¿Me trajiste el libro de Chandler? A
ver, buscá el cuento que se llama «La
pesada» y leeme el comienzo. Me lo sé
de memoria, me parece. La primera vez
que lo leí fue estando en cana en Italia.
Creo que me lo pasó un piamontés del
pabellón de los chorros. ¿Lo tenés?
Esperá, dejame probar: creo que todavía
me lo sé de memoria. Seguime, a ver:
«Anna Halsey era unos ciento veinte
kilos de mujer cuarentona con cara de
masilla en un traje negro a medida. Los
ojos le brillaban como botones negros,
tenía mejillas suaves como piel de
durazno y del mismo color. Estaba
sentada detrás de un escritorio negro,
con tapa de vidrio que parecía la tumba
de Napoleón, y fumaba un cigarrillo con
una boquilla negra que no alcanzaba a
ser tan larga como un paraguas. Dijo:
Necesito un hombre».
¿Qué tal? Me lo sé completo, eh… A
veces me sabía todo Chandler. Con los
nervios que tenés antes de los partidos,
encerrado en el vestuario que parece una
leonera, te construís tu propio mundo, si
no te apolillás por dentro. Yo leía cosas
así mientras el entrenador decía las
pavadas de siempre. Te digo cómo
sigue, un pedacito nomás para que te
avives de la polenta que tendríamos que
darle a este libro mío que estás
escribiendo vos. Escuchá: «Necesito un
hombre bastante buen mozo como para
levantar a una mina que tiene sentido de
clase, pero debe ser lo bastante duro
como para agarrarse a trompadas con
una pala mecánica. Necesito un tipo
capaz de moverse como un señor del
estaño y con más labia que Fred Alien
por la radio y que cuando le den un
mazazo en la cabeza piense que una
corista lo atacó con un escarbadientes».
Es un personaje de Chandler, pero
igual podría estar hablando de un
jugador que conocí en la Juventus.
Pietro Zanoni, se llamaba. Tipo
grandote, pintón, con menos cerebro que
un chingolito. Me acuerdo de él porque
la primera vez que lo vi le habían
pegado un mazazo en la cabeza en el
momento de tirar un córner. Puso la
pelota al lado del banderín y de golpe
aparece un tipo grandote y a traición le
da un garrotazo. ¿Vos te creés que
Zanoni se enteró? Pateó el córner,
agarró un rebote y recién después cayó
sentado. Le tiraron un poco de agua y
como se empecinaba en decir que no
tenía nada, que estaba bien, el aguatero
le explicó lo que había pasado, que el
marido de la chica con la que salía a
escondidas acababa de tomarse
venganza. Pero Zanoni no se enteraba.
Recibía los planchazos de los
defensores y los garrotazos de los
maridos despechados sin inmutarse
porque su cerebro no alcanzaba a
procesar lo que le ocurría al cuerpo.
Una vez me invitó a tomar unos tragos al
hotel donde después se suicidó Cesare
Pavese. El grandote se tomó una docena
de whiskys y yo no le fui en zaga y a la
salida, inevitablemente, se cayó de
cabeza en una zanja. Yo no. A mí me
habían enseñado que un borracho culto
nunca intenta saltar una zanja. Si no la
puede evitar, lo más seguro es bajar al
fondo aunque haya agua y barro y volver
a subirla del otro lado. Intentar el salto
es porrazo seguro. Huesos rotos.
Entonces, al toparnos con unos de esos
zanjones que existían por todos lados en
Europa después de la Guerra, zanjones
para poner caños o cables, yo me dije:
«mejor arruinar el pantalón que las
piernas», y bajé. Zanoni, en cambio,
saltó como si fuera Tarzán colgado de
una liana y se fue de cabeza contra los
caños. No sé por qué, pero siempre caía
de cabeza. En una de esas porque jugaba
de centrofóbal, ¿no? Imagínate lo que me
costó sacarlo. Parecíamos el Gordo y el
Flaco pero sin público. Al fin pasaron
los tipos de la basura y me ayudaron a
subirlo. ¿Por qué te estoy contando esto?
¿En qué lugar del libro lo podemos
poner? ¿Qué te parece si hacemos un
capítulo sobre la inteligencia del
cuerpo? Mohammed Alí, Pelé, Johnson,
Maradona, son formidables en eso, pero
Zanoni era la exaltación de lo contrario.
No podía pensar ni con la mente ni con
el físico. Resultaba imposible no tenerle
simpatía, «era casi tan grande como un
camión de cerveza», para seguir con
Chandler. Y ahí aparece Inés, los ciento
veinte kilos de mujer cuarentona.
Yo ya estaba terminando como
jugador. Treinta y dos pirulos, mucho
chupi, faso, minas, libros; empezaba a
perderme goles que la bestia de Zanoni
podía hacer con los ojos vendados.
Largar el fútbol es un momento bravo en
la vida y pensé que si me hacía
entrenador podía seguir recorriendo el
mundo con tiempo para la lectura y los
vicios de la vida. Pero esa historieta es
para otro día. Ahora estamos con Zanoni
y su gorda que pretende lubricarle el
cerebro. De los pobres de espíritu
tenemos la fantasía de que todos van a ir
al cielo pero yo no estoy tan seguro
porque las macanas que se mandaba
Zanoni no eran para complacer a Dios,
te lo juro. Un día la gorda Inés le dice:
«Vení a comer con velas esta noche,
estoy muy cargada y tengo ganas de
reventarte, papito». ¿Qué hace Zanoni?
Se aparece con un cuchillo grande como
el de Sandokán, lo pone sobre la mesa
ornamentado con flores y velas que a la
gorda le habían costado un platal en el
mercado negro y le dice: «Mirá Inés, yo
te quiero, pienso en vos todo el día,
pero antes de dejarme reventar te corto
el cuello». La gorda casi se muere. Lo
calmó, le explicó que el reviente en el
que estaba pensando ocurría en la cama,
era de puro goce. Pero la noche se había
arruinado. El cuchillo de Sandokán
brillaba sobre la mesa, la desconfianza
de Zanoni había roto el encanto.
La gorda empezó a darle jarabes
para estimularle el cerebro, tisanas,
mejunjes y todas esas porquerías que en
épocas de destrucción y mishiadura se
les compran a los vendedores
clandestinos. Pero claro, estaba lleno de
inescrupulosos como el Harry Lane de
El Tercer Hombre, y a la gorda
empezaron a venderle mercadería
trucha, a mandarle frascos equivocados
que ella mezclaba en los cócteles que le
servía a Zanoni. Hasta que una noche lo
mató. Estaban en plena acrobacia en la
inmensa cama y de pronto el grandote se
quedó duro como un adoquín.
La gorda me llamó llorando a gritos,
pidiendo auxilio. No sé si hice bien pero
le dije que no avisara a los carabineros.
Un tipo como Zanoni bien podía matarse
al caer en un zanjón. Lo bajamos a la
calle como si viniéramos abrazados los
tres y antes que amaneciera lo tiramos
de cabeza en un pozo de Via
Biancamano. No creo que a los muertos
les salgan chichones, pero escuchamos
un ruido solo y la gorda Inés sollozaba
abrazada a mí.
Me dirás que Zanoni no dejó huella
en la historia del fútbol. No estoy
seguro: si yo lo recuerdo es porque algo
suyo queda y quiero que figure en mis
Memorias. Al fin y al cabo estuve preso
tres meses hasta que se aclaró el asunto.
La gorda Inés se comió uno o dos años,
no sé. ¡Uy, fijate la hora que se nos hizo!
Yo chamuyo, chamuyo y ni cuenta me
doy. Lo que pasa es que vos te vas y
vuelven el silencio, los malos augurios,
las enfermeras, la tele, los médicos.
Nadie que me escuche. La próxima vez
traeme Adiós muñeca, de Chandler y
media de medialunas. Ojo que acá les
llaman croissants. Si además conseguís
algún video con partidos de la Argentina
pedimos una casetera y nos hacemos una
panzada. Acá el Estado se hace cargo de
los viejos, ¿viste? Te dan todo lo que
necesitás. No me puedo quejar. Lástima
que no tengan una máquina como la de la
novela de Wells, que pueda mandarme
de vuelta a los tiempos de Zanoni, el
cabeza chingolito.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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