Me lo encuentro de
casualidad el sábado en Adrogué, en el cumpleaños de la hijita de un amigo.
Salta el apellido que es raro, poco frecuente, y enseguida asocio a ese viejo,
ese abuelo materno sentado casi de regalo a un costado de la mesa puesta en el
extremo del living, con los recuerdos de infancia.
De las figuritas, no. No
es un jugador pero es un nombre y una vaga cara del fútbol. Aprovecho que los
pibes se van al patio a devastar lo que queda de un jardín con más calas que
pensamientos y le busco la memoria con una pregunta respetuosa, como tocar a un
oso despeluchado con un palo a través de las rejas:
-Su apellido me suena -le
digo mientras nuestras manos convergen sobre la fuente de masitas-. Lo asocio
con el fútbol de los cuarenta y cincuenta, cuando yo era chico, ¿Puede ser?
Tras un momento me
confirma que sí, que es él, y el reconocimiento al que no está acostumbrado lo
ilumina un poco, apenas, como las velitas de esa torta de nena, sin jugadores, que
espera en medio de la mesa.
-Ya nadie se acuerda.
-No crea.
Nos trenzamos a charlar y
no sé bien cómo pero al rato, mientras los otros destapan botellas, nosotros
estamos en el dormitorio -porque esa es su casa, la de siempre- destapando una
caja de alevosos recuerdos.
-Ese año que usted dice
salimos campeones -revuelve, encuentra-. Fíjese, acá estoy yo.
Y me señala lo evidente,
lo alevoso de su figuración. Es la foto de una revista y él está parado a un
costado, el penúltimo de la fila de arriba, entre un colado habitual y un
marcador de punta de los que todavía no se llamaban así.
-Qué pinta.
Tiene bigotitos, el jopo
tieso de Gomina o Ricibrill y una E bien grande de pañolenci pegada -acaso con
broches- en medio del pecho. El rompevientos -así se llamaban los inevitables
buzos azules de gimnasia de entonces- está algo descolorido y los pantalones
abombachados se le ajustan a la cintura un poco demasiado arriba, le dan un
aire ridículo. El equipo, los colores del equipo que enfrenta a la cámara en
dos niveles -atrás y de pie, la defensa; abajo y agachados los delanteros del
siete al once, y el nueve con la pelota-, no importa demasiado ni viene al
caso. Pero la cancha está llena.
-Linda foto -digo, porque
es linda foto en serio.
-Psé.
Me muestra otra parecida
de esa época, de un diario, y después otra más, posterior, coloreada a mano al
estilo fotógrafo de plaza. Ya el equipo es otro y las tribunas detrás, mucho
más bajas. El rompevientos -es el mismo, estoy seguro de que es el mismo- está
un poco más descolorido.
Pone las tres fotos en
fila y me dice, me sorprende:
-No estoy.
-Cómo que no.
Y por toda respuesta,
contra toda evidencia, pone el dedo en el epígrafe, va de jugador en jugador,
de nombre en nombre, y el suyo en todos los casos brilla -como el Ricibrill-
por su ausencia.
-No era costumbre,
supongo -y me siento estúpido.
-No era el tiempo,
todavía -recuerda sin ira.
-Claro.
Él sigue revolviendo,
elige y me alcanza. Y yo pienso que ese hombre de destino lateral, anónimo adosado
al margen del grupo de los actores con una E grotesca en el uniforme de fajina
era casi, para entonces, como un mecánico junto al piloto consagrado, o como el
veterano de nariz achatada que se asoma al borde del ring junto al campeón. Su
lugar estaba ahí, al ras del pasto; su función se acababa entre semana.
-No era el tiempo todavía
-repite.
Y sabe que llegó empírico
y temprano y se metió de costado en la foto en que salió borrado.
-En esa época había
pedicuros, dentistas, porteros... -dice de pronto con extraño énfasis-. Era el
nombre de lo que hacían. Ahora les dicen podólogos, odontólogos, encargados...
Esas boludeces, como si fuera más prestigioso... Y yo era entrenador.
-No director técnico.
-Pts... Ni me hable, por
favor... -y se le escapa cierta furia sorda, muy masticada.
-No le hablo. Tiene
razón.
Compartimos en silencio
certezas menores, módicos resentimientos.
-Vinieron con la
exigencia de diploma -dice de pronto.
-Claro.
Me sumo a su fastidio y
de ahí saltamos a desmenuzar los detalles, el contraste: el banquito con techo,
el verso táctico, el vestuario aparatoso y la pilcha elegida para salir el
domingo, esa que nunca se puso. Cuando quiero atenuar tanta simpleza sin lastimarlo,
se me adelanta:
-Le digo: no se lo
cambio.
-Le creo.
En eso, los primeros
padres que vienen a recoger a sus niños irrumpen en el dormitorio y entre
disculpas se llevan los pulóveres, las camperas apiladas sobre la cama grande.
Entra la mujer de mi amigo, incluso.
-Ah, papá... estabas acá
-y suspira como si encontrarlo en una casa de tres habitaciones fuera un
trabajo-. Y siempre con esas cosas viejas. Sabés que no te hace bien.
Ella me mira como si yo
tuviera alguna culpa que sin duda tengo y se lo lleva, lo saca de la vieja
cancha despoblada para que vaya a saludar a alguien que se va o se sume para la
foto con la nieta que -lo sé- no le interesa. El veterano me mira resignado.
-Ha sido un gusto.
Asiente y se lo llevan.
Apenas se resiste.
Me quedo solo y guardo
las viejas revistas que han quedado abiertas sin pudor ni consuelo. No es
cuestión de que cualquiera meta mano ahí. Después busco mi propio abrigo y
escucho los ruidosos comentarios del living. Me imagino que para las fotos
familiares el viejo se debería poner una remera grande con la letra A de
Abuelo, para que al menos alguno pregunte quién es.
Pero no me quedo para
verificarlo. Me basta con sentir o imaginar que he conocido al último
entrenador.
Juan Sasturain.
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