Se viene una seguidilla de superclásicos, por ello decidimos echar mano al debut del Negro Fontanarrosa como cronista o periodista o ponganle el nombre que ustedes quieran, en un River Boca. Es una nota de 1988 que Boca gano por 2-0. El reporte comienza así...
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Es sabido, el Negro Fontanarrosa es hincha de Rosario
Central. Es, además, quien nos hace reír a diario con chistes unitarios o tiras
como Inodoro Pereyra. O sea, un humorista de talento inmenso y creatividad
permanente. Y como también sabe escribir, le pedimos que viajara desde Rosario
para colaborar con nosotros. Aunque parezca mentira, y pese a su edad (que no
quiso develar) fue la primera vez que presenció un River-Boca. Por eso no
dudamos en anunciar su debut.
EL DOMINGO DEBUTO EL NEGRO FONTANARROSA
De la misma forma en que el coronel Aureliano Buendía ansiaba
conocer el hielo para, de una vez por todas, saciar su curiosidad, empezar con
buen pie “Cien años de soledad” y postular a Gabriel García Márquez como futuro
Premio Nobel de Literatura, yo ansiaba ver un River y Boca.
He estado algunas veces en la cancha de River, pero, salvo en
la tarde del Argentina-Holanda del 78, nunca la he visto tan llena. Sólo por
esa final vi tanta gente. Y no creo que sea la misma. Al menos, no alcanzo a
reconocer a ninguno. Es cierto que han pasado ya varios años pero no detecto
rostros familiares. Cerca mío supongo reconocer a uno. Es un holandés, que
también me mira con rostro de complicidad. Lo identifico porque no salta.
Es un domingo de sol esplendoroso. Con un estadio, el mayor
del país, cubierto completamente. Está el colorido de las tribunas, las
incontables banderas (hasta una inglesa veo, valioso aporte de los hooligans,
quizás, al máximo encontronazo del fútbol argentino). Está el árbitro y los dos
equipos formados para comenzar el partido. Y un césped verde impecable. Cierro
los ojos y trato de recordar dónde he visto antes esta escena. Debo remontarme
a la remota infancia: la he visto muchísimas veces en las tortas de cumpleaños.
Los dos arquitos, los equipos formados, los jugadores de pasta clavados en el
bizcochuelo sosteniendo cada uno, una velita. En Rosario, esa escena era
frecuentemente ocupada por los muñequitos de Central y Ñuls. Pero cuando el
niño es pequeño, cuando aún no ha definido el color de su pelo, su ideología
política ni su tendencia futbolera, no es raro que las madres se inclinen por
la perdurabilidad de lo clásico: River, Boca y dulce de leche en el medio.
El estadio es de River, los colores son de River, los
controles y auxiliares son de River, pero todo lo demás parece ser de Boca.
Estoy rodeado de boquenses, atrás, a los costados, arriba. Y no son de los más
tímidos. Gritan, saltan, vociferan. Debe haber gente de River, no lo dudo, pero
no se dan a conocer, no se identifican. Se los puede adivinar por un gesto
contrariado, un rictus severo, a veces, un manotazo veloz y crispado cuando
alguna pelota da en un palo. La gente de Boca me hace acordar a la hinchada de
Central. La de River a la de Newell’s. La hinchada de Boca, en cambio, se
acuerda de Menotti. La de River de Alonso. Pero no se puede vivir de recuerdos.
Los primeros quince minutos son de River. Apenas larga, el
Ruso Hrabina la toca para atrás buscando al arquero. Llega Centurión (viejo
tiburón de aguas cálidas) y le entra flojito desde dos metros a las manos de
Navarro Montoya. Estamos todos fríos, el Ruso, Centurión, el árbitro, los
chocolatineros y nosotros. Parece como si nadie asumiese la importancia de esa
jugada crucial cuando todavía no han pasado dos minutos. Si Centurión la metía,
el curso de la historia podía volcarse. Pero también si Napoleón hubiese
vencido en Waterloo, tal vez, los hinchas de River estarían ahora festejando.
Es difícil ver bien desde la platea. Hay gente parada en los
pasillos y parada sobre las plateas. Me tengo que incoroparar, a mi edad, por
cada ataque de River y por los nervios. Entonces me pregunto: ¿por qué estoy
nervioso, si yo soy hincha de Central? Es difícil no estarlo. Hay una carga
eléctrica en estos partidos. Una energía que dinamiza y crispa, sea el partido
bueno, malo o regular. Después los argentinos nos sobresaltamos cuando nos
sorprende una sobrefacturación de fluido. Es por este tipo de cosas.
Van quince minutos y alguien grita: “¡Che, Boca, ya empezó el
partido!”. Pese al estruendo del público, pese al ulular constante de las
hinchadas, Boca lo escucha. Tapia cambia una pelota a la izquierda por la
espalda de Basualdo y Barberón le pega un zurdazo bajo que se va junto al
primer palo. Más tarde lo tendría Tapia, tras desborde de Graciani por la
derecha. Llega como ocho y le da de zurda sacudiendo el triángulo lateral de la
red por el lado de afuera. River contesta, Basualdo se suelta como siete y la
cruza al medio conde Centurión no alcanza con el arco descubierto. Pero después
es de Perazzo, el goleador ausente, el hombre al que algunos memoriosos habían
visto hacer goles. River juega al offside, una pelota terca, como en las
maquinitas electrónicas de “pin-ball”, rebota en todos los rebotes y lo sirve a
Walter disparando hacia el arco. La mida y la pone abajo, adonde no llega
nadie. Ni el gol. La pelota pega en el poste, cruza el arco y se escabulle por
el otro lado.
Hay una ley llamada “Ley de Murphy” que dice, sabiamente: “Si
algo puede funcionar mal, funcionará mal”. Hay otra ley, más conocida y
complicada, tal vez, que es la Ley de la Offside. A veces ambas leyes se
entrecruzan y un marcador que no sale a tiempo o un zaguero que sale demasiado
pronto o un linesman que desconoce ambas leyes, produce el cortocircuito. Y así
como hay gente que se propone achicar el Estado, la última línea de River
procura achicar el terreno. A los hinchas de River se les suben los
sentimientos a la garganta durante los noventa minutos.
Visto de atrás, un jugador de Boca es un jugador de Boca. Usted
puede ver un jugador de Boca en la cola del cine, adelante suyo y puede decir,
sin temor a equivocarse: “Ese es un jugador de Boca”. Es más, si le ve el
número puede decir: “Es Simón. O Marangoni”. Ahora, si usted ve un jugador de
River de adelante es un jugador de River. Pero si lo ve de atrás, puede ser de
River, de Huracán, de Argentino de Rosario o del Deportivo Cúcuta de Colombia
jugando con la camiseta suplente. ¿Quién quitó la banda roja de las espaldas
millonarias? No puede aducirse que sea un sitio destinado a publicidad. Al
menos, yo no vi allí ningún reclamo de tal tipo. Tal vez están aguardando
ofertas. Lo cierto es, que en algún lugar de los vestuarios locales deben
estar, tiradas, las bandas rojas que ya no brillan sobre los dorsales de los
jugadores riverplatenses.
Se agota el partido y ya, entre pelotazos para arriba y
toques imprecisos, comenzamos a pensar en la ruleta rusa de los penales. Pero
se va pico por la izquierda, la cruza larga, llega Tapia y no se anima de
derecha, gira sobre la línea de córner y la cambia, suave y malintencionada,
por arriba hacia el segundo palo. Por detrás salta Walter, la frentea débil y
calculada y la mete adentro. Sin furia, como diciendo “¿Por qué tardaste
tanto?”. Revienta el estadio y los de Boca van a caer, revueltos y sudorosos,
bajo la cabecera que los ha alentado todo el partido. No faltan las
explosiones, los papelitos, los puños cerrados, los besos a la camiseta, esas
venas hinchadas que hacen aparecer los cuellos como viejos troncos de árbol. Todo,
todo lo que hace a un partido de fútbol en la Capital de los argentinos. ¡Es lo
que he venido a ver, caramba! ¡Qué triste hubiese sido mi regreso sin ningún
gol para contar! ¡Qué hubiese dicho en “El Cairo” si regresaba con la mecánica
obligación de narrar penales o atajadas desde los doce pasos! Tal vez no
hubiese vuelto, por vergüenza, y me hubiese radicado en Buenos Aires.
River quema las naves. Perdió el atildamiento y el intento
por jugar con mesura la pelota. Ha entrado Rinaldi, quien, con Higuaín y Tapia
es un compendio de amores cruzados y tumultuosos. Ayer de Boca, hoy de River.
Ayer de River, hoy de Boca. Hay reproches duros, palabras ácidas, recuerdos de
goles perdidos o encontrados. Una maraña de pasiones salvajes. Un tema medular
para una telenovela de cariños traicionados. Enrique es el toque impulsivo y
meridional de la trama. Arranca por la izquierda y le pega de zurda para los
que vienen. Pero le sale al arco y el pelotazo sacude al primer palo de Navarro
Montoya, el mismo que fuera castigado por Perazzo. Hrabina anuncia un zurdazo
desde el fondo y la cruza larga. Graciani, los ojos muy abiertos, la nariz
filosa, como tantas y tantas veces en su destino de puntero, gana la posición
en su diagonal hacia adentro y la mata cuando baja. Casi antes de que de que
llegue al piso, atisba un resquicio junto a la cadera de Comizzo y se la toca
allí. La bola se va picando hacia la red y Graciani sigue disparado hacia la
tribuna de Boca, saltando los carteles de publicidad, especialidad que ya, hoy
por hoy, debería exigírsele a todos los goleadores.
Conocí el mar ya de grande, cuando había pasado la veintena.
Estuve después en las pirámidas de El Cairo (el verdadero) atraído por la
leyenda de Keops, Kefrén y Micerino, aquel terceto central como nunca más
volverían a tener los egipcios. Y vi un River-Boca en cancha de River. “Puedo
morir tranquilo –aseveró cierta vez un agudo estadista norteamericano–. He
visto al hombre llegar a la Luna y he visto el perfil de Jane Mansfield”. Yo no
tuve el gusto de conocer a la señorita. Pero vi una película de Isabel Sarli. Y
he visto jugar al “Gitano” Juárez.
Roberto Fontanarrosa
Nota publicada el 20 de septiembre de 1988 en El Gráfico.
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