Ustedes dirán que soy el globero más extraordinario que ha
pisado El Mundo por lo que voy a decirles. Ayer fue el primer partido de fútbol
que vi en mi vida, es decir, en los veintinueve años de existencia que tengo,
si no se cuentan como partidos de fútbol esos con pelota de mano que juegan los
purretes y que todos, cuando menos, hemos ensayado con detrimento del calzado y
de la ropa. Sí; el primer partido, de modo que no les extrañen las macanas que
puedo decir.
“Carnet” de periodista. Una naranja podrida reventó en el
cráneo de un lonyi; cuarenta mil pañuelos se agitaron en el aire, y Ferreyra de
una magnífica patada hizo el primer goal. Ni un equipo de ametralladoras puede
hacer más ruido que esas ochenta mil manos que aplaudían el éxito argentino.
Tanta gente aplaudía tras mis orejas, que el viento desalojado por las manos
zumbaba en mis mejillas.
Luego, el juego decreció de entusiasmo y empecé a tomar
apuntes. Aquí van; para que se den cuenta cómo trabaja un cronista que no
entiende ni medio de football (creo que así lo escriben los ingleses). He aquí
lo que vi. Un negro que vendía un paraguas abollado para librarse del sol. Un
regimiento de chicos que vendían ladrillos, cajones, tablas, naranjas,
manzanas, bebidas sin alcohol, diarios, retratos de los footbalistas,
caramelos, etc., etc. Un jugador argentino dio una costalada, Cherro erró un
goal; de pronto suenan aplausos y en la pista de “Las oficiales”, más aplausos
a granel. El “Torito de Mataderos”, pasaba entre una barra de admiradores.
Una voz grita tras mío: “Ese Evaristo está toda la tarde con
la platea” (y Evaristo fue el que hizo el segundo goal en combinación con
Ferreyra). Otra naranja podrida estalla en el cráneo del mismo lonyi. Cientos
de cachadores miran y se ríen.
Cherro yerra otro goal y un fulano que se esconde tras de
los bigotes, se los retuerce al compás de malísimas palabras. Las gradas están
negras de espectadores. Sobre estos cuarenta mil porteños, de continuo una mano
misteriosa vuelca volantes que caen entre el aire y el sol con resplandores de
hojas de plata. Se apelotonan jugadores uruguayos y argentinos en torno de un jugador
estirado en el suelo. Fue una patada en la nuca. No hay vuelta; los deportes
son saludables. Otra naranja podrida revienta en el cráneo del mismo lonyi.
Ferreyra gambetea que es un contento. No hay vuelta, es el mejor jugador del
equipo, con Evaristo. ¡Ferreyra solo!, gritan las tribunas, y otro: “Ahí lo
tienen al juego científico”.
Desde un techo. Al sur de la cancha de San Lorenzo de
Almagro, sobre avenida La Plata, hay una fábrica con techo de dos aguas y
varias claraboyas. Pues, de pronto, la gente empezó a mirar para aquel lado, y
era que de las claraboyas, lo mismo que hormigas, brotaban mirones que en
cuatro patas iban a instalarse en el caballete del tejado. Algo como de
cinematógrafo. A todo esto el primer tiempo había terminado. Entonces, del
alambrado que separa las populares de las plateas, vi despegarse al lonyi que
recibía las naranjas podridas en el mate.
Tenía el cogote chorreando de podredumbre, la jeta cansada
de tanto estar colgado y se dejó caer en el portland del piso, con gran
satisfacción de los propietarios de las naranjas. Ahora el suelo quedó
convertido en campamento gitano. Comencé a caminar. Había una cosa que me llamó
la atención y era el agua que continuamente caía de lo alto de las tribunas. Le
pregunté a un espectador por qué hacían ese regalo, y el espectador me contestó
que eran ciudadanos argentinos que dentro de la constitución hacían sus
necesidades naturales desde las alturas.
También vi una cosa formidable, y era un montón de purretes
colgados de los fierros en la parte inferior de las tribunas, es decir, del
lado donde únicamente se ven los pies de los espectadores. Todos estos chicos
rivalizaban en agarrarle las piernas a una espectadora para ellos invisible.
Al margen del fútbol. Seguí caminando, pensando en los
espectáculos que la suerte me había deparado ver por primera vez en mi vida, y
vi un regimiento de mujercitas de aspecto poco edificante acompañadas de la
barra de sus “maridos”. Habían hecho rueda en asientos de diarios y tragaban
salame de caballo y mortadela de burro.
El ruidoso trabajo de masticación era acompañado de una
continua repetición de tragos de un brebaje misterioso que tenían encerrado en
un porrón. Luego tropecé con una brigada de forajidos que vendían ladrillos, no
para tirárselos a los jugadores, parece que para éstos se reservaban las
botellas. Los ladrillos eran para servir de pedestal a los espectadores
petisos.
Apareció un negro arramblando con una hoja de puerta,
levantó una tribuna y comenzó a vocear; “veinte centavos el asiento”. Varios
padres de familia subieron al palco improvisado.
Avenida La Plata. Salí del field, pocos minutos antes que
Evaristo hiciera el segundo goal. Todas las puertas de avenida La Plata estaban
embanderadas de magníficas pebetas. ¡La pucha si hay lindas muchachas en esta
avenida La Plata! De pronto resonó el estruendo de toda una muchedumbre de
aplausos; desde lo alto de la tribuna un brazo como un semáforo hizo una señal
misteriosa sobre el fondo celeste, y la voz rápidamente levantó un grito en la
garganta de todas las pebetas: —Ganamos los argentinos: 2 a 0. Hacía mucho
tiempo que los porteños no jugaban con trepidés.
Los uruguayos dieron la impresión de desarrollar un juego
más armónico que el de los argentinos, pero éstos, aunque desordenadamente,
trabajaron con lo único que da el éxito en la vida: el entusiasmo.
Roberto Arlt
Publicado en el diario "El Mundo" el 18 de noviembre de 1929
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