Mirame, si no fuera tan viejo se
diría que soy un personaje de La
montaña mágica, tosiendo como un
tuberculoso y discutiendo de filosofía.
Horrible, ¿no? ¿Cómo puede ser que el
autor de esa barrabasada sea el mismo
de La muerte en Venecia? Vaya a saber
por qué es tan famoso todavía. Será por
el Nobel que ganó o porque estuvo del
lado correcto en la guerra y fue a parar a
Estados Unidos justo cuando yo caía en
Moscú. No es que me quiera comparar,
yo no soy más que un tipo del fútbol que
lee libros y mira películas. Un
desconocido que cruza la plaza a lo
lejos.
Te agradezco los panqueques de
dulce de leche. Sos un campeón por las
cosas que conseguís. Llevame abajo de
aquellos árboles; desde ahí podemos
junar si aparecen enfermeras o
guardianes y comemos tranquilos.
Siempre te quise preguntar si habías
leído a Bret Harte, los Cuentos del
Oeste… ¡No te imaginás cómo me
impresionaron a los veinte años! Me
parece que los descubrí antes de que
Borges hiciera tanta alharaca. Leía un
cuento por domingo, antes de salir a la
cancha. ¡Ah, vos también lo leíste!
Bárbaro, así me podés seguir mejor y
vas a entender lo que me pasó en
Moscú. Ya sé, querés que vaya al grano.
Me disperso mucho y después te cuesta
desgrabar y armar las historias.
¿Te cuento por qué un tribunal
militar me mandó a la horca? ¿De qué
me acusaba la ley de los soviets? De
sabotaje a la Revolución, nada menos.
No a mí como persona, sino como
argentino. Yo no podía saber que todos
los compatriotas que caían al país, salvo
Victorio Codovilla que era el capo del
Partido Comunista, iban derecho al
calabozo. La Argentina fue el primer
país del mundo en estafar a la URSS.
Resulta que los rojos salieron a buscar
comida porque la gente se les moría de
hambre, sobre todo la del Ejército Rojo
de Trotski que peleaba contra la Guardia
Blanca y los mercenarios que pasaban
por la frontera de Polonia. Lenin
amenazaba con extender la Revolución a
Alemania y entonces nadie les quería
vender ni una bolsa de papas. Mirá,
mejor agarrá un libro de historia y sacá
algo más de ahí, no quiero aparecer
como un tipo que habla de lo que no
sabe. Haceme quedar bien, ni muy bestia
ni muy sabihondo.
La cosa es que perdidos por ahí, de
puerto en puerto, los agentes soviéticos
llegaron a Buenos Aires y se reunieron a
solas con no sé qué funcionarios de alto
nivel. Iban disfrazados como Rivadavia
y Belgrano en Inglaterra. Eso mejor no
lo pongas, porque a Rivadavia yo no lo
puedo tragar… Por fin, una coima acá,
otra allá, consiguieron no sé cuántos
miles de toneladas de carne que debían
ser enviadas inmediatamente a un puerto
del Báltico. Solo que los argentinos no
confiaban en la Revolución y querían
cobrar por adelantado. Imaginate,
pobres rusos parando en un hotelito de
Constitución, comiendo en El Puchero
Misterioso para ahorrar el mango, y
estos se descuelgan con que si no ven la
plata antes y en libras esterlinas, no hay
negocio. En ese tiempo no podías
agarrar el teléfono y llamar a Moscú. Ni
los telegramas llegaban, pero se las
arreglaron para mandar un mensaje en
código Morse y pedir un depósito en
Suiza. Debía ser un fangote porque los
comunistas no tenían otro lugar donde
comprar. Era la Argentina o nada, así
que agarraron viaje, se dieron la mano
con los funcionarios y esperaron a que
la guita llegara a Zurich para salir
corriendo, remontar el Paraná en un
barquito y esfumarse por Paraguay a
lomo de mula.
La cuestión es que la plata empezó a
dar dividendos en Suiza y la carne nunca
llego a Rusia. No fue que se perdiera en
el camino, sino que jamás la mandaron.
Viveza criolla, ¿viste? Al tiempo,
cansada de esperar y reclamar, la URSS
dispuso declarar hostilidades
simbólicas a la Argentina. La primera
medida fue encarcelar a cuanto criollo
pisara territorio comunista. Así fue que
me encontré en el patíbulo, con las
manos atadas, la soga al cuello y un
verdugo grandote que me miraba con
lástima profesional. Abajo, bien
abrigadas, esperaban tres mujeres que,
supongo, iban a labrar el acta para algún
ministerio. ¿Qué podía decir que me
inmortalizara ante aquellos pocos
testigos? No podía gritar «¡viva la
patria!» porque era ella la que me
condenaba. Además, temblaba como un
pajarito y aunque en esos últimos
minutos esperaba rebobinar la película
de mi vida, la verdad es que no se me
ocurría nada interesante. Traté de
acordarme de algunos goles
extraordinarios que había hecho y al fin,
mientras el verdugo apretaba el nudo me
puse a transmitirlos en voz alta,
imitando a Fioravanti.
Fue entonces que el tipo me miró
sorprendido, prendió la linterna y me la
enfocó a la cara. «Qué —me dice en voz
baja y acento porteño—, ¿vos también
sos de allá?». Yo sudaba y tenía ganas
de ir al baño, pero no era el momento.
Murmuré: «Villa Crespo». Y él, bajando
la cabeza: «Carajo, seguro que íbamos
al mismo café». Resultó llamarse Fidel
Romanowsky; de pibe le decían Cacho y
después pasó a ser Igor. Era de padres
rusos y en 1918, muy pibe, lo habían
llevado a la que por sangre era su patria.
Eso lo salvó de ir en cana como a los
otros argentinos. «Se afanaron la guita y
la carne», me dijo al oído. «Y a vos ¿de
qué te acusan?». Empezaba a amanecer;
sentí que Romanowsky tenía alma de
suburbio y me tiré un lance: «De crimen
pasional…» le dije llorando. «Me metía
los cuernos y la maté…».
Al decir eso recordé El socio de
Tennessee, de Bret Harte. El condenado
a muerte habla a través del «vehemente
estilo narrativo de un redactor del
Pregón de Red Dog». Y si me da la
memoria te recito lo que escribe: «El
cronista omitió la belleza de aquella
mañana estival, la armoniosa y
bienhadada conjunción de tierra, el aire
y el cielo, la vida rebosante de bosques
y colinas así como el alborozado
resurgimiento de la naturaleza, sus
promesas y su innata serenidad, ya que
todo esto no formaba parte de la lección
social. Y sin embargo, cuando el acto
mezquino y absurdo tocó a su fin y,
cuando una vida con todas sus
posibilidades y responsabilidades se
desprendió de aquella cosa deformada
que se balanceaba entre el cielo y la
tierra, los pájaros cantaban, las flores se
abrían lozanas y el sol resplandecía con
la misma alegría de siempre».
Yo sentí eso y más, pero
Romanowsky me dijo en voz baja que
me iba a soltar las manos. Que un
instante antes de que la trampa se
abriese bajo mis pies, me agarrara de la
soga y sobre todo que no gritara, que los
ahorcados no gritan. Me preguntó si
existía todavía el baldío de la calle
Humboldt, donde jugaba a la pelota de
chico y agregó que me quedara
tranquilo, que iba a sacarme del apuro.
Todo salió bien: le debo la vida a
Cacho o Igor, el ruso de Villa Crespo.
Años después lo acusaron de
conspiración y lo colgaron en el mismo
patio de armas. Pero aquel amanecer me
acomodó en una bolsa de arpillera
mientras las mujeres del ministerio iban
a buscar un carro tirado por caballos.
No te imaginás lo deprimente que es un
funeral con caballos. Me acordé del
pobre Mozart, de César Vallejo y de
Arolas acuchillado en la Place Blanche.
Solo que no tenía un amigo que me
acompañara como al socio de
Tennessee, ni siquiera un perro que
trotara detrás del carro.
En los suburbios rompí la bolsa y
aproveché que el conductor no iba
armado. Salté, salí corriendo entre los
árboles y me colé en un tranvía tan
rápido como la vez que escapé de los
nazis en el estadio de París. Deambulé,
fui de un puerto a otro y supe de un
barco que salía con armas para
Inglaterra. Pensé en Graham Greene, en
Somerset Maugham y en el polizonte del
Arturo Gordom Pym, de Poe. No creo
que te haga gracia saber cómo pude
ocultarme en la bodega. Eso no lo
quiero contar, no insistas.
Nunca más volví a Rusia… O mejor
dicho, sí: una vez, como guitarrista de
Perón. Así me llamaba el general: «mi
mejor guitarrista». Eran los años de
exilio en Madrid: salíamos de gira por
Europa, él discurseaba cualquier cosa
caliente y yo traducía lo que se me daba
la gana. Fueron buenos tiempos, ya te
voy a contar.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
No hay comentarios.: