“No se queden quietos pelotudos, muévanse” Así
era como el Guille ordenaba la defensa, ese grupo de amigos panzones oficinistas que
jugábamos los clásicos picados de los miércoles. Guillermo era uno de esos
centrales duros, ríspidos. Esos que cuando los miras ya te sacaron un 50% de la
pelota con la mirada de asesino. Siempre
iba al frente y nos hacía ir al frente. Lesionó a muchos de nosotros y eso que
no jugábamos nunca por nada. Pero lo hacía sin intención, lo suyo era pasión y
cuando las patadas no son mala leche, tal vez duelen menos. Éramos un grupo de
amigos que despuntábamos el vicio jugando los miércoles en una canchita polvorienta
de Mataderos. Grupo al que se le fue sumando conocidos, compañeros de laburo y
familiares, cuando faltaba alguno. Había veces en la que esta cancha de siete a
veces nos quedaba más grande que el Maracaná. En otras oportunidades —pocas, la
verdad— nos quedaba chica porque venían todos y éramos como 20. Rotábamos entre
todos aunque sea para jugar unos minutos.
Obviamente había jugadores que no salían, como el Conejo Rodríguez que
era capaz de gambetear hasta un bondi a 300 kilómetros por hora viniendo de
frente. También se quedaban Tito y Marcelo, por el solo hecho que atajaban. No eran grandes arqueros pero por
el solo hecho de ir solitos al arco los hacía irreemplazables. Como en todo
“picado” nadie quería ir al arco y por eso ellos eran más necesarios que la
cerveza y charla post partido. A veces creo que muchos de nosotros veníamos por
eso, por la juntada después del partido. Porque en la cancha había varios que
daban lastima, pero lo que no hacían dentro de la cancha, lo hacían afuera
hablando hasta por los codos.
Guillermo también era inamovible.
No porque haya sido un fenómeno sino porque era un líder innato. Te ordenaba todo, defensa, medio y ataque.
Con él te sentías seguro. Hasta ordenaba al viejo que nos venía a avisar que la
hora de jugar se había terminado. "Dele Don Jaime, déjenos unos minutos
más" solía decir el Guille al principio. Luego ante la negativa del
vetusto sujeto, su tono iba poniendo tan o más ríspido que su manera de jugar. Pero había veces que Jaime estaba de buen
humor producto de haber ganado algunas chirolas al póker nos dejaba jugar un
rato más, pero si el viejo estaba de malas ni siquiera se molestaba en venir a
avisarnos, directamente nos cortaba la luz y váyanse a la mierda pendejos
maleducados. Cosa que nos irritaba, pero a Guille lo sacaba y mientras las
luces iban dejando de a poco de alumbrar, se ponía a putear a todo el árbol
genealógico del canchero. Igual
Guillermo siempre iba al frente y lo jodía a don Jaime. Porque el Guille era un distinto, pero no un
distinto a la hora de jugar, en la vida lo era. De acá, del corazón. Usted ya
habrá notado en mis palabras que trato el Guille, como si ya no estuviese. Digo
“era”, “fue”, pero no quiero adelantarme a los hechos.
Una calurosa noche de noviembre, nos extraño
cuando sin previo aviso el Guille falto y no había avisado nada. Era raro en él. No sé si lo dije pero Guillermo no faltaba
nunca, hasta el día que le festejaba los 15 a la hija vino. Ese día la excusa que había metido fue que nos
había venido a buscar. Y si, era verdad porque fuimos todos, pero después de
jugar el partido. Y cuando digo todos, es porque allí estuvimos todos. Hasta el
gordo Patricio —tipo roñoso si los hay— fue sin bañarse, tenía un olor acre que
le ganaba por goleada al olor que había dejado la bengala apagada en la torta
de cumpleaños. Creo que el Guille estaba más contento con nuestra presencia
ahí, que con el cumpleaños en sí. Seguro que después en la casa lo cagaron a
pedos, pero uno nunca se enteraba de lo que le pasaba. No porque no fuese
abierto con sus amigos sino porque siempre estaba con una sonrisa, siempre
haciendo chistes y disfrutando con los amigos. Llegaba acá y era otro
mundo, SU mundo. Las cosas que pasaban
en su casa, quedaban allí, se quedaban en la puerta del club. Por eso nos llamó
la atención su ausencia. Pero bueno, él
era docente, seguramente estaba con
mucho para corregir o por ahí le había agarrado alguna gripe, nadie está exento
de eso último. Así que nos aguantamos su ausencia y nos pusimos a pelotear.
Obviamente sin él, nos sentíamos huérfanos y hubo tantos errores defensivos
tanto en uno como en otro equipo que creo que empatamos como 25 a 25,
Si aquel faltazo nos llamó la atención, su
ausencia en la semana siguiente nos alarmo. Otra vez había faltado y esto
auguraba un nefasto presagio. La verdad es que ese día no jugamos con muchas
ganas, además éramos 10 en una cancha algo grande para nuestras capacidades
físicas y de edad. No hizo falta que
venga don Jaime nos venga a visar de la hora, porque faltando 10 minutos nos fuimos
a nuestra mesa asignada al “tercer tiempo”. El tema de conversación obligado fue la nueva
ausencia del Guille. Tito —que había llegado tarde ese día— nos había dicho que
el lunes había ido a buscar a su hijo a la escuela y que lo había visto en la
puerta de la Escuela. Que seguramente algo habrá pasado en su casa, porque no tenía
buena cara. No había bajado del auto y Guillermo tampoco se había acercado
hasta él. Un bocinazo y un movimiento de mano, fueron sus intercambios de saludos.
Nada más. No sabíamos si preocuparnos o enojarnos con el Guille. Por ahí no
quería venir más o estaba jugando con otro grupo de amigos, lo cual sería
imperdonable. O por ahí estaba jodido de alguna gamba. Pero eso de que “no lo
había visto bien”, nos perturbo un poco. Luego la charla como en todo grupo de
amigos se fue por temas como el futbol profesional, las minas, los autos y las
cargadas al Conejo que estaba esperando su octavo hijo, por algo le habíamos
puesto ese apodo.
El siguiente miércoles el Guille otra vez falto.
La verdad es que nos impactó menos que las anteriores dos veces, pero nos
llenamos de curiosidad. Otra vez éramos pocos y tuvimos que echar mano a uno de
los hijos del Conejo, el mayor que tenía 20 años y a un amigo suyo. El
“conejito”, como lo bautizamos rápidamente, era flaco, altísimo como un poste
de luz y con menos habilidad para jugar al fútbol que un pedazo de
mondongo. No entendíamos como un tipo
tan hábil como el Conejo tenía un hijo tan paquete. El amigo era bajo,
pelilargo y adornaba su humanidad con una remera gastada de Hermética. No
jugaba mal pero era un asesino en potencia y revoleaba la pelota a cualquier
parte. Dos veces la tuvimos que ir a buscar a la calle y eso que el alambrado
mide como siete metros. No recuerdo el
resultado, pero le ganamos por mucha diferencia al combinado del “Conejo y
amigos”, como para no ganarle con semejantes refuerzos.
— ¿Sabes con quien hable el lunes? —dijo Tito,
ni bien nos sentamos en la mesa mientras el hijo del Conejo servía cerveza y
dejaba más espuma en la mesa que en el vaso.
— ¿Con quién? —pregunte mientras con un pedazo
de servilleta intentaba remediar el desastre que había hecho el hijo del
Conejo.
—Al Guille, hable con él cuando fui a buscar
Gustavito a la escuela — dijo Tito quien había otra vez llegado tarde y por eso
no nos pudo decir nada cuando nosotros al principio nos preguntábamos por otra
ausencia de nuestro amigo.
— ¿Y por qué no viene más ese hijo de puta?
—pregunto Marcelo.
—Creo que esta jodido de un brazo, no sé, pero
la verdad no lo vi bien, esta como deprimido, bajoneado —dijo Tito mientras con
otro servilleta intentaba aliviar la laguna de cerveza que se había hecho en la
mesa.
—Está deprimido porque San Lorenzo no le gana
a nadie —arremetió el Conejo
—Pero cállate, vos sos de la B muerto
—intercedió Carlos. La charla nuevamente se desvió por el folclore del futbol.
“Que vos sos de la B”, “que vos no llenas la cancha”, “que tenemos de hijo”…
Lejos de meterme en esta discusión banal y sin sentido, en la que siempre suelo
discutir apasionadamente, me quede pensando en el Guille. Un tipo con esos
huevos y deprimido ¿Qué nos quedaba a nosotros entonces? El Guille no era rico
—era docente— pero el viejo le había dejado una fabriquita a él y al hermano
—quien la administraba y le daba su parte—, y sin estar muy holgado
financieramente, no la pasaba mal. Tenía una linda familia, según él trabajaba
de lo que le gustaba. Pero uno nunca sabe lo que pasa por la mente del otro.
A la otra semana, como todos los miércoles, el
primero en llegar fui yo, después vino Tito, el Conejo, Carlos y varios más.
Éramos siete, contando al paquete de yerba del hijo del Conejo. Tito ya
sabíamos que no venía porque se tenía que quedar en la oficina cerrando
balance. Faltando diez minutos y cuando ya estábamos planeando jugar un “cuatro
contra tres”, malgastando energía y dinero del alquiler en la cancha apareció
el Guille. Cayo como siempre, con su bolsito, con los botines puesto. Pero le
faltaba algo. Su cara estaba como triste. Se tomaba el brazo derecho a la
altura del codo, como si le doliese o hubiese recibido un golpe. Esa sonrisa
con la que nos cobijaba siempre, no estaba. Saludo a todos con un tibio
“buenas”, se cambió en silencio como si fuese un extraño y cuando el Conejo le
dijo que pensábamos que no iba a venir más, respondió con una sonrisa forzada
sin decir nada.
Armamos los equipos, Guille tuvo la mala
suerte de “caer” en el equipo donde no había arquero fijo. A Marcelo lo
habíamos elegido rápidamente nosotros. El Guille al ver que en su equipo había
que rotar de arquero con cada gol recibido, puso una cara de velorio, cosa que
me extrañó porque se daba maña bajo los tres palos. Estuve dos veces a punto de
preguntarle que le pasaba pero era mejor no molestarlo. Empezamos a jugar como
siempre y cuando empezó a rodar la pelota nos dimos cuenta que el Guille no era
el de siempre. Esa voz de mando se calló. No estaba. Físicamente estaba ahí el
Guille, pero su espíritu guerrero estaba ausente. Con decirle que el muerto del
hijo del conejo lo pasaba como un poste. No paraba a nadie y cada dos por tres
se tomaba el brazo. Hasta que paso algo que nos helo la sangre. En menos de
cinco minutos estábamos ganando tres a cero y le tocaba atajar al Guille.
—Te toca Guille —dijo el Conejo mientras se
levantaba las medias.
—No… yo no puedo atajar —dijo en forma
dubitativa como buscando palabras.
—Papito, atajamos todos, te toca —casi ordeno
el Conejo. El tono con el que lo dijo me irrito un poco.
—Te digo que no puedo, en serio, no puedo —
dijo casi al borde de las lágrimas el Guille mientras se tomaba el brazo.
—No te hagas el pelotudo con que te duele, yo
me doble un dedo y ataje lo mismo — salto Carlos. Yo no podía creer la
situación. El Guille siempre fue un león, semanas atrás en una situación así
les hubiese arrancado la cabeza con los dientes a ambos, a lo Ozzy Osbourne.
Pero ahí estaba el Guille, pálido y con lágrimas en los ojos.
—No, no pued… — El guille no pudo completar la
frase, una lagrima le broto y salió corriendo para donde estaban sus cosas,
como si fuese una adolescente que era castigada por los padres y se iba a encerrarse
en su cuarto.
Todos nos miramos y corrimos junto a él que se
había sentado a llorar sin pudor alguno al lado de su bolso.
—No puedo, no puedo. Yo sabía que era una mala
idea. No puedo más — repetía el Guille.
—Pará Boludo ¿Qué te pasa? No te pongas así —
Se arrodillo el conejo poniéndose frente a él, tal vez arrepentido en la forma
que lo había tratado hace minutos.
— ¿Vos no entendes? No puedo, me estoy
muriendo… —Sin decir más, el Guille se aferró al Conejo y lloro
desconsoladamente como si fuese un bebe en el regazo de su madre. Nos quedamos
contemplando esa situación por demás extraña.
Ya algo más relajados, y con el partido
suspendido. Nos sentamos en nuestra mesa a fin de poder contener al Guille. El
constante ruido de patos y vasos chocando, el chistido de la máquina de
café y del bullicio que hacían los
veteranos jugando al póquer, nos parecía lejano. Como de otro mundo. Estábamos
sordos de la realidad. Tal vez, como dijo después Carlos, era porque estábamos refugiados
y con las puertas cerradas en nuestro mundo. Yo particularmente sentina un escozor a la altura
del pecho, como un dolor de perdida, quizás tal vez haciendo una premonición.
—Tengo Esclerosis muchachos, ELA, no sé cuánto
tiempo más tenga —Fue el propio Guillermo el que rompió el silencio y sus
palabras sonaron como un rayo que parte en dos un viejo árbol en medio del
campo. Por minutos nadie dijo nada. Éramos espectros sin saber qué hacer.
Algunos sentados, otros como yo parados al lado del Guille. A pesar de que a
tres o cuatro mesas de distancia se estaban peleando por una partida de truco,
nuestro silencio se clavaba como agujas.
— ¿Disculpa negro, pero que es eso? —dijo por
fin el Conejo, poniéndose al frente de quienes no sabían sobre el tema. Yo algo
había escuchado cuando se murió Fontanarrosa, pero no tenía mucha idea.
—Te vas muriendo de a poco hermano, de a poco
—La voz a Guillermo le temblequeaba— te vas muriendo de a poco —repitió— las
neuronas encargadas del movimiento, empiezan a morirse de a poco… —hizo una
pausa de unos segundos— como consecuencia de eso tenés una parálisis muscular,
o sea se te van paralizando los músculos. Vas perdiendo movimientos, las cosas
se te caen como un pelotudo de la nada —el Guille en su vocación de docente
intento explicarle lo mejor posible al Conejo y a nosotros también un tema
bastante complicado. Y del cual no teníamos ni la más remota idea.
— ¿Pero cómo te lo agarraste? —pregunto Carlos
inocentemente.
—No Charly, no te la agarras ni te la pegas
—dijo Guillermo con una sonrisa— Puede ser hereditaria en algunos casos y
porqué sí, como en mi caso. No hay nada que te haga tener la enfermedad, no hay
causas. Te toco y te toco, chau a otra cosa hermano. Y a mí me toco.
—No hay un tratamiento, algo que se yo —dije,
quizás aferrándome a una esperanza.
—No Tomy, bah hay algunos —dijo el Guille con
toda calma— un par de tratamientos pero no son efectivos, hay algo en Israel
pero no te hace mucho, no sé, qué sé yo…
— ¿Y entonces?— dijo Carlos, tirando una
pregunta que todos nos hacíamos pero no nos animábamos a hacer.
—Y a esperar la muerte lo mejor que uno pueda
—dijo Guillermo, sonriendo como si se sacara un peso de encima. Nos miramos y
no sabíamos que hacer. La voz de mando era la de él. En la cancha hacíamos lo
que él nos ordenaba. Por más que fuera un partido entre amigos, él tenía la voz
mandante.
Después de esa charla nos quedamos toda la
noche hablando de anécdotas pasadas. Como aquella vez que jugamos un campeonato
en “serio” y del cual nos fuimos todos porque al Guille lo habían expulsado erróneamente
en un partido, perdimos como tres lucas de inscripción y solo habíamos jugado
15 minutos. O de cómo una vez le puenteo
el interruptor de las luces a don Jaime, el club estuvo como dos días con las
luces prendidas y al viejo lo recontra cagaron a pedos. Miles de anécdotas
fluyeron en la charla. Hasta él se había olvidado de su enfermedad y también nosotros.
Íbamos del llanto a las risotadas por todas las aventuras vividas.
No voy a contar como fue el doloroso desenlace
del Guille, pero empeoro rápidamente. Al cabo de un tiempo ya estaba en una
silla de ruedas. Pero la Carlos lo traía rigurosamente todos los miércoles a
vernos jugar y se quedaba después de hora charlando con nosotros. En las tres o
cuatro horas que duraba todo, el Guille no estaba enfermo, por más que estaba
en una silla, nosotros veíamos como se animaba. Era uno más. Ya casi había perdido el habla pero igual
estaba allí, mirándonos con una mirada cómplice.
Un día se nos ocurrió hacerle el partido de
despedida, como tienen los grandes jugadores. Él era un grande, así que le
metimos para adelante. Me acuerdo perfecto que fue una tardecita de primavera.
Carlos había llegado con el Guille y su silla, ya no podía hablar. Pero
nosotros le teníamos un último regalo al enorme y querido Guille, una caricia
que ni siquiera la muerte lo iba poder hacer olvidar. Ese día estábamos
todos. Guillermo nos miraba con sus
ojitos llenos de viveza y curiosidad, fue Carlos el que tomo la palabra.
—Guille, queríamos hacerte un pequeño regalo,
un partido despedida —dijo Carlos acercándose a él— vos siempre un soberano
rompepelotas a la hora de jugar. Mandabas más que mi vieja. Desde que te agarro
esto que estos muertos se comen goles boludos y no marcan a nadie, pero lo
bueno es que desde que estas afuera ya casi nadie sufrió esas patadas de burro
que dabas, así que ahora vas a entrar a jugar un rato para ordenar esta defensa
de paquetes. No sé si es un partido de despedida en si o un partido de “hasta
luego”, anda saber si no volvés a jugar.
Guillermo miraba con ojos descreídos. Fue entonces
que el Conejo agarro la silla de ruedas y la llevo hasta dejarla frente al
área, en clara posición de defensor. La sonrisa que se mandó el Guille era más
ancha que la medialuna del área grande. Comenzamos a jugar como en los mejores
días. Tuve la suerte de integrar el mismo equipo que Guillermo y sentí como él
disfrutaba, volvía a ser uno más, pero esta vez dentro de la cancha. Jugamos
como hasta la dos de la mañana —Carlos había sobornado a don Jaime con 200
pesos para que nos deje jugar hasta que cierre el club—, tuve la sensación de
que el Guille se levantaba de la silla, se elevaba por sobre el Conejo y se la
ponía en el ángulo a Tito. Que se tiraba a barrer, que señalaba con el brazo a
donde debíamos acomodarnos, que nos puteaba y que iba a trabar con todo. No sé cuánto
salimos, pero era obvio que el equipo comandado por Guillermo había ganado por
goleada.
El martes de la otra semana nos enteramos que
a Guillermo lo había internado de urgencia y que había dejado este mundo
producto de un paro cardiorrespiratorio. Una de sus últimas voluntades había
sido que el cortejo fúnebre se detuviera
unos minutos en frente del club. Cuando vimos asomar la trompa del auto negro
por la esquina, nos pusimos uno al lado del otro en la puerta del club. El auto
se detuvo y estuvimos así, abrazados por sobre los hombros todos juntos, como
si fuese una tanda de penales. Hasta que escuchamos un grito fuerte como dando
una orden, sin duda alguna era la voz del Guille que nos gritaba: “No se queden
quietos pelotudos, muévanse”
T.
Schweinheim
Obra Publicada,
expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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