pochita.

Se venía el último partido, que era de local y encima contra un equipo que ya estaba descendido. Con el empate ya estaba consumado prácticamente el ascenso. Independencia de Gerli se preparó con todo para la fiesta. Desde temprano los chicos iban y venían llevando consigo: pirotecnia, fuegos artificiales, papelitos, banderas, serpentinas, rollitos de máquinas de calcular… todo lo necesario para recibir al equipo. Faltaban dos horas y los tablones de madera ya estaban colmados de gente, no cabía un alfiler.  Pocha estaba acostada como siempre dentro de su cucha, mirando con ojitos nerviosos esa fiesta que se iba desarrollando en la popular. Una lluvia de papelitos sobre la salida de los vestuarios preanunciaba la venida de los futuros héroes del ascenso tan preciado. A la cabeza y con pelota bajo el brazo salía el capitán, el Moncho Acosta. Fue cuando sonó con todo el primer petardo, luego los fuegos artificiales. Pocha salió disparada al medio de la cancha, se quedó allí, miro para todos lados, mientras Ramón corrió con una flecha para agarrarla. Entre las explosiones Pocha diviso la puerta de salida y la encaró con la velocidad de un torpedo. Ni Ramón, ni el “Pocho” López pudieron agarrarla mientras el gringo Sforza pedía por favor que no tiraran más cohetes. Cuadras y cuadras corrió Ramón mientras lloraba como un nene. Pocha había desaparecido asustada por la pirotecnia. Nunca más la volvieron a ver.

Ese partido Independencia de Gerli lo perdió por dos a cero. El ascenso se le esfumó. Tuvo la chance de ir al octogonal, pero también perdió. No le quedo nada, solo el dolor del ascenso perdido y sobre todo la partida de Pochita. A los dos años descendió de categoría, para luego deambular por torneos regionales y semi amateurs. De Pocha no se supo más nada.

Sin embargo muchos aseguran que a la perrita la encontró y se la quedó doña Norma, la viuda de a la vuelta, que luego se ganó la lotería. Pero lo cierto es que Independencia de Gerli nunca más volvió a tirar cohetes, algunos dicen porque nunca más pudo festejar nada;  otros en cambio, dicen que todavía están esperando a que vuelva Pocha y no quieren que se vuelva a asustar. 

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor

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