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Mi viejo odiaba el fútbol. No le gustaba para nada. Le parecía una porquería. Y eso que lo había jugado de chico y adolescente. También había ido a la cancha, hasta que una vez lo mearon desde la tribuna de arriba. Nunca más fue. Y al futbol lo dejó cuando jugaba en Talleres de Remedios de Escalada y vio como un amigo perdió una pierna tras una patada artera y desleal. No es que la haya perdido así nomás, fue una patada a la rodilla, infección, vaivenes de médicos, gangrena y amputación. Década del 40, donde la medicina no estaba muy avanzada. Tal vez por eso odio y detesto el futbol, mi viejo. Se dedicó al remo, al yudo... Fue de todo mi viejo en la vida: aviador, proveedor marítimo, despachante de aduana, gerente de varias empresas, agregado diplomático y cuando todo se le derrumbó, llegó al taxi y luego al remis. Veinte años mirando a todos desde arriba, convirtiendo todo lo que tocaba en oro. El resto de su vida peleándola desde abajo para poder parar la olla. Vueltas de la vida. O la vida lo dio vuelta.  La vida lo meo, no desde una tribuna, sino desde más arriba parece.

Y siendo taxista vivió las peores miserias. Siempre como chofer, nunca con auto propio. Un día pan, otro hambre… así alternando hasta los últimos días de su vida. Y al momento de “retirarse” del tacho, pensó que lo mejor era el remis. Y se compró un 504 destartalado. Eran más los días que pasaba en el taller que en la calle. Era más lo invertido en arreglos que en puchero y pan.  El “fiado” en lo del boliviano Mario, viejo mecánico conocido, era moneda corriente pero siempre terminaba por pagarle hasta el último mango. Porque para gente de la generación de mi viejo, una palabra de compromiso tenía mucha mas validez que estampar una firma en un pagaré.

Todo iba medianamente bien en lo mal, hasta que el 504 negro ex taxi y casi cascoteado como el dueño por el laburo y el paso del tiempo hizo que empezara a calentar. Calentó una, dos veces. Mi viejo paró de laburar, fue despacio hasta lo de Mario.  Esperó a que terminara de atender una media docena de autos mientras se pegaba una siesta en el asiento de atrás.

—Cagaste Félix —dijo Mario en tono grave— hay que cambiarle las juntas.

— ¿Cuánto sale? — dijo mi viejo mientras se agarraba la cabeza

—Dos lucas —tiro fríamente el mecánico.

—Me lo…

—Mira Félix —lo interrumpió—, yo te lo fio no tengo problema, vos siempre me pagás, pero hay gente que hace rato no me paga ¿ves ese Duna? —Le dijo señalando un auto rojo— está ahí hace dos meses, tres lucas de arreglo y no lo vienen a retirar. Yo te hago el laburo, pero antes tengo que terminar los autos que tengo, como para poder vivir yo también…

— ¿Te lo puedo dejar al menos acá?

—No, ya cierro, tráemelo mañana y lo dejamos acá.

— ¿Pero no cerrás a las ocho?

—Hoy está el partido Félix, jugamos contra Argentina —dijo Mario, que respiraba futbol y no se perdía ningún partido de su selección a pesar que siempre perdía y hacía más de 45 años que había tenido su primera y última alegría.

Mi viejo volvió rezongando y despacio, controlando que no calentara el auto. Llegó a casa abatido. Sin un mango, con un auto que calentaba hasta mirándolo y sin saber cómo ni cuándo lo iba a arreglar. Maldijo a Bolivia unas 750 veces. “Ojala que Argentina le meta 25 goles”, repitió hasta el hartazgo mientras puteaba al futbol y a todos los “ignorantes” que perseguíamos la misma pasión atrás de la redonda.

Ese día tuve clases, hasta las nueve de la noche no salía. La única noticia que me llegó fue un grito de gol de Argentina, el uno a uno de Lucho González. Seguí la clase como si nada y, al salir de la facultad, a las 22 horas más o menos, fue cuando me topé con la trágica noticia futbolística de la década: Argentina había caído 6-1 contra Bolivia en la altura. Me quede mirando el televisor del buffet como tratando de entender ese mal chiste. En el colectivo no se hablaba de otra cosa, no se hablaría de otra cosa por semanas. Cuando llegué a casa, mi viejo había comenzado a contar toda la problemática que tuvo con el mecánico y con el auto, finalizando con una pregunta: “¿Cómo salió el partido?”. Él era el único que no estaba enterado del resultado. Se había ido a dormir amargado por lo del auto, por no tener un mango y no le dieron ganas ni de prender la tele. Cuando le dije el resultado creyó que lo estaba jodiendo. Después de confirmarlo él mismo en el noticiero, se pasó la mano por la cara y dijo: “Al menos el mecánico va a estar de buen humor”.

Al otro día decidí acompañarlo al mecánico. Estuvimos a las ocho menos cuarto. Generalmente abría a las ocho clavado. Pasaron los minutos, las ocho se transformaron en las nueve y ya casi eran las diez cuando estábamos por irnos, cuando escuchamos del otro lado un golpe seco y como se levantaba la cortina. El mecánico se cubrió de los rayos de sol con un brazo y puteo. Estaba en un evidente estado de resaca. Nos vio a nosotros ahí.

—Ya te saco el Duna y lo metes Félix —dijo mientras volvía a meterse al taller. Mi viejo se subió al auto, lo entro.

—Mira Mario que no conseguí ni la plata para los repuestos, te lo dejo y…

—No te preocupes Félix —interrumpió el mecánico— corre por mi cuenta, ahora mismo ya me pongo a laburar en tu auto.

—No te quiero joder… —dijo mi viejo avergonzado.

—Félix hoy estoy de muy buen humor y encima con el partido de ayer gané cenas, asados, y plata ¿Vos pibe como viste el partido? —dijo mirándome a mí.

—No lo vi, no me gusta el futbol —mentí descaradamente. Total, Mario y mi viejo estaban contentos gracias al futbol, con eso me bastaba como para tirarla de puntín al lateral. 

Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor

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