Hoy a los pibes todo les importa poco. Como que no le dan
verdadera importancia a las cosas. En mis tiempos, y no fue hace mucho, eh
—recién acabo de pasar la barrera de los 30 años—, la cosa era distinta. Bien
distinta. Había inocencia. Ojo, tampoco éramos boludos, pero teníamos un toque
inocentes, como un dejo para la mística. Ahora no, los pibes a los dos años ya
saben más que el mismo Darwin de la teoría de la evolución y todo sin siquiera
salir de su habitación. Por eso déjeme contarle algo. Una pequeña historia
sobre mí y una pelota de futbol.
Creo que era el año 92 o 93, yo andaba por los 6 o 7 años.
Me cuesta ser exacto en el año. Se venían los reyes. Generalmente no creía en
ni en Papá Noel ni en los mismos Reyes. No porque sea un avispado o un vivo de
chiquito. La realidad es que mis viejos nunca tenían un mango, y era mejor ir
de frente con la verdad de que el señor de rojo con barba y los tres reyes eran
ellos mismos. Uno sabía que no había guita y que por ende no había regalo. Nada
de sentirse mal porque Papá Noel y los tres hombres en camello se habían
olvidado de uno. Pero ese día de reyes en particular, mi viejo me sorprendió.
“Anda a cortar pastito en frente y déjaselo para los camellos de los Reyes”. Yo
fui contento a pesar de saber que no iba a haber regalo y que los reyes,
obviamente, eran los padres. Puse los
zapatos, el agua y el pasto. Fui a
dormir y cuando me desperté, ni siquiera me acordaba que era día de Reyes. Lo
recordé cuando iba a ponerme las zapatillas y tuve que salir al jardín a
buscarlas. Mi sorpresa fue gigante cuando vi apoyada sobre los zapatos un
paquete redondo. Fui corriendo a ver y comprobé que era ni más ni menos que una
pelota. Un hermoso balón número cinco. La pelota era blanca y roja. La marca
estaba pintada en letras plateadas. Era perfecta. Si hasta allí estaba
sorprendido, casi me caigo de culo cuando al costado de los zapatos divise una
carta. Al abrirla note que la letra de la carta no era ni de mi viejo, ni de mi
vieja. Yo estaba habituado a la letra de ellos y me hubiese dado cuenta
inmediatamente si “forzaron” la escritura para despistarme. En ella decía que
yo me había portado bien, quera un buen alumno y otras tantas mentiras. Aun
anonadado y muy feliz, mi viejo desde atrás sonrió y me dijo con una sonrisa cómplice:
“¿Viste lo que te trajeron los reyes?”.
Años más tarde, o meses tal vez —porque son datos que mi
cerebro no ha guardado en forma exacta—, me enteré que la que había comprado y
escrito la carta había sido mi tía Mary.
Para mí en ese momento fue como si me hubieran regalado un kilo de oro.
Estuve toda la tarde peloteando enl el patio de casa, imaginando goles,
gambeteando jugadores invisibles, celebrando ante una multitud en las tribunas
que eran macetas. Es jodido que todos tus amigos se vayan de vacaciones y vos
te quedes apechugado en casa los tres meses de vacaciones. Igualmente yo era
feliz, no tener clases ya bastaba para mí. Era una época feliz; a la tarde por
la televisión pasaban a los Supercampeones. Miraba las gambetas de Oliver y las
atajadas de Benji como si fuese un partido de verdad. Creo que nunca me molestó
que estuvieran corriendo más de media hora en una cancha interminable, o
redonda en todo caso. La frase de Oliver Atom, “el balón es tu amigo”, me la
tomé muy a pecho. En los días posteriores al hermoso regalo de reyes, andaba
con la pelota de acá para allá. Si tenía que ir al pediatra, iba con la pelota.
Tenía que ir a hacer las compras con mi vieja, iba con la pelota. A pesar de
que mi madre solía cagarme a pedos.
De a poco mis amigos iban volviendo de sus vacaciones y con
ellos volvía el fulbito en la canchita de acá a dos cuadras. Todas pero todas
las tardes jugábamos desde más o menos las tres de la tarde hasta las siete. No
sentíamos cansancio alguno y es más, cuando venían los grandes a sacarnos
protestábamos. El calor abrasante no nos importaba, más de una vez me insolé y
fui a jugar con una gorra con la visera para atrás. Lo único que nos detenía
era la lluvia o por lo menos a mí, porque cuando se venía el agua también venia
mi vieja y me llevaba del brazo para burla de todos. Era un cancha de papi,
rústica, donde si uno se caía, se raspaba hasta la médula. Cristian solía
llevar la pelota que justamente también era de papi fútbol. Nos divertíamos
como locos hasta que vinieron los pibes de la Avenida Santa Fe. Eran de nuestra
misma edad pero estaban claramente diferenciados porque no solo en la escuela
iban al “A”, sino que además vivían del otro lado de la avenida. Siempre nos
desafiábamos. A diferencia de otros, nosotros ni contabilizábamos los partidos.
Un día ganaban ellos, otro nosotros, a veces dos o tres al hilo. Pero lo cierto
es que cuando jugábamos, jugábamos a muerte. Fue en uno de estos tantos
“clásicos” que Cristian no pudo venir, los pibes de la avenida Santa Fe no
tenían pelota y la única pelota que teníamos a disposición era la que me habían
traído los Reyes. Un poco dudé en llevarla, pero las ganas de jugar al fútbol
como todas las tardes fueron más fuertes. Obviamente la pelota no era de papi y
parecía un globo cada vez que la pateábamos en esa cancha. De a poco iba
notando como se hacía pedazos. Me dolía tanto ver como se deshacía que parecía
que las patadas me las daban a mí. Al finalizar la tarde a la bocha le había
salió una especie de bulto por debajo de un gajo. Como un tumor amenazante a
punto de explotar. Cuando cayó la noche y agarre el balón y lo llevé para casa,
estaba triste a pesar de que habíamos ganado.
Llegue a casa y acomodé la pelota en el pasto del jardín y
me fui a bañar escuchando el plagueo de mi vieja por estar vagando en la
canchita. A la mañana siguiente mientras desayunaba ya casi no recordaba lo que
le había pasado a la mejor amiga que tuve en esos días. Hasta que un estallido
hizo ladrar a León, mi perro, y a mí me hizo saltar en la silla. Fui corriendo
hasta el jardín y allí estaba ella. Completamente desinflada, sin alma. Los
rayos del sol habían hecho reventar ese horrible globo que se le había formado.
La tome entre mis manos, volví a entrar y me puse a llorar. Mi viejo me pidió tranquilidad
y me dijo que no me preocupara. Yo tenía la esperanza de guardarla y mandar a
repararla, pero era una pelota tan chota que iba a salir más caro el arreglo
que una nueva. Ese día ni fui a jugar a la pelota con los otros chicos de lo
triste que estaba.
Al otro día mi viejo me despertó con una enorme sorpresa.
Una bolsa de esas grandes de nylon de casa de deportes que se arredondeaba en
el medio, como avisándome que en su interior había otra pelota. Lo abrace
fuerte a mi viejo, le dije gracias más o menos unas mil veces y salí corriendo
al patio con la bolsa. Cuando abrí la
bolsa, encontré una hermosa pelota, pero de básquet. Mi viejo no entendía nada
de fútbol.. o entendía demasiado y me
regaló esa pelota para que no la llevara más a la canchita y se rompiera, y así
yo no volviera a llorar por una pelota.
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Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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