Vuelve a mi memoria aquel partido
imperfecto en el que evitamos el
descenso. Han pasado tantos años y
tantas sorpresas después de aquel gol
que ya debería haberlo olvidado. Sería
el año sesenta o el sesenta y uno pero
todavía lo veo clarito como si fuera
ayer. El Chango Agüero era un chico
bajito, callado y tímido que venía al
Valle para el primer año de
profesionalismo.
En la cancha parecía otro: cambiaba de estatura, de voz, de mirada, y su infinita soledad tucumana se convertía en una muchedumbre de gambetas y toques al milímetro. Yo lo veía aparecer como un espectro entre los criminales del medio y picaba a buscar su pase perfecto. Cuando no llegábamos al arco era por torpeza mía. Las nuestras eran terribles expediciones a la poesía del gol, pero el poeta era él. Cuando digo poeta no pienso en versos coquetos sino en la lóbrega gestualidad de Quevedo y sus paredones de la patria. En Pavese encerrado en el hotel de Turín. En Pasolini aplastado en Ostia, en Alfonsina Storni buscando su última pelota allá en el fondo del mar. Algo de eso había en el Chango Agüero. El pibe no sabía de versos, pero yo necesito ahora del auxilio del Míster Peregrino Fernández para explicar lo que nos inculcaban en aquel tiempo a los que queríamos ser campeones.
En la cancha parecía otro: cambiaba de estatura, de voz, de mirada, y su infinita soledad tucumana se convertía en una muchedumbre de gambetas y toques al milímetro. Yo lo veía aparecer como un espectro entre los criminales del medio y picaba a buscar su pase perfecto. Cuando no llegábamos al arco era por torpeza mía. Las nuestras eran terribles expediciones a la poesía del gol, pero el poeta era él. Cuando digo poeta no pienso en versos coquetos sino en la lóbrega gestualidad de Quevedo y sus paredones de la patria. En Pavese encerrado en el hotel de Turín. En Pasolini aplastado en Ostia, en Alfonsina Storni buscando su última pelota allá en el fondo del mar. Algo de eso había en el Chango Agüero. El pibe no sabía de versos, pero yo necesito ahora del auxilio del Míster Peregrino Fernández para explicar lo que nos inculcaban en aquel tiempo a los que queríamos ser campeones.
El Míster daba las charlas técnicas
con la ayuda de un librito de Arthur
Schopenhauer y así aprendí algunas
cosas que no sabía de mí y de las
experiencias que estaba viviendo en mi
primera juventud. Ya sé, no es posible
que el fútbol, banal y grosero, evoque
los misterios de la vida, pero a veces,
dentro de la cancha, los remeda mucho.
Al menos para un alma sin otra
pretensión que vibrar y vibrar antes del
reposo definitivo, como la de Peregrino
Fernández. Aquel entrenador solía
decirnos que solo el juego de los niños
es capaz de remedar, en lo repetitivo y
anodino, una búsqueda tan grande de la
verdad. No sé si pude entenderlo nunca: según él, se trataba de comprender los
fragmentos para darse cuenta de que es
imposible asir la totalidad. Nuestra
moral se construye entre los dos arcos.
Nos crían en ciertos valores admirables
y perversos, y podemos elegir entre ser
leales a ellos o a la gente que cruzamos
en el camino. El trayecto hacia el gol es,
en definitiva, una manera de
conocimiento, de mirarnos y de mirar a
los demás. Así hablaba el Míster
Peregrino Fernández.
Tal vez tuviera razón o simplemente
ensayaba una filosofía de frontera. Igual
que el Chango, escapaba de algo y
buscaba refugio en la Patagonia. Cuando
no estaba enseñándonos a patear de chanfle o a achicar espacios, se sentaba
en un banco de la plaza a leer poesía
trágica y ensayos del romántico
Schopenhauer. De ahí sacaba ideas para
las charlas técnicas que tanto daban que
hablar en el pueblo. A pleno sol,
mientras masticábamos un limón, nos
explicaba que hay adversarios y amigos,
pizpiretas y amantes, pero también
contingencias y azares. Igual que en el
breve lapso de la vida, decía, hacemos
un aprendizaje inútil. Jugar, fantasear,
crear de la nada, sorprendernos con una
esfera que viene y va y en el camino
pierde su nombre.
¿Cuál es el nuestro?, se preguntó un
día. ¿Qué somos en esa tormenta que estalla frente al arco? ¿Acaso el primer
hombre y el último? Creo que en su
grandilocuencia se refería a la desazón,
al odio, a la dicha; a lo permanente y lo
efímero. Algunos muchachos se reían de
él porque estábamos a punto de irnos al
descenso, pero el Míster tenía vocación
socrática. Nos enseñaba que lo
permanente son los golpes, la marca, el
orsai, la represión, y ponía como
ejemplo que los defensores aparecen
siempre más grandes y feos de lo que
son porque ellos nos marcan los límites.
Algo nos quedó de su discurso
alucinado. A poco de dejar Cipolletti, el
Chango Agüero se gambeteó a cuatro
tipos que lo agarraban de la camisa y le mentaban a la madre. El último le
mordió una oreja pero él siguió. Mi
flojera moral me hizo creer que no
pasaba y lo dejé solo, mal perfilado,
trastabillando frente al arquero. Yo
tendría que haber ido a buscar el pase
por el medio para abrirle al menos una
puerta, pero me pareció que era hombre
muerto. El arquero le pegó uno de esos
gritos que habrán oído las mujeres
carapálidas a la llegada del malón y se
le echó encima. Un back que volvía se
le tiró con los tapones de punta y del
choque salieron unos crujidos que
parecían los de una cabaña azotada por
el huracán. En medio del entrevero
quedaba un hueco chiquito por el que apenas hubiera pasado una gallina y por
ahí la metió el Chango. No para el arco,
porque no tenía ángulo, sino hacia atrás,
dando vueltas, mal parida y venenosa.
Una pelota dividida, para que yo cargue
y la pelee. Eso hice: encandilado por el
sol fui a chocar con un defensor, a ver si
lo podía desplazar. Todo pasó en cinco
segundos, pero para mí dura una
eternidad. Alcancé a tocarla con la punta
del zapato para la entrada de Carlitos
Cansino, entreala mustio y elegante que
detestaba a Schopenhauer porque lo
consideraba un filósofo desalmado.
Cansino nos miró con aire despectivo y
le devolvió un centro al Chango Agüero,
que había zafado de su marca. Lo dejó solo, a dos metros del arco y nunca
supimos qué pasó. El Chango se tiró en
palomita, cabeceó y todos vimos la
comba que hizo la pelota antes e
estallar. Fue un ruido seco, ridículo, y la
pelota cayó, inerte y desinflada, sobre la
raya del gol. Parecía un bombero
aplastado, una tortuga dormida.
Nunca supimos si fue gol. El Míster
Peregrino Fernández, para influir en el
fallo, entró en la cancha gritando gol
como loco. Se arrodillaba y se
persignaba como si estuviera en San
Cayetano. El referí vino corriendo a ver
qué pasaba y antes de decidir se paró a
amonestarnos a todos: al Chango, a
Carlitos, al Míster y a mí. Después los contrarios y él se inclinaron hacia el
objeto inerte con mucho cuidado, como
si temieran encontrase con una araña
pollito. La pelota estaba descosida y
medio despanzurrada cubriendo la raya
desteñida. Nadie la tocaba. «Es medio
gol», dijo el referí y esperó la
aprobación general. «La rompió,
¡golazo!», gritó Peregrino Fernández, y
empezó la discusión. El Chango fue el
único que interpretó las lecciones de
Schopenhauer: se abrió paso entre los
otros y con la punta del zapato empujó el
cuero al otro lado de la raya. Enseguida
se acercó al referí con las manos en la
espalda y le dijo: «Vea, parece en
ocasiones que a la par queremos y no queremos una cosa y que, en
consecuencia, el mismo acontecimiento
nos regocija y entristece
simultáneamente». El referí lo escuchó
boquiabierto y ahí nomás convalidó el
gol. Tiempo después, al recordar el
partido, el Míster nos explicó que la
primera dificultad que encontramos para
reconocernos a nosotros mismos es que
nos resulta imposible recordar nuestra
propia imagen frente al espejo. Según él,
así hablaba el filósofo y por eso nos
salvamos del descenso.
Osvaldo Soriano
Publicado originariamente en
Página/12, el 10 de julio de 1994, con
el título «Ahora que ya no estamos». Recopilado en el libro «Arqueros, ilusionistas y goleadores», Ed. Seix Barral. 2014.
No hay comentarios.: