¡Me trajiste medialunas…! No sabés
cómo te lo agradezco. Lástima que acá
en París no haya alfajores, que no tomen
mate. Dale, poneme dulce y escondé el
frasco. Si cae una enfermera se arma un
lío bárbaro y chau libro de memorias. El
colesterol, qué querés. Un día te dicen
que es malo y otro que es bueno.
La glucemia me miden… Con todas las que pasé mirá si voy a tenerle miedo a una cosa así. A esta edad para qué cuidarse en las comidas, ¿me querés decir? ¿Para qué esperar los noventa pirulos sentado en una silla de ruedas? Me lo pregunto y al rato algo me hace dudar. Allá, en la ladera de la colina, ¿ves? Ahí se juntan los ciervos, de ese lado vienen las tormentas; aunque te parezca mentira, así de estrolado como estoy hay veces en que me digo «dale, Míster, vivite un día más, aunque sea uno, para disfrutar de los ciervos bajo la lluvia».
La glucemia me miden… Con todas las que pasé mirá si voy a tenerle miedo a una cosa así. A esta edad para qué cuidarse en las comidas, ¿me querés decir? ¿Para qué esperar los noventa pirulos sentado en una silla de ruedas? Me lo pregunto y al rato algo me hace dudar. Allá, en la ladera de la colina, ¿ves? Ahí se juntan los ciervos, de ese lado vienen las tormentas; aunque te parezca mentira, así de estrolado como estoy hay veces en que me digo «dale, Míster, vivite un día más, aunque sea uno, para disfrutar de los ciervos bajo la lluvia».
A vos te cuesta entender porque
todavía podés patear un córner, te
parece que la vida es larga. Yo te hablo
del año cuarenta y dos, con los nazis
rodeando Stalingrado y aunque ya ni
figura en los libros a mí me parece que
fue ayer. Karamezov, el entrenador del
Dínamo, me dice: «Muévase por todo el
frente de ataque, saque a los defensores,
tire paredes y no se olvide del gol, lo
que necesito es un gol. Qué me importa
que sea judío, si hace uno lo hago pasar
por armenio, turco, por lo que quiera».
Imaginate, no me podía sacar de la
cabeza a los tipos de la KGB. El estadio
estaba vacío pero había retratos de
Stalin por todas partes. Y yo pensaba:
«¿Por qué no me habré quedado en Villa
Crespo con Atlanta o en Boedo jugando
para San Lorenzo?», y de golpe me
acordé de Arrieta y García, el ala
izquierda que tenía el Ciclón. Creo que
todavía no le decían así, no estaban
Zubieta y Lángara, los republicanos que
llegaron escapando de la persecución
franquista.
Debuté reemplazando al brasileño
Petronilo do Brito, que estaba
lesionado. Ya sé, me estoy yendo por las
ramas… Lo que pasa es que Arrieta y
García tenían una jugada sensacional
que traían conversada del Café de los
Angelitos. La practicaban una o dos
veces por partido, nada más. De golpe
arrancaban y hacían una doble zeta a la
carrera hasta que uno la recogía cerca
del banderín y ¡pum!, centro atrás para
el brasileño que agujereaba la red. Ese
día no estaba Petronilo y me la
enseñaron a mí. Arrieta me dijo: «Si ves
que me hago el otario, que arranco como
si no supiera lo que voy a hacer, cortate
y junalo al arquero, filtrate entre los
backs, prepará el cabezazo, que el
centro llega como que hay Dios,
¿entendiste?».
Te lo cuento y me vienen lágrimas a
los ojos. Les que ría explicar esa jugada
a los rusos del Dínamo pero no en
tendían un carajo en ningún idioma. Se
las dibujé con un palito en el claro del
arco y nada, así que se me ocurrió
marcarles una zeta en cada mano para
que la tuvieran presente. Mojé el palito
en el barro y les hice la marca mientras
les contaba con gestos lo que me había
dicho un día Monti, que jugaba en Italia:
«Cuando agarres la pelota imaginate que
salís a bailar con una bacana en el
Tabarís; tenés que llevarla por toda la
pista sin chocar con nadie». Nunca
entendí lo que me había querido decir
pero les hice la mímica y se fueron
cagados de risa. Uno era rubio y grande
como un árbol y el otro un gurrumín de
morondanga. Yo ya me había avivado de
que los tipos estaban muy averiados, el
que no era chicato cojeaba dos
centímetros y algunos caminaban de
refilón. Se veía que volvían del frente.
Los soviéticos parecían liquidados y
Stalin estaba furioso porque los aliados
se negaban a abrir otro frente para
aliviarle la presión.
Tenés razón, me adelanto a los
acontecimientos y vos te perdés. No
importa, grabalo todo y después lo
ordenás, ponés cada pieza en su lugar.
Este capítulo es surrealista o más bien
dadaísta, digno de Tristán Tzarci, vas a
ver. Mirá: allá están los ciervos, se
juntan y de tanto en tanto miran al cielo.
Señal de que va a llover. En Moscú, en
cambio, hacía un tornillo terrible,
nevaba finito y los dos infelices del ala
izquierda cada vez que agarraban la
pelota se ponían a hacer zetas, pero sin
soltarla; iban de un lado al otro muertos
de risa. Yo me amargaba, pensaba
«vamos todos en cana», hasta que miro
al arquero y veo que me está relojeando,
se devana los sesos pensando: «A este
lo conozco de alguna parte». En eso el
gurrumín encara, se frena para que la
zeta le salga bien derecha y se la tira
larga al insider. No sabés… era
patético. Corría rengo, dando
barquinazos mientras al marcador que lo
seguía se le caían los anteojos, perdía la
dentadura, vaya a saber qué postizo de
la cara. Todos minusválidos, pero cómo
iba a pensar que Tarmanowsky había
perdido una mano, le quedaba nada más
que el muñón… ¿Te reís? ¿Ves qué lejos
estás de mí? A uno se le caía el alma, te
juro. En eso veo venir el centro y me
tiro en palomita, la peino para que vaya
al otro palo, mansita, mientras el muñón
de Tarmanowsky me da en plena frente.
Caí sentado en el área, mirando al
mismo tiempo la pelota que entraba y
los tipos de la KGB que llegaban en
bicicleta.
Karamezov saltaba como loco de
contento. Mientras me arrastraban al
vestuario para interrogarme de nuevo,
seguía gritando el gol. No sé qué parte
del físico le faltaba, por qué se
desplazaba como una momia. Creo que
no podía mover el cuello. Una
especialidad de los nazis en Stalingrado
era retorcerles el cogote a los heridos y
los rusos habían aprendido la técnica:
me pusieron sobre la camilla con la
cabeza afuera y empezaron a darle
vueltas como si fuera una tuerca. No te
cuento lo que sigue porque es demasiado
truculento. Buscalo en El cero y el
infinito, de Koestler, y copialo de ahí.
Yo no quiero acordarme. Los otros
jugadores empezaron a mostrarles a los
de la KGB la letra zeta que yo les había
dibujado en las manos y los tipos
pensaron que se trataba de una svástica,
así que ahí nomás me empezaron a tratar
de nazi y judío, todo junto. Mirá, me
pegaron tanto que al rato me confesé
trotskista, cómplice de Zinoviev y
Bujarin, lo que quisieran escuchar.
Karamezov no se animaba a
contradecirlos, les pedía que no me
arruinaran del todo para que pudiera
jugar contra el Estrella Roja del
Ejército. Les rogaba que no me
rompieran las piernas, decía que si me
mandaban a un instituto de reeducación
tuvieran la gentileza revolucionaria de
traerme prestado la tarde del partido.
Ya sabés: nada es para siempre. En
el campo de concentración al que
llamaban «instituto» los castigos eran
duros, pero estaban más organizados,
tenías que darles un motivo para que te
interrogaran. Al menos había fuego para
calentarse y un poco de comida. De
tanto en tanto se organizaban partidos
entre disidentes extranjeros y soviéticos
o entre anarquistas y desviacionistas.
Simulaban que no había antisemitismo y
como yo insistía en que era más
argentino que el bife, me pusieron en un
equipo al que llamaban Los
imperdonables.
Gracias a Dios en esos días ocurrió
la victoria soviética en Stalingrado. Los
nazis empezaron a retroceder. Era tal la
euforia y la alegría que todos,
prisioneros y carceleros, festejamos
juntos. Llegó la orden de separar a Los
imperdonables, que éramos un revoltijo
de ladrones, borrachines y gente venida
de países bananeros. Eso me salvó. Nos
devolvieron amontonados en un tren
hasta un suburbio de Moscú y ahí
empezó otra aventura.
Adiviná quiénes me estaban
esperando en la estación. Sí, acertaste:
Karamezov y Tarmanowsky, el arquero
manco. Habían pasado seis meses y
tenían que pelear el descenso en el
último partido del campeonato. Querían
que así como estaba, abollado, con
veinte kilos menos, me pusiera la
camiseta del Dínamo y los salvara del
desastre.
¿Cómo podía decirles que no?
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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