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Antes de empezar el partido el General se acercó al coronel Ngaza y lo amonestó ostensiblemente, como si el otro se le hubiera insolentado. En el momento me sorprendió, pero después lo puse en la cuenta de alguna de sus insondables estrategias. Le pegó un reto en cocoliche, agregando alguna palabra en alemán para que sonara más contundente. Después miró el reloj, levantó el brazo derecho y pitó el comienzo con la seguridad del que ha dirigido fútbol toda su vida. 


Un tipo al que le decían Sancocho me dio la pelota y al pararla sentí que me dolía hasta el huesito dulce. Hacía mucho que no jugaba en serio, de modo que la tiré atrás para que se hiciera cargo alguien más joven que yo. Un belga fornido, entusiasta, tuvo la mala idea de correrla y nuestro seis, un tal Kurachi, demoró el rechazo para ir al choque, lo abarajó con el puntín de la derecha y le dio un puñetazo en la cabeza. El General se hizo el oso e hizo seguir como si se tratara de un choque accidental así que salimos jugando por la derecha, con el lateral lanzado como un cohete. Yo trataba de esconderme para cuidar el físico, imaginate que ya había pasado los cincuenta pirulos y no me quería desgarrar a los cinco minutos de juego. 

El General empezó como uno de esos referís que sacan partidos, pero después nos empezó a sorprender. Yo esperaba que nos diera un penal, pero lo que hacía era cobrar pequeños tiros libres que nos iban acercando al arco rival sin que se notara. De pronto el siete nuestro, de nombre Mempere, cabeceó un tiro libre mío al estilo de un Boyé y casi rompe el travesaño. Ahí y por la media hora siguiente, los belgas empezaron a cuidarse. Cada vez que salían les metíamos un contraataque y como el General hacia de cuenta que el orsai no existía, las cosas se les empezaron a poner difíciles. Creo que los africanos no dejaban de pensar en la arenga que les dio Patrice Lumumba antes de salir para la cancha: ordenó que tuviéramos entretenidos a los colonialistas para facilitarle el golpe de comando que había planeado. 

La táctica del General, me parece, apuntaba a la distracción. Nos estuvo retando todo el tiempo, tratándonos como a basuras, amonestándonos y hubo un momento en que paró el partido, llamó a los capitanes y citó ese párrafo de Borges sobre la inexistencia histórica del continente africano. Naturalmente, se ganó el aplauso de los jugadores belgas, pero al ratito nomás les anuló un gol con el falso pretexto de que el nueve había pedido la pelota dentro del área. Eso dio pretexto a una larga discusión filológica porque entre ellos había algunos que hablaban en francés y otros en holandés mientras los nuestros se gritoneaban en tutsi y no sé qué otro idioma que sonaba como latas maltratadas. Yo me maldecía por no haber conducido mejor a los muchachos del Benfica y así haberme evitado la amistad con el General y sus veleidades de conductor de masas. Lo cierto es que los belgas empezaron a darnos un baile considerable y los centrales de nuestra defensa no tenían más remedio que revolear la pelota para cualquier parte. 

Hubo un momento dramático poco antes de terminar el primer tiempo: el once de ellos recibió la pelota solo, con nuestro arquero caído, y yo, en la desesperación, me le tiré encima con las piernas en plancha, única manera de impedir el gol. Naturalmente, el General pitó penal mientras cruzaba las manos por encima de su cabeza. Nunca había visto ese gesto en una cancha y creí que se trataba de un estilo propio del líder. Los belgas festejaban la sanción y uno de ellos, me parece recordar que un ocho petiso y fornido, acomodó la pelota en la marca de los once metros. De pronto, el General descruzó los brazos, se dirigió al shoteador y gritó «¡Penal, pero penal indirecto!». 

Nos quedamos pasmados. «Última disposición de la FIFA: si en la jugada el arquero está caído hay que cobrar penal indirecto», informó el General. Los belgas lo miraban como a uno de esos locos que andan por la calle hablando solos. «¿Y eso qué es?», preguntó el capitán, exaltado. «Tienen que tocar la pelota dos hombres para que el gol sea válido». «¿De tan cerca, sin defensores adelante?», se asombró un back que se corrió a curiosear. «Así es. Más fácil, imposible». En verdad, no entendí qué buscaba, no supe si improvisaba para ganar tiempo o si se proponía reinventar las reglas del fútbol. Puso la pelota sobre la marca que había hecho con un pie y llamó a los belgas para que se hicieran cargo. Al lado del ocho se puso el cuatro, un rubio de cachetes colorados y antes de hacer nada se volvieron a mirarlo. El General cruzó de nuevo las manos sobre la cabeza y dio un pitazo corto para ordenar la ejecución. Ahí nomás el cuatro se la tocó cortita al ocho que casi rompe la red del chumbazo que tiró. Ya salían corriendo a festejar cuando el General pitó de nuevo y empezó a mover los brazos para indicar que todo quedaba anulado. 

Se le fueron al humo. Uno de los belgas lo pechó y casi lo voltea. Por la cara que puso el General me di cuenta de que esa prepotencia lo sacaba de quicio: «Posición adelantada, ¡orsai grande como una casa!», gritó y apuntó un dedo para el otro campo mientras devolvía el pechazo y empezaba a provocarlos: «¡Manga de ignorantes, en el penal indirecto la pelota se juega para adelante, en eso está la ventaja!». Nuestro arquero trataba de apartar a los blancos que se querían comer crudo al referí y el tal Sancocho tuvo la pésima idea de citar a Franz Fanon, el pensador anticolonialista que hacía furor en la época. Por un momento también yo pensé que el General había cambiado, que se había convertido al socialismo más combativo y me interpuse para defenderlo de los que querían atropellarlo. A esa altura, un teniente coronel belga entró corriendo a la cancha y empezó a insolentarse en holandés. El General le relojeó el grado y sin más vueltas se quitó la chaqueta negra. Abajo llevaba una camiseta Argentina de la AFA con charreteras de general de caballería. Se las señaló y empezó a gritar: «¡Firme, carajo! ¡Silencio, carajo!», hasta que el otro se quedó duro, echando espuma por la boca. «¡Juan Domingo Perón, general rebelde del Ejército Argentino, general honorario del Ejército Paraguayo, oficial instructor de las Naciones Unidas…! ¡Firmes, carajo!». Por las dudas yo traduje al inglés sin el carajeo y me ofrecí a colaborar para que pudieran entenderse en esa insólita Torre de Babel. «¡Traduzca, recluta!», me ordenó y se lanzó a perorar sobre reglas del fútbol y el arte de la guerra antisubversiva. 

Empezó diciendo que un penal directo era cosa de maricones y anticipó que para probarlo en el segundo tiempo cobraría uno a favor de los negros. Se manifestaba tan racista para con los africanos que los belgas quedaron desconcertados. «Ya vieron, señores, que un atrevido salió a citar a Fanon… ¿a quién no hubiera citado si yo le daba un penal a la raza blanca? ¿A Althusser? ¿A Mao? ¿Al propio Marx? La guerra imperial se conduce con maneras de caballero y golpes de bestia, eso es más viejo que mear contra los portones». Algo así dijo. Los otros escuchaban atónitos y la lección duró hasta el instante en que algo explotó a lo lejos y pudimos ver el reflejo de las llamas en el cielo. Lumumba acababa de atacar donde tenía que atacar y nuestra misión estaba cumplida. 

Los belgas se enteraron por el sistema de radio que acababan de perder uno de sus cuarteles. Pocos días después empezaba la guerra civil en la que asesinaron a Lumumba y nosotros salimos del Congo disfrazados de curas en un trencito de trocha angosta. No hubo segundo tiempo. El General se fue de la cancha expulsado por los colonialistas y repudiado por los africanos que no entendían su talento estratégico. Al regresar a Madrid lo esperaba una delegación de sindicalistas y políticos peronistas. Unos querían derrocar a Frondizi y otros lo defendían. Al fin pidieron el arbitraje del General. «No se apresuren, muchachos, los partidos duran noventa minutos y antes de patear el tablero hay que pensarlo bien, medir los pro y los contra». Se puso de pie, me pidió que trajera la pelota y los invitó a salir al jardín. «Juéguense un partidito, que yo lo voy a dirigir; el que gane tendrá la razón». A los diez minutos de juego los participantes, de trajes y camperas, ya tenían la lengua afuera. Entonces el General cruzó los brazos sobre su cabeza y cobró el primer penal indirecto a favor de los sindicalistas. Nadie le protestó. 

A la mañana siguiente, mientras yo preparaba mi valija para ir a entrenar a los Coyotes de Texas, me dijo: «Vea, no hay que dejar que la gente crea que alguien le impone una opinión. Tienen que pensar que se han salido con la suya. Eso es lo que aprendí en el Congo».

Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral

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