Déjame que te
cuente. El mejor jugador que vi en mi vida no fue ni Maradona, ni Messi, ni
mucho menos Pelé. El tipo este podía
gambetear todo lo que se le ocurría. Sobre todo a la realidad. Faaaaa, ¡qué
manera de gambetearla, tirarle caños y estamparle sombreritos! Pagando la
dejaba. Y eso que ella le pegaba duro, y le dio duro no solo a él, sino a
todos. No sé si llevaba la 10 en la espalda, nunca le vi la espalda. Los
ángeles no la tienen. Pero era un creativo, un creativo de esos de verdad, merecedor
de la 10 de Maradona o de Messi. Mientras vos ves que hoy todos los jugadores
se van a Europa, él se quedó toda la vida en Rosario. Su mundo, su lugar, su
equipo, su amor. Desde ahí gambeteaba. Tenía una gambeta tan larga, tan mágica
que llegó hasta a Colombia. Creció y
creció, no quiso ser Cortázar, quiso ser Ermindo Onega, pero tampoco lo fue. Fue
mucho, pero mucho más grande e importante para el fútbol… nuestro fútbol.
Un montón de
jugadores que hacen lo que quieren en el rectángulo verde de césped. Déjame
decirte pibe, eso lo puede hacer cualquiera. El jugador del que te hablo yo,
hacia lo que quería en el rectángulo blanco, en el papel. Maravillas te
pintaba, gambeta de tinta acá, gambeta de tinta allá. Al miedo a la hoja en
blanco lo dejaba chiquito al lado del firulete de tinta china negra. Negro como
el color de su apodo, del nombre que le dio la vida. ¡Mira si eso le iba a dar
miedo! ¡Risa le daba! Tanta risa le daba, que nos la regalaba cada vez que
asistíamos a una creación suya. Tenía
una diestra endiablada. Dibujaba hablando y hablaba dibujando ¡Hasta al viejo
Cásale lo mato de la alegría! Una vez en una gambeta suya la enormidad pampeana
quedó reducida a una línea que cabía en la palma de la mano de un gaucho y su
perro.
Era tan bueno con
las palabras bajo el botín, que hasta a las malas las convertía en buenas. Pero
hubo un día en el que lo marcaron cuerpo a cuerpo. No lo dejaron mover. Quiso
moverse y no pudo. Pero no se rindió, siguió gambeteando, siguió dibujando
gambetas y sonrisas en propios y ajenos, hasta que no pudo gambetear más y allí
fue su jugada maestra: hacernos creer
que no está, que ya se fue, provocando un vacío enorme como los mejores números
8, como ese 8 que nadie recuerda cómo se llamaba, pero los más memoriosos saben
que era Moacyr. Pero ahí está, agazapado frente a la hoja. Al costado el
tintero asistiendo en silencio como ese wing testigo. Ahí lo ves al negro, amasando el plumín entre el pulgar y el índice
a punto de tirar otra gambeta de tinta para dejar pagando a la eternidad y
picársela por arriba al olvido, mientras la inmortalidad ante tremendo golazo
dice en voz baja: “Qué lo parió”.
Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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