En este sabado de Fontanarrosa le traemos un excelente cuento, el cual se ha llevado en innumerables ocasiones al teatro.
***
Bermúdez negó con la cabeza para de inmediato estudiar la postura que, dignamente, procuraba mantener Élida en su asiento. Procedió entonces a copiarla lo mejor posible, entrecruzando algo las piernas, estirando un pie, llevando una mano a la cintura, adelantando apenas un hombro, girando unos grados el mentón.
—Vamos Bermúdez —lo alentó Marconi, colaborando incluso a
que Bermúdez encontrase su posición sobre la silla, insinuándole con un leve
empujón la curva de un muslo, presionando apenas con sus dedos bajo un codo—.
Colabore un poco más. Métase más en la cosa. Vamos. Vamos. Usted está
hablando... Hable...
El comisario se alejó de la silla del sumariante hasta
ubicarse junto a Élida y sus padres. Todavía Bermúdez lo buscó una vez más, con
la mirada. Marconi le hizo un gesto aprobatorio con la cabeza y con el dedo
índice de su mano derecha oscilando frente a su boca escenificó la acción del
hablar.
—Hoy, a 25 días del... —comenzó Bermúdez en voz muy baja.
—Más fuerte, Bermúdez —se ofuscó el comisario—. No se le
escucha. ¿Ustedes lo escuchan? —consultó a los demás. Todos negaron con las
cabezas—. No lo escuchan, Bermúdez.
El sumariante carraspeó, adoptó una expresión enérgica e
intentó de nuevo.
—Hoy, a 25 días del mes de agosto, hacen acto de presencia
en esta comisaría, los señores Emérito Nicolás de León, argentino, soltero de
28 años, y Efraín Francisco López, paraguayo, obrero de la construcción,
quienes...
—¡Bermúdez! ¡Bermúdez! —el comisario estaba junto a la silla
del sumariante, tomado al respaldo y procurando calmarse—. Atiéndame. Atiéndame
Bermúdez. ¿Qué está diciendo, qué está diciendo? —Había acercado su rostro al
del sumariante y adoptado un tono persuasivo—. ¿Usted piensa que una señorita
que se ha dirigido a un local cerrado en compañía de un masculino con
propósitos no del todo esclarecidos, puede hablarle así? ¿Usted cree, usted
cree? ¿Le parece posible, Bermúdez? Razone Bermúdez, métase en la cosa. Métase
en la personalidad de esa mujer...
—Es que no sé qué decir... —se disculpó el sumariante.
—Invente, Bermúdez. Improvise. Improvise —se irguió Marconi.
Caminó un par de pasos, nervioso—. Tan ocurrente que es cuando tiene que pedir
permisos para salir. Improvise, Bermúdez.
Marconi se dirigió hacia los demás, en voz algo más baja,
pidiendo calma con sus manos.
—Está nervioso —explicó—. Está un poco nervioso. Hay que
darle un poquito de tiempo. —Luego volvió junto a su subordinado—. Concéntrese
Bermúdez, concéntrese —pidió—. Cuando empezó a hablar lo tenía, pero después
lo perdió, lo perdió al personaje... Vamos... Vamos... Están en la piecita,
usted se ha sentado y le habla al señor Pendino.
En puntas de pie, Marconi se alejó de Bermúdez, hasta
situarse junto a Élida y sus padres. Bermúdez, levemente dilatados los ojos,
abismado, permanecía en silencio.
—Me cubre con su máscara la noche —comenzó, de pronto. Su
voz había tomado un matiz ronco y profundo— de otro modo verías mis mejillas
enrojecer por lo que me has oído. Cuánto hubiera querido contenerme, cuánto me
gustaría desmentirme, pero le digo adiós al disimulo... —giró su torso
quedando enfrentado con Pendino, quien, quizás alarmado, se echó levemente
hacia atrás—. Dulce Romeo, si me quieres, dímelo sinceramente, pero, si tú
piensas que me ganaste demasiado pronto —allí se puso de pie velozmente
Bermúdez, lo que comprimió aún más el clima ya denso de la escena— frunciré el
ceño y te diré que no —se había apoyado en la mesa— y seré cruel para que tú me
niegues —giraba por detrás de su propia silla— aunque de otra manera el mundo
entero no podría obligarme a rechazarte —y se enfrentaba ahora con Pendino.
Este lanzó una mirada rápida hacia el comisario, azorado, tanteando la
posibilidad de una ayuda de parte de Marconi. Pero Marconi seguía extasiado los
pasos de su subalterno, un puño crispado junto a su mejilla, el otro cerrado
junto a su cintura, una expresión casi de gozoso dolor en el rostro.
—Bello Montesco, te amo demasiado y —continuó Bermúdez, su
cara peligrosamente cerca de la de Pendino— tal vez por ello me hallarás
ligera, pero te daré pruebas, caballero —el tono de Bermúdez había ido in
crescendo, era ahora amenazante frente al gesto espantado de Pendino— de ser
más verdadera que otras muchas que por astucia se demuestran tímidas —las
últimas palabras habían sido gritos en la voz de Bermúdez—. Más reservada
hubiera sido, es cierto, pero yo no sabía que escuchabas mi pasión verdadera
—se apartó de repente de Pendino—. Ahora perdóname —casi sollozó— y no
atribuyas a liviano amor lo que te descubrió la oscura noche —las últimas
palabras casi no se escucharon, porque Bermúdez había caído como fulminado por
un rayo y ahora lloraba con desconsuelo tremendo, aferrado a una pata de la
mesa, sacudido por convulsiones, estremeciendo definitivamente a los presentes,
quienes, con lágrimas en los ojos se miraban unos a otros, se abrazaban entre
sí o gesticulaban aprobatoriamente. El comisario Marconi había depositado un
beso en la frente del agente Pérez y luego, secándose los ojos con el dorso de
la mano se acercó a reconfortar a los demás. Incluso Pérez, hombre por lo
general austero en la administración de sus emociones, procuraba disimular sus
lágrimas enjugándolas con un pedazo de franela destinado habitualmente a la
limpieza del arma de la repartición.
—Bravo. Bravo Bermúdez. Bravo —se acercó Marconi hasta su
subalterno, que permanecía aún prendido a la pata de la mesa, contraído,
llorando presa de una crispación manifiesta.
—Relaje, Bermúdez, relaje —sugirió Marconi, en tanto
procuraba levantarlo.
Pero Bermúdez se revolvía ante el contacto de las manos del
comisario, como un niño encaprichado por algo. Finalmente el sumariante se fue
calmando, se aflojaron sus músculos y pudo así Marconi ayudarlo a ponerse de
pie, levantarlo sostenido por las axilas y depositarlo sobre la silla, donde
procedió a acomodarle la corbata, alisarle el cabello y reconfortarlo con
leves palmaditas en las mejillas en tanto Bermúdez continuaba hipando,
sofocando cortos y nuevos accesos de llanto, aspirando profundamente para
recomponer su respiración.
Cuando la tensión del momento hubo pasado, Marconi se
dirigió a Pendino.
—¿Qué hace usted, entonces? —preguntó—. ¿Cómo sigue el
sueño?
—Bueno... —recuerdo que la señorita— Pendino hizo un gesto
tímido señalando a Bermúdez— por ahí, se levantaba y se apoyaba en la mesa. Y
me miraba... digamos...
—A ver, Bermúdez —pidió el comisario—. Acérquese a la mesa.
Bermúdez miró a Marconi con ojos mansos. Se recompuso luego,
y, dócil, se puso de pie para apoyarse en la mesa. La orden de Marconi, por
otra parte, había sido cuidadosa, casi afable.
—Lo miraba —refrendó el comisario la apreciación de
Pendino—. ¿Cómo lo miraba?
—Y...
—Provocativamente —propuso Marconi.
—Eso —con la afirmativa de Pendino, casi automáticamente,
Bermúdez adoptó una pose sugerente, cercana a lo lascivo sin caer en ello.
—Ehh... —vaciló Pendino. Luego avanzó dos pasos hacia
Bermúdez—. Yo me le acercaba...
—¡Señor comisario! —reclamó el padre de Élida poniéndose de
pie—. Creo que esto es muy peligroso. Este tipo es un... un... degenerado
sexual y puede...
—¡Siéntese, señor Bustamante! —ordenó Marconi—. Esto es un
procedimiento policial.
—Yo me acercaba a ella —retomó el relato Pendino aproximándose
dubitativamente al sumariante— y... —miró al comisario como pidiendo su
aprobación—comenzaba a acariciarle los cabellos —Fue allí que el padre de Élida
cayó sobre Pendino como un gato montés, aferrándole los brazos.
—¡No la toque a la nena! —rugió. La madre de Élida acompañó
la carga de su marido, pero optó por abrazar, cubrir prácticamente con su
cuerpo el cuerpo del sumariante.
—¡No se atreva a tocarle un pelo! —aulló, trágica—. ¡No se
atreva!
Siguió un momento de total confusión, al que sólo la energía
de Pérez y la corpulencia de Marconi lograron poner fin.
—¡Comisario! —reprochó la señora de Bustamante, que había
abandonado al sumariante para colgarse de las solapas de Marconi—. ¡Usted no
puede permitir esto! ¡Encerrar a mi Elidita con ese degenerado!
—Cálmese señora —rogó Marconi— Cálmese. No es su hija. Es
nada más que una reconstrucción. Y no es su hija —el comisario condujo a la
señora hasta su asiento y luego volvió junto al sumariante quien, trémulo ante
el desorden, se hallaba aferrado al borde de la mesa.
—Usted vio —continuó explicando Marconi a la madre de Élida—
que yo la suplanté por el sumariante Bermúdez. Él hubiese sabido defenderse.
Bermúdez había vuelto sus ojos hacia el comisario, ante el
contacto de la mano de éste sobre su hombro.
—No juegue con mis sentimientos, comisario —le pidió.
—Usted bien sabe, Bermúdez —musitó Marconi, casi
confidencial— que nunca hemos llevado una reconstrucción de un abuso sexual
hasta sus últimas instancias.
Marconi se volvió hacia Élida y sus padres. Pidió calma con
las manos.
—Reconozco —dijo— que tal vez sea algo prematuro realizar
una reconstrucción estando tan fresco el recuerdo del sueño. Dejaremos que se
enfríen los ánimos. No siempre salen bien. Pero recuerdo el caso de la
reconstrucción de un crimen hecho al aire libre, que tuvimos que repetirla como
quince veces. A pedido del público. Fue un verdadero éxito. Por eso yo recurro
habitualmente a ellas.
Bermúdez se había apresurado a devolver la mesa y la silla a
sus sitios originales, tornando la máquina de escribir a su lugar. De al lado
de la máquina tomó entonces el comisario Marconi una carpeta rosa.
—Pero siempre hay otras alternativas a las que se puede
recurrir —informó Marconi, en tanto hojeaba morosamente los folios—. Veamos...
Señora de Quesada... ¡Señora de Quesada, por favor! —llamó.
Desde uno de los bancos situados junto a la puerta de
entrada al despacho, se acercó una mujer flaca. Un agente le acercó una silla.
—Mire señor comisario —inició apenas se hubo sentado, sin
descruzar los dedos donde apretaba un monedero ajado y sucio— ...como yo le
contaba acá a la señora...
—Un momento, por favor —interrumpió Marconi—. Dele sus datos
al sumariante.
La mujer recitó su nombre, estado y domicilio.
—Bueno, mire, señor comisario —retomó de inmediato— como yo
le contaba acá a la señora apenas me enteré de... todo este asunto... yo anoche
fui con mi marido a cenar al comedor del club. Nosotros casi nunca salimos con
mi marido, pero anoche justo se dio de que yo tuve que ir al centro a la tarde
y se me hizo tarde para volver entonces cuando volvió mi marido le dije que por
qué no íbamos a comer algo ligero al club para no tener que ponerme a cocinar y
todo eso, lavar platos y demás. Bué, y cuando fuimos al club me acuerdo
perfectamente que ese señor... —señaló a Pendino— estaba con otros dos amigos
en otra mesa, en una mesa de más allá, más cerca de la mesa de billar. Y me
acuerdo patente que yo le comenté a mi marido, le dije: "Mira, viejo, qué
manera de tomar vino esos muchachos, qué manera de tomar vino".
Pendino se revolvió, nervioso, en su asiento.
—Porque le aseguro, comisario —prosiguió la mujer— que yo no
soy de fijarme en lo que hacen los demás, por mí que cada uno haga lo que
quiera pero era increíble lo que tomaban esos muchachos. Increíble. ¡Las
botellas de vino sobre la mesa! Tanto que mi marido, que mire que para que mi
marido hable, mi marido me acuerdo que me dijo: "Es cierto". Hasta
él se asombró, que no se asombra de nada, con eso le digo todo.
El comisario hizo girar lentamente un lápiz que sostenía con
ambas manos sujetándolo por los extremos. Miró a Pendino. Enarcó las cejas,
inquisitoriamente.
—¿Es cierto eso?
Pendino se cruzó de brazos, echó el cuerpo hasta recostarse
contra el respaldo, estiró la pierna derecha, meneó la cabeza desestimando y
agitó luego la mano izquierda en el aire como mostrando en la mano un papel
inexistente.
—Ehhh... ¿Qué habremos tomado?... —continuó buscando la
frase justa—. ¿Qué sabe esta... señora? ¿Qué...? ¿Estaba llevando la
contabilidad de lo que nosotros tomábamos acaso?
—Mire joven... —la señora de Quesada echó el cuerpo hacia
adelante, la nariz como una proa y depositó la punta de los dedos de su mano
derecha sobre su tórax—
...si yo digo eso es porque...
—Déjeme de joder —Pendino viró su cuerpo hacia el otro lado,
hizo un gesto de fastidio con la mano—. Mire, déjeme...
—Yo no le estaba llevando la contabilidad... —explicó la
señora de Quesada, rectificó ella también la dirección de su torso quedando
enfrentada al comisario Marconi, al observar que Pendino le daba prácticamente
la espalda— yo no le estaba llevando la contabilidad, señor comisario, pero yo
estaba de frente a la mesa de los señores y por eso lo veía perfectamente, no
era que yo los estuviera vigilando ni nada, pero estaba de frente...
—Hablan al reverendo pedo... —masculló como para sí, y
mirando hacia otro lado Pendino, aún cruzado de brazos.
—...y entonces por eso los veía —se hizo la que no lo oía la
mujer— y me impresionó, porque le juro que me impresionó, comisario, la
cantidad de botellas de vino que tenían en la mesa...
—...vieja de mierda, se la pasan al pedo en la casa y...
—continuó como en un rezo, Pendino.
—Por eso es que se lo puedo decir... —lejos de amilanarse,
se hizo más enérgica la voz de la mujer— con toda seguridad, señor comisario. Y
si no lo cree, está mi esposo que no me deja mentir, y que si no vino es porque
está en el trabajo, pero mañana o esta noche, si usted quiere que venga él
viene porque él también lo vio, señor comisario.
Marconi le hizo un gesto como para demostrarle que su
testimonio ya era suficiente.
—¡Son borrachos, comisario, son borrachos! —se envalentonó
el señor Bustamante—. Son borrachos que cuando toman de más hacen cosas como la
que hizo este hijo de puta, ¡porque otra cosa no se le puede llamar a este hijo
de puta! ¡Si todos los conocen en el club, a él y a sus amigos, todos ya lo
conocen bien, muy bien lo conocen!
—Siéntese Bustamante —ordenó Marconi.
—Es que es así, comisario —aprovechó para brindar apoyo la
madre de Celina—. Yo también ahora me acuerdo de que a mí me habían contado de
este grupito... esta patotita... —acentuó las silabas con desprecio.
—¿Qué patotita, qué patotita? —se ofuscó Pendino.
—Esta patotita —siguió ella— que se juntaban en el club, y
tomaban vino y se la pasan jugando al billar, y diciéndole cosas a las
mujeres, que no se puede ir tranquila a...
—Pero... ¿Quién le dijo eso, quién cuenta eso? —Pendino se
soliviantó como para ponerse de pie, se contuvo luego, pero buscó la mirada de
Marconi que justificara su indignación.
—Cállese, señora —aprobó Marconi—. Eso es algo que veremos
en otro momento.
—Se ponen borrachos y después tienen esos sueños...
—alcanzó a decir la madre de Celina.
—¡Y de algo estoy seguro —saltó como un resorte el señor
Bustamante, como si hubiese estado aprovechando el momento en que se
descuidasen sus custodios para lanzar su proclama— ¡Mi hija no se dejó! ¡Mi
hija no se dejó como cuenta este delincuente! ¡Él la violó, la forzó!
Lo obligaron a sentarse por la fuerza.
—¡Él la violó! —insistió, no obstante. Celina, uniéndose al
clima sensibilizado, lloró más estruendosamente.
—Mírela, comisario, mírela —gimoteó su madre, con lágrimas
en los ojos, perdido ya en apariencia el frágil control que parecía mantener,
acunando entre sus brazos, como si fuese una nenita, a Celina—. ¡Mírela, una
Magdalena mi pobre hija! Y este... criminal... diciendo que ella hizo lo que
hizo. Pregúntele a cualquiera, comisario, pregúntele a cualquiera, a la
maestra que Celinita tuvo en la primaria, a las compañeras que tuvo hasta el
año pasado en la secundaria, pregúnteles si Celinita es capaz de hacer una cosa
así, ¡pregúntele a cualquiera!
—Señora —la palabra de Marconi solicitaba calma. La madre de
Celina aspiró sonoramente, sacudió un poco la cabeza y con el labio inferior
buscó sorber una lágrima que le había caído por la mejilla. Se hizo un incómodo
silencio.
—¿Cómo se enteró usted... del hecho? —preguntó Marconi a la
madre de Celina.
—Esta mañana —contestó por ella el señor Bustamante.
—Esta mañana, señor comisario —confirmó ella—. En la
verdulería, cuando yo fui ya todo el mundo hablaba de eso —no pudo contenerse y
rompió a llorar—. ¡Todo el mundo, todo el mundo! —articuló entre sollozos—.
Todo el barrio enterado de lo de la nena! ¡La vergüenza, señor comisario, la
vergüenza!
—¿Quién se lo dijo? —Marconi practicó su más frío tono
profesional.
—Doña Pola, la de la esquina —la mujer pareció calmarse—.
Parece que lo primero que había hecho esta mañana este... este delincuente...
fue contárselo a todo el mundo, a todos sus amigos en el club. Doña Pola me
contaba que se reían a carcajadas... los inmundos... Este delincuente les
contaba a los gritos en el buffet del club y todos se reían...
La madre de Celina hundió el rostro sobre el cabello de su
hija y continuó llorando, en silencio. El señor Bustamante hizo un movimiento
como para incorporarse a consolar a su mujer, pero se contuvo. La señora de
Quesada oscilaba su cabeza en un movimiento de negación y pestañeaba repetidamente
alejando las lágrimas. Por primera vez, Pendino mostraba los ojos muy abiertos,
asustado. Marconi levantó ambas manos y cuando ya parecía que iba a golpear
duramente sobre su escritorio, las bajó con lentitud y depositó las palmas de
plano sobre la madera.
—Sargento —llamó—. Lleve al matrimonio Bustamante y a su
hija afuera. Que no se vayan todavía. Usted señora de Quesada, puede retirarse.
El comisario se puso de pie y todos lo imitaron.
Pendino pasó por su lado, tomado de un brazo por un agente.
—Le juro, comisario, que ella me provocó. En el sueño estaba
bien clarito.
Marconi asintió con la cabeza y luego, con el mentón, le
marcó el camino a seguir.
El sargento Ramírez se acercó, encendiendo un cigarrillo.
—Está jodida la situación de este pibe —le dijo Marconi,
mirándolo.
—Parece ¿no?
Marconi se quedó con las manos en los bolsillos mirando las
baldosas del patio.
—Es que uno dice ¿no? —comentó el sargento—. Pero también
las minas andan ahora con cada ropa que... bueno... después el desgraciado es
el tipo. Marconi enarcó las cejas, pensativo.
—¿Qué hay que esperar ahora? —preguntó el sargento.
—El informe del médico. Las manchas en... —dudó Marconi—
...en los calzoncillos de Pendino no se pueden comprobar porque él hizo
desaparecer la prenda. Pero siempre pueden quedar manchas en las sábanas, o en
la cama. Es lo que se está estudiando.
—Si es que hubo polución —arriesgó el sargento.
—Por supuesto, por supuesto. Si la hubo o no la hubo, eso
puede cambiar mucho la cosa, Ramírez.
—Si se consumó la cosa.
—Ajá.
Ramírez tomó la carpeta que estaba sobre el escritorio y se
fue para adentro.
El comisario Marconi siguió con las manos en los bolsillos,
la vista perdida en el piso del patio, hurgándose los dientes con la lengua.
—Está jodida la cosa —murmuró.
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