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Conociendo a los equipos del Mundial. Grupo B: Chile.


Falta poco para el mundial, por eso arrancamos con un análisis detallado de todos los equipos que van a participar en la gran cita mundialista. En este caso tenemos a Chile, quien tiene más conflictos limítrofes que copas ganadas.

Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Sueño de Barrio"

En este sabado de Fontanarrosa le traemos un excelente cuento, el cual se ha llevado en innumerables ocasiones al teatro.

***

Bermúdez negó con la cabeza para de inmediato estudiar la postura que, dignamente, procuraba mantener Élida en su asiento. Procedió entonces a copiarla lo mejor posible, entrecruzando algo las piernas, estirando un pie, llevando una mano a la cintura, adelantando apenas un hombro, girando unos grados el mentón.

—Vamos Bermúdez —lo alentó Marconi, colabo­rando incluso a que Bermúdez encontrase su posi­ción sobre la silla, insinuándole con un leve empu­jón la curva de un muslo, presionando apenas con sus dedos bajo un codo—. Colabore un poco más. Métase más en la cosa. Vamos. Vamos. Usted está hablando... Hable...

El comisario se alejó de la silla del sumariante hasta ubicarse junto a Élida y sus padres. Todavía Bermúdez lo buscó una vez más, con la mirada. Marconi le hizo un gesto aprobatorio con la cabeza y con el dedo índice de su mano derecha oscilando frente a su boca escenificó la acción del hablar.

—Hoy, a 25 días del... —comenzó Bermúdez en voz muy baja.

—Más fuerte, Bermúdez —se ofuscó el comisario—. No se le escucha. ¿Ustedes lo escuchan? —consultó a los demás. Todos negaron con las cabezas—. No lo escuchan, Bermúdez.

El sumariante carraspeó, adoptó una expresión enérgica e intentó de nuevo.

—Hoy, a 25 días del mes de agosto, hacen acto de presencia en esta comisaría, los señores Emérito Nicolás de León, argentino, soltero de 28 años, y Efraín Francisco López, paraguayo, obrero de la construcción, quienes...

—¡Bermúdez! ¡Bermúdez! —el comisario estaba junto a la silla del sumariante, tomado al respaldo y procurando calmarse—. Atiéndame. Atiéndame Bermúdez. ¿Qué está diciendo, qué está diciendo? —Había acercado su rostro al del sumariante y adoptado un tono persuasivo—. ¿Usted piensa que una señorita que se ha dirigido a un local cerrado en compañía de un masculino con propósitos no del todo esclarecidos, puede hablarle así? ¿Usted cree, usted cree? ¿Le parece posible, Bermúdez? Razone Bermúdez, métase en la cosa. Métase en la persona­lidad de esa mujer...

—Es que no sé qué decir... —se disculpó el suma­riante.

—Invente, Bermúdez. Improvise. Improvise —se irguió Marconi. Caminó un par de pasos, nervioso—. Tan ocurrente que es cuando tiene que pedir permisos para salir. Improvise, Bermúdez.

Marconi se dirigió hacia los demás, en voz algo más baja, pidiendo calma con sus manos.
—Está nervioso —explicó—. Está un poco nervio­so. Hay que darle un poquito de tiempo. —Luego volvió junto a su subordinado—. Concéntrese Bermú­dez, concéntrese —pidió—. Cuando empezó a hablar lo tenía, pero después lo perdió, lo perdió al personaje... Vamos... Vamos... Están en la piecita, usted se ha sentado y le habla al señor Pendino.

En puntas de pie, Marconi se alejó de Bermúdez, hasta situarse junto a Élida y sus padres. Bermú­dez, levemente dilatados los ojos, abismado, perma­necía en silencio.

—Me cubre con su máscara la noche —comenzó, de pronto. Su voz había tomado un matiz ronco y profundo— de otro modo verías mis mejillas enro­jecer por lo que me has oído. Cuánto hubiera querido contenerme, cuánto me gustaría desmentirme, pero le digo adiós al disimulo... —giró su torso quedan­do enfrentado con Pendino, quien, quizás alarmado, se echó levemente hacia atrás—. Dulce Romeo, si me quieres, dímelo sinceramente, pero, si tú pien­sas que me ganaste demasiado pronto —allí se puso de pie velozmente Bermúdez, lo que comprimió aún más el clima ya denso de la escena— frunciré el ceño y te diré que no —se había apoyado en la mesa— y seré cruel para que tú me niegues —giraba por detrás de su propia silla— aunque de otra manera el mundo entero no podría obligarme a recha­zarte —y se enfrentaba ahora con Pendino. Este lanzó una mirada rápida hacia el comisario, azorado, tan­teando la posibilidad de una ayuda de parte de Marconi. Pero Marconi seguía extasiado los pasos de su subalterno, un puño crispado junto a su mejilla, el otro cerrado junto a su cintura, una expresión casi de gozoso dolor en el rostro.

—Bello Montesco, te amo demasiado y —continuó Bermúdez, su cara peligrosamente cerca de la de Pen­dino— tal vez por ello me hallarás ligera, pero te daré pruebas, caballero —el tono de Bermúdez había ido in crescendo, era ahora amenazante frente al gesto espantado de Pendino— de ser más verdadera que otras muchas que por astucia se demuestran tímidas —las últimas palabras habían sido gritos en la voz de Bermúdez—. Más reservada hubiera sido, es cierto, pero yo no sabía que escuchabas mi pasión verda­dera —se apartó de repente de Pendino—. Ahora perdóname —casi sollozó— y no atribuyas a liviano amor lo que te descubrió la oscura noche —las últi­mas palabras casi no se escucharon, porque Bermúdez había caído como fulminado por un rayo y ahora llo­raba con desconsuelo tremendo, aferrado a una pata de la mesa, sacudido por convulsiones, estremeciendo definitivamente a los presentes, quienes, con lágri­mas en los ojos se miraban unos a otros, se abraza­ban entre sí o gesticulaban aprobatoriamente. El comisario Marconi había depositado un beso en la frente del agente Pérez y luego, secándose los ojos con el dorso de la mano se acercó a reconfortar a los demás. Incluso Pérez, hombre por lo general austero en la administración de sus emociones, procuraba disimular sus lágrimas enjugándolas con un pedazo de franela destinado habitualmente a la limpieza del arma de la repartición.

—Bravo. Bravo Bermúdez. Bravo —se acercó Marconi hasta su subalterno, que permanecía aún pren­dido a la pata de la mesa, contraído, llorando presa de una crispación manifiesta.

—Relaje, Bermúdez, relaje —sugirió Marconi, en tanto procuraba levantarlo.
Pero Bermúdez se revolvía ante el contacto de las manos del comisario, como un niño encaprichado por algo. Finalmente el sumariante se fue calmando, se aflojaron sus músculos y pudo así Marconi ayu­darlo a ponerse de pie, levantarlo sostenido por las axilas y depositarlo sobre la silla, donde procedió a acomodarle la corbata, alisarle el cabello y recon­fortarlo con leves palmaditas en las mejillas en tanto Bermúdez continuaba hipando, sofocando cortos y nuevos accesos de llanto, aspirando profundamente para recomponer su respiración.

Cuando la tensión del momento hubo pasado, Marconi se dirigió a Pendino.
—¿Qué hace usted, entonces? —preguntó—. ¿Có­mo sigue el sueño?

—Bueno... —recuerdo que la señorita— Pendino hizo un gesto tímido señalando a Bermúdez— por ahí, se levantaba y se apoyaba en la mesa. Y me miraba... digamos...

—A ver, Bermúdez —pidió el comisario—. Acér­quese a la mesa.

Bermúdez miró a Marconi con ojos mansos. Se recompuso luego, y, dócil, se puso de pie para apo­yarse en la mesa. La orden de Marconi, por otra parte, había sido cuidadosa, casi afable.
—Lo miraba —refrendó el comisario la apreciación de Pendino—. ¿Cómo lo miraba?

—Y...

—Provocativamente —propuso Marconi.

—Eso —con la afirmativa de Pendino, casi automá­ticamente, Bermúdez adoptó una pose sugerente, cercana a lo lascivo sin caer en ello.

—Ehh... —vaciló Pendino. Luego avanzó dos pasos hacia Bermúdez—. Yo me le acercaba...

—¡Señor comisario! —reclamó el padre de Élida poniéndose de pie—. Creo que esto es muy peli­groso. Este tipo es un... un... degenerado sexual y puede...

—¡Siéntese, señor Bustamante! —ordenó Marco­ni—. Esto es un procedimiento policial.

—Yo me acercaba a ella —retomó el relato Pendino aproximándose dubitativamente al sumariante— y... —miró al comisario como pidiendo su aprobación—comenzaba a acariciarle los cabellos —Fue allí que el padre de Élida cayó sobre Pendino como un gato montés, aferrándole los brazos.

—¡No la toque a la nena! —rugió. La madre de Éli­da acompañó la carga de su marido, pero optó por abrazar, cubrir prácticamente con su cuerpo el cuerpo del sumariante.

—¡No se atreva a tocarle un pelo! —aulló, trági­ca—. ¡No se atreva!

Siguió un momento de total confusión, al que sólo la energía de Pérez y la corpulencia de Marconi lograron poner fin.

—¡Comisario! —reprochó la señora de Bustaman­te, que había abandonado al sumariante para colgar­se de las solapas de Marconi—. ¡Usted no puede permitir esto! ¡Encerrar a mi Elidita con ese dege­nerado!

—Cálmese señora —rogó Marconi— Cálmese. No es su hija. Es nada más que una reconstrucción. Y no es su hija —el comisario condujo a la señora hasta su asiento y luego volvió junto al sumariante quien, trémulo ante el desorden, se hallaba aferrado al borde de la mesa.

—Usted vio —continuó explicando Marconi a la madre de Élida— que yo la suplanté por el suma­riante Bermúdez. Él hubiese sabido defenderse.

Bermúdez había vuelto sus ojos hacia el comi­sario, ante el contacto de la mano de éste sobre su hombro.
—No juegue con mis sentimientos, comisario —le pidió.

—Usted bien sabe, Bermúdez —musitó Marconi, casi confidencial— que nunca hemos llevado una reconstrucción de un abuso sexual hasta sus últimas instancias.

Marconi se volvió hacia Élida y sus padres. Pidió calma con las manos.

—Reconozco —dijo— que tal vez sea algo prematuro realizar una reconstrucción estando tan fresco el recuerdo del sueño. Dejaremos que se enfríen los ánimos. No siempre salen bien. Pero recuerdo el caso de la reconstrucción de un crimen hecho al aire libre, que tuvimos que repetirla como quince veces. A pedi­do del público. Fue un verdadero éxito. Por eso yo recurro habitualmente a ellas.

Bermúdez se había apresurado a devolver la mesa y la silla a sus sitios originales, tornando la máquina de escribir a su lugar. De al lado de la máquina tomó entonces el comisario Marconi una carpeta rosa.
—Pero siempre hay otras alternativas a las que se puede recurrir —informó Marconi, en tanto hojeaba morosamente los folios—. Veamos... Señora de Quesada... ¡Señora de Quesada, por favor! —llamó.
Desde uno de los bancos situados junto a la puerta de entrada al despacho, se acercó una mujer flaca. Un agente le acercó una silla.

—Mire señor comisario —inició apenas se hubo sentado, sin descruzar los dedos donde apretaba un monedero ajado y sucio— ...como yo le contaba acá a la señora...

—Un momento, por favor —interrumpió Marconi—. Dele sus datos al sumariante.

La mujer recitó su nombre, estado y domicilio.
—Bueno, mire, señor comisario —retomó de inme­diato— como yo le contaba acá a la señora apenas me enteré de... todo este asunto... yo anoche fui con mi marido a cenar al comedor del club. Noso­tros casi nunca salimos con mi marido, pero anoche justo se dio de que yo tuve que ir al centro a la tarde y se me hizo tarde para volver entonces cuando volvió mi marido le dije que por qué no íbamos a comer algo ligero al club para no tener que ponerme a cocinar y todo eso, lavar platos y demás. Bué, y cuando fuimos al club me acuerdo perfectamente que ese señor... —señaló a Pendino— estaba con otros dos amigos en otra mesa, en una mesa de más allá, más cerca de la mesa de billar. Y me acuerdo patente que yo le comenté a mi marido, le dije: "Mi­ra, viejo, qué manera de tomar vino esos muchachos, qué manera de tomar vino".

Pendino se revolvió, nervioso, en su asiento.
—Porque le aseguro, comisario —prosiguió la mujer— que yo no soy de fijarme en lo que hacen los demás, por mí que cada uno haga lo que quiera pero era increíble lo que tomaban esos muchachos. Increíble. ¡Las botellas de vino sobre la mesa! Tanto que mi marido, que mire que para que mi marido hable, mi marido me acuerdo que me dijo: "Es cier­to". Hasta él se asombró, que no se asombra de nada, con eso le digo todo.

El comisario hizo girar lentamente un lápiz que sostenía con ambas manos sujetándolo por los extre­mos. Miró a Pendino. Enarcó las cejas, inquisitoriamente.
—¿Es cierto eso?

Pendino se cruzó de brazos, echó el cuerpo hasta recostarse contra el respaldo, estiró la pierna dere­cha, meneó la cabeza desestimando y agitó luego la mano izquierda en el aire como mostrando en la mano un papel inexistente.
—Ehhh... ¿Qué habremos tomado?... —continuó buscando la frase justa—. ¿Qué sabe esta... señora? ¿Qué...? ¿Estaba llevando la contabilidad de lo que nosotros tomábamos acaso?

—Mire joven... —la señora de Quesada echó el cuerpo hacia adelante, la nariz como una proa y de­positó la punta de los dedos de su mano derecha sobre su tórax—
...si yo digo eso es porque...

—Déjeme de joder —Pendino viró su cuerpo hacia el otro lado, hizo un gesto de fastidio con la mano—. Mire, déjeme...

—Yo no le estaba llevando la contabilidad... —ex­plicó la señora de Quesada, rectificó ella también la dirección de su torso quedando enfrentada al comisario Marconi, al observar que Pendino le daba prácticamente la espalda— yo no le estaba llevando la contabilidad, señor comisario, pero yo estaba de frente a la mesa de los señores y por eso lo veía per­fectamente, no era que yo los estuviera vigilando ni nada, pero estaba de frente...

—Hablan al reverendo pedo... —masculló como para sí, y mirando hacia otro lado Pendino, aún cruzado de brazos.

—...y entonces por eso los veía —se hizo la que no lo oía la mujer— y me impresionó, porque le juro que me impresionó, comisario, la cantidad de botellas de vino que tenían en la mesa...

—...vieja de mierda, se la pasan al pedo en la casa y... —continuó como en un rezo, Pendino.

—Por eso es que se lo puedo decir... —lejos de ami­lanarse, se hizo más enérgica la voz de la mujer— con toda seguridad, señor comisario. Y si no lo cree, está mi esposo que no me deja mentir, y que si no vino es porque está en el trabajo, pero mañana o esta no­che, si usted quiere que venga él viene porque él también lo vio, señor comisario.

Marconi le hizo un gesto como para demostrarle que su testimonio ya era suficiente.
—¡Son borrachos, comisario, son borrachos! —se envalentonó el señor Bustamante—. Son borrachos que cuando toman de más hacen cosas como la que hizo este hijo de puta, ¡porque otra cosa no se le puede llamar a este hijo de puta! ¡Si todos los cono­cen en el club, a él y a sus amigos, todos ya lo cono­cen bien, muy bien lo conocen!

—Siéntese Bustamante —ordenó Marconi.

—Es que es así, comisario —aprovechó para brindar apoyo la madre de Celina—. Yo también ahora me acuerdo de que a mí me habían contado de este grupito... esta patotita... —acentuó las silabas con desprecio.

—¿Qué patotita, qué patotita? —se ofuscó Pendino.

—Esta patotita —siguió ella— que se juntaban en el club, y tomaban vino y se la pasan jugando al bi­llar, y diciéndole cosas a las mujeres, que no se puede ir tranquila a...

—Pero... ¿Quién le dijo eso, quién cuenta eso? —Pendino se soliviantó como para ponerse de pie, se contuvo luego, pero buscó la mirada de Marconi que justificara su indignación.

—Cállese, señora —aprobó Marconi—. Eso es algo que veremos en otro momento.

—Se ponen borrachos y después tienen esos sue­ños... —alcanzó a decir la madre de Celina.

—¡Y de algo estoy seguro —saltó como un resorte el señor Bustamante, como si hubiese estado aprove­chando el momento en que se descuidasen sus custo­dios para lanzar su proclama— ¡Mi hija no se dejó! ¡Mi hija no se dejó como cuenta este delincuente! ¡Él la violó, la forzó!

Lo obligaron a sentarse por la fuerza.
—¡Él la violó! —insistió, no obstante. Celina, unién­dose al clima sensibilizado, lloró más estruendosa­mente.

—Mírela, comisario, mírela —gimoteó su madre, con lágrimas en los ojos, perdido ya en apariencia el frágil control que parecía mantener, acunando entre sus brazos, como si fuese una nenita, a Celina—. ¡Mírela, una Magdalena mi pobre hija! Y este... criminal... diciendo que ella hizo lo que hizo. Pre­gúntele a cualquiera, comisario, pregúntele a cual­quiera, a la maestra que Celinita tuvo en la primaria, a las compañeras que tuvo hasta el año pasado en la secundaria, pregúnteles si Celinita es capaz de hacer una cosa así, ¡pregúntele a cualquiera!

—Señora —la palabra de Marconi solicitaba calma. La madre de Celina aspiró sonoramente, sacudió un poco la cabeza y con el labio inferior buscó sorber una lágrima que le había caído por la mejilla. Se hizo un incómodo silencio.

—¿Cómo se enteró usted... del hecho? —preguntó Marconi a la madre de Celina.

—Esta mañana —contestó por ella el señor Bustamante.

—Esta mañana, señor comisario —confirmó ella—. En la verdulería, cuando yo fui ya todo el mundo hablaba de eso —no pudo contenerse y rompió a llorar—. ¡Todo el mundo, todo el mundo! —articuló entre sollozos—. Todo el barrio enterado de lo de la nena! ¡La vergüenza, señor comisario, la vergüen­za!

—¿Quién se lo dijo? —Marconi practicó su más frío tono profesional.

—Doña Pola, la de la esquina —la mujer pareció calmarse—. Parece que lo primero que había hecho esta mañana este... este delincuente... fue contárselo a todo el mundo, a todos sus amigos en el club. Doña Pola me contaba que se reían a carcajadas... los inmundos... Este delincuente les contaba a los gritos en el buffet del club y todos se reían...

La madre de Celina hundió el rostro sobre el ca­bello de su hija y continuó llorando, en silencio. El señor Bustamante hizo un movimiento como para incorporarse a consolar a su mujer, pero se contuvo. La señora de Quesada oscilaba su cabeza en un mo­vimiento de negación y pestañeaba repetidamente alejando las lágrimas. Por primera vez, Pendino mostraba los ojos muy abiertos, asustado. Marconi levan­tó ambas manos y cuando ya parecía que iba a gol­pear duramente sobre su escritorio, las bajó con lentitud y depositó las palmas de plano sobre la madera.

—Sargento —llamó—. Lleve al matrimonio Bustamante y a su hija afuera. Que no se vayan todavía. Usted señora de Quesada, puede retirarse.

El comisario se puso de pie y todos lo imitaron.
Pendino pasó por su lado, tomado de un brazo por un agente.
—Le juro, comisario, que ella me provocó. En el sueño estaba bien clarito.

Marconi asintió con la cabeza y luego, con el mentón, le marcó el camino a seguir.
El sargento Ramírez se acercó, encendiendo un cigarrillo.

—Está jodida la situación de este pibe —le dijo Marconi, mirándolo.

—Parece ¿no?

Marconi se quedó con las manos en los bolsillos mirando las baldosas del patio.
—Es que uno dice ¿no? —comentó el sargento—. Pero también las minas andan ahora con cada ropa que... bueno... después el desgraciado es el tipo. Marconi enarcó las cejas, pensativo.

—¿Qué hay que esperar ahora? —preguntó el sar­gento.

—El informe del médico. Las manchas en... —du­dó Marconi— ...en los calzoncillos de Pendino no se pueden comprobar porque él hizo desaparecer la prenda. Pero siempre pueden quedar manchas en las sábanas, o en la cama. Es lo que se está estudiando.

—Si es que hubo polución —arriesgó el sargento.

—Por supuesto, por supuesto. Si la hubo o no la hubo, eso puede cambiar mucho la cosa, Ramírez.

—Si se consumó la cosa.

—Ajá.

Ramírez tomó la carpeta que estaba sobre el es­critorio y se fue para adentro.
El comisario Marconi siguió con las manos en los bolsillos, la vista perdida en el piso del patio, hur­gándose los dientes con la lengua.


—Está jodida la cosa —murmuró.
Roberto Fontanarrosa


El análisis de la Fecha 14 del Torneo Final «Nietos recuperados 2014» - Copa Raúl Alfonsín. Primera parte

Por Jota Erre (*) 
Buenas tardes estimados radioescuchas. Ha empezado una nueva jornada de Futbol Para Todos. En esta ocasión es la fecha 24. UPCN está en los albores de conseguir otro hito, ganando su cuarta corona de voleibol consecutivamente ¿Qué tiene que ver esto? Muchísimo, porque Estudiantes esta primero en el campeonato, junto con Colón y los San Antonio Sours de Manu Ginobilli. La conferencia este, está que arde y Vettel parece que no puede mantener su primer puesto en dicha conferencia. Naturalmente los media rojas de Boston también están al caer por lo que  esta fecha 19 es pura algarabía. Vamos a verla.

Olimpia de Bahía Blanca me encanta como juega, es un sistema de relojería implementado por su entrenador, Walter Pedazzo. A los  cuatro minutos, Damián Gusto, un gusto el de Damián para poner el 1-0 para que gane el conjunto de Bahía. Lego iba a incrementar la cuenta: el cochecito Valencia, hijo de un grande de la selección colombiana, ni más ni menos que Carlos Valderrama. Hijo e’ Tigre. El tres cero lo puso nuevamente Valencia. Argentinos Juniors perdió y peligra su continuidad en primera. La Figura: Sandro Borghi, gran periodista y entrenador.

Volvió a perder Vélez. El conjunto velezano otra vez cayo, esta vez contra el Quilmes de Roberto Carozo Lombardo. Pero a los hinchas del forlin no les importa porque tienen todos los cañones apuntado a la Copa América. El primer gol de la jornada lo hizo Antonio Rio, gran gol frente aun Vélez que entro dormido. Luego iba a poner el 2-0 Alain Boghossian, una joyita lo del francés. Velez Alfiler iba a poner el descuento por intermedio de Pato y parecía que al conjunto versero se le escapaba el triunfo. Pero ya en el segundo tiempo apareció Cristian Lima para poner el empate de Quilmes de tres por uno. Gran victoria del conjunto de mataderos. La Figura: Me alegro del nuevo look de Careca. El entrenador de Vélez se cortó las chuzas y se dejó crecer la panza, me gusta más. Grande Careca.

Volvió a perder el conjunto sanrafaelino. Esta vez en frente estuvo Central de rosario. George Washington Abreu puso el primer tanto de la jornada. El paraguayo le dio de penal para la algarabía de todos los rosarinos. Ataco Mucho Atlético Macarena por eso el guardameta del elenco visitante tuvo mucho trabajo. Marcelo Garganta tapó muchas situaciones. Empato el partido Alberto Tengo. Luego otra vez iba a aparecer el equipo centralino para poner el 2-1. Franconie puso el 2-1 a favor del elenco rosarino. Esto fue en el segundo tiempo. Todo era festejo pero  cuando faltaba poquito, apareció Pablo Ferrari y así poner el dos a dos momentáneo ya que sobre el final Diego Verga iba a poner el 5- 2 finales, así festeja Central. La Figura: Gurruchaga hizo un planteo típico de un mecanismo de relojería, naturalmente no le sirvió ya que perdió su equipo.

Empataron en cero estos dos equipos. Naturalmente porque no hicieron goles, sino hubiesen empatado en uno o en dos o en tres y así hasta (n+1). Pero cuidado, tienen que hacer la misma cantidad de goles para que sea un empate, sino alguno ganaría. No hicieron goles por eso empataron, pero si hubiesen hecho más goles no hubiesen empatado, siempre y cuando no hagan la misma cantidad de goles. La Figura: ¿Se entendió porque es un empate? Si no entendieron díganme, así no quedo como un opa.


Ya no está el Tata Martínez y tampoco la Bruja Berti. Por eso Newell’s All Boys de Rosario volvió a perder. Esta vez frente al equipo sensación del torneo: Colon. Equipo al que el gobierno había sacado de atrás de la rosada y luego lo querían mandar a Mar del Plata.  Fueron malos los tiempos que vivió Colon pero ahora resurge como el ave Félix. Gano uno a cero con gol de Hilario. Hilario Navarro hizo el único tanto del partido. Que jugador más polifuncional, del arco a hacer un gol, como hacia el paraguayo Chevalier en Vélez. Naturalmente gano Vélez por uno a cero y esta primero en la Copa Argentina. La Figura: Los hinchas de Newell’s, están esperando que el Tata Martínez deje el Barcelona así vuelve a la institución.


(*) Cualquier parecido a otro personaje de similares características, naturalmente es mera coincidencia.

El análisis de la Fecha 14 del Torneo Final «Nietos recuperados 2014» - Copa Raúl Alfonsín. Segunda parte

Por el Edu (*)
Que tal, buenas tardes. Mi nombre es Eduardo y tengo el placer de poder analizar esta décimo cuarta fecha, la segunda parte de la fecha que ya paso. Hoy empieza otra fecha. Porque están todos apurados con el Mundial. Un Mundial que se hará en el vecino país. En Brasil. Personalmente quiero que los brasileños pierdan. No solamente porque quiero que gane la Argentina, porque los brasileños son todos vagos señor. Se la pasan de carnaval y no trabajan. Parecen piqueteros, yo diría que terroristas. La gente quiere ir a trabajar y estos señores con sus carnavales y scolas do samba cortan la calle para armar sus fiestitas de alegría y drogas. Una bajeza realmente. Hay ausencia del estado. Y allí, a ese país vamos a mandar a nuestros hijos para que vean el mundial. Una vergüenza.

Yo sé que los señores Bianchi y Riquelme son glorias. Que ganaron mucho. Pero deberían irse. Ya paso su época. Están viciando al club, un desastre lo de Bianchi y Riquelme en Boca. Además cobra una barbaridad. A usted Señor Bianchi le digo, por el bien de Boca, váyase. No transforme este club en un nuevo cabaret o lo que es peor, en un nuevo Uruguay. Donde todos fuman alegremente charutos, se drogan frente a un presidente que ni siquiera usa corbata. Es un viva la pepa. El partido fue un desastre. Un asqueroso empate en cero. La Figura: ¿A quién quiere que elija como figura? Si fueron todos unos desastres. Angelici, Bianchi y Riquelme. Desastres.

Este señor que transpira mucho en All Boys debería tratarse con un profesional ¿Por qué transpira tanto? ¿Acaso está encubriendo algún ilícito? Por ahí sus glándulas sudoríparas se han alterado por el consumo de cannabis. Porque hoy para todo el mundo fumar hierba es una diversión. Y no es así. Uno queda estúpido. Es un pelotudo. Los campeones no se drogan. Fue un partido algo aburrido. Empezó ganando Arsenal con gol de Echeverria, parecía que otra vez Arsenal salía del último puesto, pero no porque a los 38 empato Leonel Di Plácido. No paso mucho más. La Figura: Bernardo Leyenda. A ese señor le pagan por sentarse en un banquito de madera y no hacer nada ¿A usted le parece bien? A usted señor que se levanta a las seis de la mañana para tomarse el tren ¿Le parece correcto que este hombre cobre una fortuna para sentarse todo el día? Una barbaridad, solo pasa en este país. Una vergüenza.

Castillón puso el primer tanto para el Tomba. Luego empataría Velázquez para Belgrano. Todo esto en el primer tiempo. En el segundo tiempo Grimi puso el 2-1, aquel jugador de fugaz paso por el Milán y que recibió un maderazo de un hincha de River. Perdón, me detengo aquí. Ese no era un hincha, era un delincuente. Un delincuente de cuarta que se camufla de hincha para ir a la tribuna. Un terrorista que no merece ningún tipo de contemplación. A esa gente hay que meterla presa.  No me vengan con esas pavadas de los jueces garantistas. Gano Godoy Cruz y mete pelea en los promedios. La Figura: Basta de jueces garantistas.

Gano Gimnasia. Otra vez Racing en el ojo de la tormenta. Salió a hablar ese “señor”, así entre comillas. Camorranesi, Camoranessi… no sé cómo es. Y desparramo por todos lados. Ensucio a Merlo que es un SE ÑOR. ¿Usted que gano Camorranessi? ¿Un Mundial? Un mundial lo gana cualquiera, hasta Ruggeri tiene uno. Merlo es una institución. Usted debería respetar a los ídolos. Me parece correcto lo que hizo la dirigencia de Racing. A Camorranessi lo colgaron. Perdóneme lo que voy a decir, pero ese ya no pega, ya no insulta y ya no camarillea. El partido en si  lo gano bien Gimnasia 1-0 con gol de Álvaro Fernández. La Figura: Habría que colgar a todos los delincuentes, esta solución funciono bien en Racing con Camorranessi. Para pensar.

(*) No es el Edu de verdad, no sea un conchudo, es una parodia.

Sesiones.

—Raúl, supe que tuvo un episodio esta semana— arranco la sesión grupal el doctor Fernando Kohlberg.

—Si...— dijo Raúl mientras temblaba.

— ¿Nos quiere contar?— lo invito cordialmente el doctor mientras hacia un círculo en el aire con su mano.

—Sí, cómo no— respondió Raúl mientras se ponía de pie. Raúl no pasaba del metro sesenta, tenía alrededor de 50 años, mal llevados por cierto, tenía una frente interminable y su cabello era tan solo una corona entrecana.

—Adelante— dijo el doctor ante el azuzamiento de Raúl.

—Bien... déjeme recordar bien así no me olvido ningún detalle… —dijo mirando a todos los integrantes, cómo pidiendo permiso— yo estaba en la platea, como siempre, rodeado generalmente por la gente que suele ocupar sus respectivas butacas. Porque son numeradas, ¿vio? Me llamó la atención que el asiento del señor Rodríguez estuviese ocupada por otro tipo, un pelado al que nunca había visto. No sé si esto tiene alguna incidencia...

—Sí, por supuesto que sí, pero continúe— dijo el doctor mientras anotaba algo en su anotador.

—Bien... este... —prosiguió dubitativo Raúl— el primer tiempo no pasó nada, partido aburrido, pocas situaciones de gol. Nada que valga la pena contar. En el segundo tiempo todo parecía igual. Hasta que... —Raúl cortó abruptamente su relato, se le humedecieron los ojos y parecía que iba a largarse a llorar.

—Prosiga por favor— dijo en tono profesional el médico.

—Perdón... Pero se me hace difícil... Discúlpenme— dijo Raúl entre espasmos de llanto—. Entonces el seis de ellos le pega desde lejos, la pelota pega en el travesaño y el rebote le da en la espalda a nuestro arquero...—Raúl se había quebrado de nuevo— y falle doctor, falle...

—Tranquilícese Raúl y termine de contarnos— dijo el doctor con un tono profesional pero rozando la impaciencia.

—Sepan disculpar, pero es una recaída fuerte— dijo Raúl mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo descartable que le había alcanzado Daniel— No me pude contener, me pare y le dije a ese pelado hijo de remil putas que era mufa... Falle doctor...falle...

Raúl lloraba desconsoladamente mientras Daniel y Rodolfo intentaban consolarlo. Momento en el cual se abrió la puerta y entro un tipo joven de unos 30 o 35 años. Se quedó parado junto a la puerta observando esa imagen algo patética a simple vista.

—Buenas tardes —dijo por fin el desconocido, tímidamente—, Creo que llego en un mal momento… ¿Esta es la sesión del doctor Fernando?

—Sí, es esta, pase, pase —dijo el doctor levantándose— Fernando Kohlberg, un gusto.

Ambos se dieron un apretón de manos en señal de saludo y el nuevo fue invitado a sentarse en una de las sillas disponibles. Hubo un incómodo silencio, roto de a ratos por la tos seca de Osvaldo. Estuvieron un par de minutos así, mientras Kohlberg leía unas hojas sueltas.

—Bien, vamos a seguir, pero antes usted deberá presentarse ante sus compañeros —dijo el doctor dirigiéndose al nuevo miembro.

—Bueno… —titubeaba el recién llegado— Soy Andrés Mateo y estoy acá, creo que por lo mismo que todos están acá.

—Por favor díganos por qué esta acá, no se sienta inhibido, todos aquí tienen problemas similares, expláyese que lo escucharemos atentamente —dijo en tono tranquilizador el Dr. Kohlberg.

—Bueno… si… —intentaba decir algo Andrés— Estoy acá porque me mando mi mujer.

—Cuéntenos más, por favor —ordeno el médico.

—El problema principal radica en que suelo acusar a la gente de mufa, de traer mala suerte —dijo Andrés avergonzado como si lo suyo fuese tráfico de drogas. Hubo un ligero murmullo entre los presentes.

—Ajá ¿Se dio cuenta usted solo del problema y por eso vino acá? —pregunto Kohlberg.

—No doctor, me mando mi mujer acá. Puedo sonar como dominado, pero me amenazó con el divorcio— dijo el nuevo.

— ¿Cuál es el motivo?—pregunto el psicólogo y psiquiatra.

—Que mi mujer no me banca más… —comento Andrés

—No, digo el motivo que precipitó la decisión de venir a este grupo de terapia —espetó Kohlberg

—Bueno sí, mi suegra sufrió una neumonía y esta internada.

—Coménteme más por favor.

—Mi suegra es muy buena persona —suspiró Andrés—, no quiero que se malinterprete. Tengo la mejor onda con ella. El tema es que la vieja es fúlmine. Cada vez que se aparece por casa perdemos. Lo tengo probado, eh. Hasta anote las fechas en la que ha estado en casa y cómo perdimos. Mire aquí tiene —dijo mientras le alcanzaba una libretita— Yo ya le había avisado a mi señora que no la quería ver los días de partidos por casa. El domingo pasado que jugábamos contra Chacarita, mi mujer aprovecho para ir a lo de una amiga a la vuelta de casa, mientras o miraba el partido. ¿Puede creer que al rato apareció la vieja tocando timbre? No le abrí.

— ¿Fue el día del temporal? —inquirió el profesional.

—Sí, y la vieja se cagó mojando, con perdón de la expresión —dijo Andrés con un atisbo de vergüenza en su voz— lo peor del caso es que perdimos porque mi señora llego al rato y la hizo pasar. No me la va a creer, entró la bruja esta y nos cobraron penal que ni le cuento.

Hubo un leve murmullo de asombro entre los presentes. El doctor seguía impávido, como todo profesional
—Por lo que veo es un problema muy grave el suyo, señor Andrés —dijo con gravedad Kohlberg.

—Todas las suegras son un problema grave —dijo risueño Andrés esperando encontrar alguna sonrisa cómplice entre el resto de los pacientes. Nadie se rio y Andrés se sintió como un verdadero pelotudo.

—Vea, Andrés, ha llegado en el momento justo —comenté el médico, mientras se levantaba de su asiento y comenzaba a caminar con las manos entrelazadas por sobre los glúteos— Por lo que veo, mi estimado señor, usted tiene un severo problema: echar culpas.  ¿Qué es lo que hacen ustedes? Es evadir la culpa y la responsabilidad de algo; en este caso, de resultado deportivos. Sus subconscientes buscan receptores de ese daño infringido, busca responsables que son de características aleatorias y sin ningún tipo de sentido para amortiguar el impacto negativo de un hecho contrario —continuó diciendo, mientras se volvía a sentar—  ¿Ustedes tienen la culpa de lo que acontece dentro de un campo de juego? ¿Un individuo que se encuentra en su casa o sentado al lado suyo en las tribunas puede incidir en las acciones? La respuesta es no, pero el subconsciente tiene que buscar  una válvula de escape: las personas acusadas de mufas.

Todos asentían con la cabeza como si fuesen marionetas, salvo el nuevo, que levantó la mano para preguntar algo.
—Doctor ¿Si actúa como cable a tierra o válvula de escape, porque es malo y tenemos que tratarnos?

—En pequeñas proporciones nada es malo, pero si esa válvula de escape afecta la vida social del individuo, como le está pasando a ustedes… acá estamos para aprender a dominar estas situaciones para no complicarnos socialmente.

Luego del pequeño revuelo que generó la llegada de un nuevo paciente, la sesión volvió a su rutina. Juan Cruz contó cómo estuvo a punto de no ir a la cancha porque jugaban a las 17 horas, número que indicaba la desgracia, pero que igual fue y perdieron cuatro a cero. Ramón conto que se había vuelto a hacer socio de su equipo porque se había dado cuenta que su número de socio anterior terminaba en 57, y que justo un cinco de julio su equipo había perdido la categoría; relato que generó un reproche más que importante por parte del doctor Kohlberg.

Las sesiones fueron pasando y Andrés se había integrado bastante bien, a pesar de que era un grupo muy heterogéneo. Sin embargo, no estaba muy a gusto con el tratamiento del doctor Kohlberg. Los muchachos eran de juntarse unos minutos antes para intercambiar algunos aspectos de las sesiones.

—La verdad Omar es que no me convence mucho esto —dijo Andrés a su compañero de silla.

—Te apiolaste algo tarde eh, hace seis meses que estas acá —contesto risueño Omar.

—Desde el primer día que no me convence, estoy acá porque mi mujer me hincha las pelotas—se defendió Andrés— la verdad es que esto no me cabe nada, eh…

—Pero el doctor Kohlberg es muy prestigioso—comento Omar— es psiquiatra, psicólogo y tiene varios masters en medicina de no sé qué… ¡hola, Martincito! ¿Cómo estás? — Había llegado Martín y los otros caían de a poco.

—No, no. El doctor Kohlberg me parece un profesional de puta madre —se atajó Andrés— sabe una bocha ¿Sabes cuál es el tema? Que esto de empezar a señalar mufas en la cancha o en tu casa es parte del folclore viejo, es como que los jugadores vayan a terapia para dejar de simular foules…

—Puede ser, puede ser… —dijo en tono pensativo Omar—pero nosotros nos íbamos al carajo, hermano. Vos casi matas a tu suegra…

—La vieja hija de puta esa es de hierro —dijo riéndose Andrés.

—Ya son y cuarto y el doctor no vino —se quejó Omar, mientras consultaba su reloj. Como si hubiese estado coordinado, apareció una secretaria del doctor con cara grave. “El doctor Kohlberg sufrió un accidente y esta grave en el hospital”. Las palabras cayeron como una bomba en todos los pacientes. Raúl se puso a llorar, otros golpearon sus puños contra sus rodillas, algunos, como Omar y Andrés, se quedaron en silencio como varios más. Estuvieron así como media hora, sin saber que hacer; como perdidos.

—El doctor hizo mucho por nosotros —dijo de golpe Ramón, concentrando la atención de todos los presentes— tenemos que ir a visitarlo al hospital, organicemos algo.

Hubo voces de apoyo. Pronto se juntaron todos y empezaron a arreglar quiénes iban a ir. Querían ir todos, pero Andrés fue el más racional del grupo y dijo que no dejarían entrar a  20 tipos, más si estaba delicado. Tomás dijo que lo más justo sería hacer un sorteo entre ellos como para organizar mejor la cosa, se ponían los nombres de todo dentro de una bolsa y se sacaba tres o cuatro nombres. Pero le contestaron que justamente están bajo tratamiento para no echarle la culpa al azar. Raúl entonces dijo que deberían ir lo más antiguos en la sesión. Llevo tanto tiempo organizar todo que la gente de la sesión de doble A del turno siguiente, ya estaba agolpándose tras la puerta.

Ya afuera del salón, se quedaron afuera un rato a fin de organizar bien quiénes iban a ir, a pesar de que ya era de noche y el frío se hacía sentir como una cuchilla de carnicero rasgando la cara. Luego de unas cuantas idas y vueltas, quedaron en que iban a ir Raúl, Omar y Andrés que iba a poner el auto.

Se encontraron temprano al otro día en un bar, Andrés los paso a buscar con su Renault 19 y allí fueron la clínica privada. El viaje habrá durado unos 15 minutos, tiempo suficiente como para que Omar y Andrés quisieran tirar del auto al insoportable de Raúl. Durante el trayecto empezó a comentar que él tuvo una prima que había sufrido un accidente de tránsito y que estaba cuadripléjica, que los accidentes hoy en día eran jodidos, que antes los autos eran de hierro y que ahora eran todos de plástico, que había que ver si el doctor Kohlberg podía recuperarse, que seguramente otro profesional lo iba a cubrir, pero que lo haría todo mal, que todo se había perdido, que estaban yendo al pedo porque seguramente Kohlberg estaba en coma... La perorata siguió hasta que por fin llegaron al lugar.

Dejaron el auto en el estacionamiento subterráneo de la clínica, subieron hasta la planta baja y fue Andrés quien pregunto sobre la habitación del doctor Kohlberg. Una recepcionista bastante jovencita les indico que estaba en la habitación 214. “2+1+4=7, lindo número para jugar a la Quiniela” pensó Omar. Subieron por el ascensor hasta el segundo piso porque Raúl no podía subir ni de peso, dado su estado físico deplorable. Ingresaron por una puerta doble del tipo vaivén a un pasillo largo. Todo era silencio, solo se escuchaba el taconear distante de alguna visita y el crujir de la suela de goma de los zapatos de Raúl. Andrés localizo la habitación 214, golpeó tres veces y abrió la puerta.

—Buenas, ¿se puede? —saludó tímidamente mientras se metía, con los otros dos que miraban por sobre su hombro.

— ¡Muchachos, que alegría verlos! —dijo Kohlberg, mientras se incorporaba en la cama. Se lo veía algo pálido y un moretón bastante morado le cubría un ojo y parte de la frente. Tenía un yeso en la pierna derecha, pero se lo veía bastante animado.

—Acá con los compañeros de sesión vinimos a visitarlo, usted que tanto ha hecho por nosotros…— saludó Raúl, mientras agarraba con ambas manos su boina marrón.

— ¿Cómo se siente? ¿Qué le paso, doc? —interrumpió Omar, antes de que Raúl siga con sus adulaciones.
—Y mire, me quede sin frenos en la autopista —dijo mientras se erguía más en la cama—, quise doblar y terminé colisionando contra el guarda rail y dando varios tumbos. Me fracturé tibia y peroné, nada más. Me hubiese dado el alta ya, de no ser porque me tienen en observación por los golpes que recibí en la cabeza, ya estaría en casa.

—Tanto que hablamos de mufas y eso, usted tuvo suerte —bromeo Andrés. El doctor río forzadamente.

—Le traje unas flores, como para darle un poco de vida—Raúl volvió a la carga con sus adulaciones baratas.

—Yo le dije que esto no era una cita con una mina, que no hacían falta las flores—volvió a bromear Andrés.

—Les agradezco mucho por la visita estimados, los pacientes siempre terminan siendo los mejores amigos —dijo el doctor con un atisbo de emoción completamente extraño en él.

—Los muchachos estábamos muy preocupados por usted —gimoteó Raúl. Luego la conversación derivo en otros temas como el servicio de la clínica y su remplazo, que iba a ser el doctor Silva, compañero suyo en la universidad. Se quedaron hablando hasta que por la puerta entró una vieja rubia, de una edad similar a la de Kohlberg, que andaría por los 60 años. Se les presentó como Susana, la esposa del doctor. Inmediatamente supieron que debíamos irse como para no molestar en la intimidad del doctor. Saludaron y entre mensajes de mejoría se fueron.

—Tuvo bastante suerte el doctor— dijo Omar una vez ya en el auto de Andrés.

—La sacó barata eh —opino Andrés.

—Hay que ver, hay que ver —dramatizo Raúl— por ahí le queda alguna secuela en la pierna, como una cojera… o hay que ver si no pierde la pierna. Yo tuve un amigo que perdió la pierna por una infección en la fractura. Tal vez alguna lesión neurológica que estalle con el tiempo... es jodido.

Andrés y Omar decidieron no hablar más durante todo el viaje, debido a que Raúl era un manifiesto hipocondriaco y un rompebolas elevado a la enésima potencia.

Andrés dejo a ambos en sus respectivos hogares y fue a para su casa. Al otro día en la oficina, recibió un mensaje de Omar que lo dejo helado. “Falleció el doctor Kohlberg, cuando puedas llámame”. Andrés lo llamo inmediatamente y se puso a corriente de las novedades. Al parecer el golpe que había sufrido el doctor Kohlberg en la cabeza, causó unos coágulos en su cerebro, uno se desprendió y le dio un infarto cerebral fulminante. Andrés le dijo a Omar que lo pasaría a buscar a la tarde para ir al funeral, que averiguara bien la dirección de la casa de sepelios y se pusiera en contacto con los compañeros de terapia como para juntar plata para una corona.

Por la tarde llegaron Andrés y Omar al velatorio de doctor. La sala estaba llena. Estaban Susana y los que parecían sus hijos, por la forma de consolar a la esposa de Kohlberg. Había diversos grupos: podían advertirse alumnos, pacientes, amigos, colegas y allá por el fondo estaba el grupo de terapia. Ambos caminaron hasta allá.

—No puede ser, es increíble —gimoteaba Raúl.

—Que cagada — dijo Juan Cruz mientras meneaba la cabeza.

—No somos nada —intervino Martín.

Omar y Andrés se habían ido hasta el cajón para darle una oración y un último saludo al doctor. Ambos volvieron bastante dolidos y se sentaron en un sillón bajo. Permanecieron en silencio unos minutos, hasta que Andrés le dio un golpe de puño a la mesa ratona que estaba en frente suyo.

— ¿¡Cómo no se va a morir el pobre doctor!? —Dijo levantándose— ¡Si en este grupo son todos una manga de piedras! ¡Yetas son! ¡Hijos de puta!

Raúl rompió en llanto y se abrazó a Daniel que recién había llegado.

T.Schweinheim

"El último entrenador" de Juan Sasturain

Me lo encuentro de casualidad el sábado en Adrogué, en el cumpleaños de la hijita de un amigo. Salta el apellido que es raro, poco frecuente, y enseguida asocio a ese viejo, ese abuelo materno sentado casi de regalo a un costado de la mesa puesta en el extremo del living, con los recuerdos de infancia.

De las figuritas, no. No es un jugador pero es un nombre y una vaga cara del fútbol. Aprovecho que los pibes se van al patio a devastar lo que queda de un jardín con más calas que pensamientos y le busco la memoria con una pregunta respetuosa, como tocar a un oso despeluchado con un palo a través de las rejas:

-Su apellido me suena -le digo mientras nuestras manos convergen sobre la fuente de masitas-. Lo asocio con el fútbol de los cuarenta y cincuenta, cuando yo era chico, ¿Puede ser?

Tras un momento me confirma que sí, que es él, y el reconocimiento al que no está acostumbrado lo ilumina un poco, apenas, como las velitas de esa torta de nena, sin jugadores, que espera en medio de la mesa.

-Ya nadie se acuerda.

-No crea.

Nos trenzamos a charlar y no sé bien cómo pero al rato, mientras los otros destapan botellas, nosotros estamos en el dormitorio -porque esa es su casa, la de siempre- destapando una caja de alevosos recuerdos.

-Ese año que usted dice salimos campeones -revuelve, encuentra-. Fíjese, acá estoy yo.

Y me señala lo evidente, lo alevoso de su figuración. Es la foto de una revista y él está parado a un costado, el penúltimo de la fila de arriba, entre un colado habitual y un marcador de punta de los que todavía no se llamaban así.

-Qué pinta.

Tiene bigotitos, el jopo tieso de Gomina o Ricibrill y una E bien grande de pañolenci pegada -acaso con broches- en medio del pecho. El rompevientos -así se llamaban los inevitables buzos azules de gimnasia de entonces- está algo descolorido y los pantalones abombachados se le ajustan a la cintura un poco demasiado arriba, le dan un aire ridículo. El equipo, los colores del equipo que enfrenta a la cámara en dos niveles -atrás y de pie, la defensa; abajo y agachados los delanteros del siete al once, y el nueve con la pelota-, no importa demasiado ni viene al caso. Pero la cancha está llena.

-Linda foto -digo, porque es linda foto en serio.

-Psé.

Me muestra otra parecida de esa época, de un diario, y después otra más, posterior, coloreada a mano al estilo fotógrafo de plaza. Ya el equipo es otro y las tribunas detrás, mucho más bajas. El rompevientos -es el mismo, estoy seguro de que es el mismo- está un poco más descolorido.

Pone las tres fotos en fila y me dice, me sorprende:

-No estoy.

-Cómo que no.

Y por toda respuesta, contra toda evidencia, pone el dedo en el epígrafe, va de jugador en jugador, de nombre en nombre, y el suyo en todos los casos brilla -como el Ricibrill- por su ausencia.

-No era costumbre, supongo -y me siento estúpido.

-No era el tiempo, todavía -recuerda sin ira.

-Claro.

Él sigue revolviendo, elige y me alcanza. Y yo pienso que ese hombre de destino lateral, anónimo adosado al margen del grupo de los actores con una E grotesca en el uniforme de fajina era casi, para entonces, como un mecánico junto al piloto consagrado, o como el veterano de nariz achatada que se asoma al borde del ring junto al campeón. Su lugar estaba ahí, al ras del pasto; su función se acababa entre semana.

-No era el tiempo todavía -repite.

Y sabe que llegó empírico y temprano y se metió de costado en la foto en que salió borrado.

-En esa época había pedicuros, dentistas, porteros... -dice de pronto con extraño énfasis-. Era el nombre de lo que hacían. Ahora les dicen podólogos, odontólogos, encargados... Esas boludeces, como si fuera más prestigioso... Y yo era entrenador.

-No director técnico.

-Pts... Ni me hable, por favor... -y se le escapa cierta furia sorda, muy masticada.

-No le hablo. Tiene razón.

Compartimos en silencio certezas menores, módicos resentimientos.

-Vinieron con la exigencia de diploma -dice de pronto.

-Claro.

Me sumo a su fastidio y de ahí saltamos a desmenuzar los detalles, el contraste: el banquito con techo, el verso táctico, el vestuario aparatoso y la pilcha elegida para salir el domingo, esa que nunca se puso. Cuando quiero atenuar tanta simpleza sin lastimarlo, se me adelanta:

-Le digo: no se lo cambio.

-Le creo.

En eso, los primeros padres que vienen a recoger a sus niños irrumpen en el dormitorio y entre disculpas se llevan los pulóveres, las camperas apiladas sobre la cama grande. Entra la mujer de mi amigo, incluso.

-Ah, papá... estabas acá -y suspira como si encontrarlo en una casa de tres habitaciones fuera un trabajo-. Y siempre con esas cosas viejas. Sabés que no te hace bien.

Ella me mira como si yo tuviera alguna culpa que sin duda tengo y se lo lleva, lo saca de la vieja cancha despoblada para que vaya a saludar a alguien que se va o se sume para la foto con la nieta que -lo sé- no le interesa. El veterano me mira resignado. -Ha sido un gusto.

Asiente y se lo llevan. Apenas se resiste.

Me quedo solo y guardo las viejas revistas que han quedado abiertas sin pudor ni consuelo. No es cuestión de que cualquiera meta mano ahí. Después busco mi propio abrigo y escucho los ruidosos comentarios del living. Me imagino que para las fotos familiares el viejo se debería poner una remera grande con la letra A de Abuelo, para que al menos alguno pregunte quién es.

Pero no me quedo para verificarlo. Me basta con sentir o imaginar que he conocido al último entrenador.

Juan Sasturain.


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