Y paso otro año más desde la partida del “negro”
Fontanarrosa. Se fue a las canchitas del cielo, a sentarse en algún bar del paraíso.
Desde allá nos ve. Hoy 19 de Julio se cumplen seis años del fallecimiento de
Roberto Fontanarrosa. En la página hemos decidido homenajearlo al enorme
maestro y durante todo el día de hoy, publicaremos algunos cuentos suyos,
dibujos, chiste, y alguna que otra nota. El sábado pondremos un cuento nuestro rindiéndole tributo. Y en noviembre les adelantamos que
haremos el “mes de Fontanarrosa”, homenajeando así al ídolo, en lo que sería su
cumpleaños número 69 (el negro nació el 26). Los dejamos con este pequeño
cuento futbolero, es uno de los más conocidos. Si no te gusta leer o ya lo
conoces, te dejamos el video del cuento con las estupendas actuaciones de Luis
Brandoni y Claudio Gallardou.
***
A un costado de la cancha había yuyales y,
más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol
bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y
ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
Había aparecido unos cuantos partidos
atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo
raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano.
Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se
acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero
pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al
lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía
ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas
de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha legítimo que tenían, al
margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el
sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a
meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
—Ojo con la vía íalertaba siempre Jorge
mientras se cambiaban.
—No pasan trenes, casi ítranquilizaba
Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y
metiendo ruido.
—¿No vino la hinchada? íya preguntaban
todos al llegar nomás, buscando al viejoí. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde
hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto
refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la
radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no
era amigo de ninguno de los muchachos.
—La vieja no lo debe soportar en la casa y
lo manda para acá íbromeó alguno.
—Por ahí es amigo del referí —dijo otro.
Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente,
porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a
Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el
Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al
sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era
una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros,
mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano,
aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al
referíí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca,
como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con
nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar entonces que tendría
unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba.
Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo
con plácida distinción.
—¿Está escuchando a Central Córdoba,
maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre
recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó
el auricular de la oreja.
—No ísonrió. Y pareció que la cosa quedaba
ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatadoí. Música
ídijo después, mirándolo de nuevo.
Algún tanguito? —probó el Soda.
—Un concierto. Hay un buen programa de
música clásica a esta hora.
El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una
buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo
suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se
bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo
que veo.
El viejo aprobó enérgicamente con la
cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire,
rabiosa.
—Lo he jugado. Y, además, está muy
emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.
El Soda lo miró, curioso. Sabía que
seguiría hablando, y esperó.
—Mire usted nuestro arquero —efectivamente
el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en
la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad
de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos.
La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el
Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la mandíbula y osciló
levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el
arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las
camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El
contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta
cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos
como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y Siena de los
mulos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así...
Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con los ojos
entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe, observe usted esa carrera intensa
entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro
en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio...
Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba estimular sus sentidos,
pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota
no se alejaba del área defendida por De León.
—Y escuche usted, escuche usted... —lo
acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde
había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por
fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota
contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el
fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes,
los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí...
Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos
no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo,
luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se
cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
—Y vea usted a ese delantero... —señaló
ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese
delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una
tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro,
bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno...
Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la cabeza.
—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo,
incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás?
—gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te
parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del
viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota
inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero
enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el
Soda, señalándolo.
—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose
levemente la gorra—...Eso es el fútbol.
Roberto Fontanarrosa.
***
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