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Oh mi bien aventurado Avantasio Tobías de la Fuente. He aquí me pongo a escribirle esta pequeña misiva desde estos territorios alejados de la bienaventuranza de nuestro señor.

Vuestra excelencia sabe bien, que mi marcha a los lares de este nuevo continente, se vio presuroso pues la justicia a mi cabeza precio le había puesto. El llamado natural del placer humano campaneaba en mí como los campanarios del monasterio de Compostela en domingo de Ramos. Y fue así que tuve la osadía de robarle y manchar toda honorabilidad que había en Inocencia Buena Esperanza del Garrote, hija del alguacil. Pero era un sentimiento puro y noble el que azotaba mis pantalones. El llamado natural, oh mi Avantasio. Tu bien sabes que yo a pesar de haber hecho cinco hijos a doña Esperanza y de no reconocer a ninguno de los vástagos, mis intenciones eran buenas. Así tuve que partir, presuroso por la amenaza que se cernía sobre mi cabeza. Pues que el todopoderoso cuando cierra una puerta abre una ventana. En mi presurosa huida, se me ha aparecido la mano de nuestro santísimo señor y me ha guiado a ser parte de la tripulación de la nave “La pudorosa” que se embarcó a este nuevo mundo. Pues prefiero lidiar con las tempestades de la mar, que con el azote público que me iba a dar el excelentísimo alguacil Don Inocencio del Garrote.

Partimos del “Puerto de Troncos” un diecisiete de noviembre, día de San Gregorio. Cabalgamos la mar como el cid cabalgaba en la batalla. Tempestades nos han azotado, como el amo azota a su criado cuando este hace algún menester de mala voluntad. He visto todo tipo de pecado a bordo de este navío.  Tu Avantasio, sabes mi sentimiento hacia los animales. Que yo solo he de matar a algún ser viviente en la caza, o cuando me acechan, o bien cuando veo alguno cerca. Pero nunca he matado por matar. En este barco he visto como estos barbaros pescaban y cazaban todo tipo de animales marinos. Peces de todo tipo, cangrejos, centollas, náufragos, sirenas, boyas… de todo han pasado por las cacerolas de estos brutos. Luego de dos cientos cincuenta y siete meses de navegar en altamar, los hombres segregan libido por los poros. Oh Avantasio, no sabe cuántas tropelías he visto. He visto como los mismos marineros construían con sus propias manos labriegas, unas figuras provistas de senos y demases accesorios que tienen las damas. Era una muñeca de madera, tan como la ha bautizado estos degenerados. Hasta yo mismo he caído en la tentación de armarme una figura así. Cuando nuestro capitán nos preguntaba la utilidad de tal figura, le respondíamos con evasivas diciéndole que eran para colocarle ropa encima a fin de poder exhibirla comercialmente como lo hacían las ferias de Madrid. Pues claro, el capitán, nuestro guía, nuestro faro en la niebla, no tenía esos problemas. El Adelantado don Gabriel Rogelio de la Funes tuvo la fortuna de viajar con su esposa. También vinieron con él, sus trece hermanas. Las cuales eran más rudas y barbudas que la media de la brava tripulación.

Y por fin habíamos llegado a tocar tierra. Habíamosnos dado cuenta porque la embarcación había encallado. Puesto que a Don Ramón de la Trincheta, el encargado de avizorar la costa, ya no le confiábamos en nada. En unas diecisiete ocasiones falsamente nos ilusiono con la llegada a tierra firme. Sus gritos de “tierra, tierra” no eran más que farfullas para poder escapar de los enormes y carnosos brazos de doña Rogelia de la Funes, hermana de nuestro Adelantado. Al llegar a la costa, solo luego de habernos hincado y rezar agradeciendo a nuestro Señor y a nuestro Rey, por no menos de cinco horas, nos lanzamos a esta nueva tierra. Los nativos nos recibieron presurosos. Volaron flechas y armas hechas en piedra. Pienso yo que fue una bienvenida un tanto efusiva.  Yo creo, Avantasio, que tal vez a ellos no les ha gustado que nuestro Adelantado los haya saludado disparándole a uno de ellos mientras Don Gaspar de la Guerra, su segundo,  les incendiaba las rusticas chozas de paja donde moraban estos seres alejados de la civilización. Luego de este intercambio amistoso de bienvenida, se nos acercó su líder o cacique como les dicen ellos. Sonrió ampliamente a nuestro adelantado como en señal de saludo. El Adelantado de Las Funes le respondió el saludo con una gran bocanada de sangre que brotaba de sus entrañas atravesada por una flecha. No dijo más. Pienso yo que debe ser por timidez o por respeto que no se dignó a decir más. Sin embargo me pareció una falta de respeto hacia el cacique, que se echara a dormir en plena playa, si bien el sol era fuerte y era un clima propicio para broncearse, no era el momento, pienso yo.  Imprevistamente quedo a nuestro mando,  Don Gaspar, fue noble de su parte ya que don Gabriel seguía tendido en la costa durmiendo mientras le brotaban grandes chorros de sangre del abdomen.  Concluido estos rituales de recibimiento nos condujeron a su metrópoli. ¡Oh Avantasio! Deberías darte tu una idea de ese infierno. Mujeres sin pudor, desnudas como han sido dadas a luz. Solo cubrianse sus vergüenzas con trozos de cuero, dejando a la luz sus pechos. Nosotros,  bravos marineros nos habíamos sonrojado. Yo no pude ni mirar. No podía mirar esos redondos, turgentes, bronceados y perfectos senos, adornados con unos pezones punzantes y esféricos. No me atrevía a mirar, oh Avantasio. Muchos hombres de la tripulación corrieron espantados al ver ese espectáculo pecaminoso. Algunos optaron en encerrarse con estas señoritas en sus chozas, quizá tal vez para convencerlas de que cubran su desnudez o de que fabriquen alguna especie de corpiños con lianas u hojas de palma. Algunas veces la discusión parecía arreciar ya que se escuchaban gritos femeninos en intensidad. Nuestros Reyes solo sabrán la valentía y el esfuerzo de estos, sus hombres.
Y Aquí me tienes Avantasio, hemos llevándonos bien al final de cuentas con esta civilización y hemos fundado oficialmente la ciudad “Santísima Triangulación”. Así pues, hemos de darle nombre. Hemos estado observando las costumbres de los nativos.  Tú sabes Avantasio que yo me he dedicado a observar la naturaleza. Y es por ello que me han encargado a mí seguir las costumbres de esta gente. Y a mi me parece justo. Pues ellos se quedan levantando fortificaciones, siempre y cuando no los azote la ingrata tarea de convencer privadamente a una india de ponerse o crear alguna ropa.  Fue así que me uní a los cazadores y los acompañe. Pues yo intuía que iban a cazar. Pero no, no eran cazadores o si, pues no lo sé. Pero consigo siempre traían mercaderías a su vuelta.  Eran unos quince nativos. Como te decía mi amado Avantasio, no llevaban armas, solo traían con si, pequeños bolsos armados con cuero de carpincho y un “Tatú Carreta”, esta última es alguna especie de erizo que se enrolla en forma de bola cuando siente un peligro amenazante. Uno de los días caminamos alrededor de seis horas. Con nosotros había de venir el cacique “Manoseo”, nombre que le hemos puesto nosotros al encontrarnos a este veterano salvaje manoseando a una joven india, seguramente convenciéndola de taparse sus partes impúdicas.  Recorrimos un bosque  traspasamos varios ríos y arroyos. Cuando por fin salíamos de la oscura y frondosa selva, una planicie se nos impuso a nosotros.  “Pampa” escuche decir a uno de los guerreros o cazadores. Para estas alturas ya habíamos logrado establecer una especie de intérprete en la tribu. Su nombre era Aleli. Era un originario de la tribu que medía como dos metros, su espalda era más ancha que la vela de un galeón. “Llegamos”, dijo Aleli y me señalo un tronco para que me sentara.

Parecía que iba a haber una especie de batalla. Del otro lado se asomaron otros quince indios, a grandes rasgos eran de otra tribu. Intercambiaron saludos con el cacique “manoseo” que llevaba bajo su brazo al armadillo o Tatú. A los pocos minutos clavaron cuatro estacas en el terreno. Definitivamente iba a haber un combate allí, Avantasio. Presurosos nuestros indios comenzaron a pintarse en las espaldas, letras o números indescifrables. Mi corazón se exalto. No sabía que ruin batalla iba a contemplar. Antes de comenzar la batalla venían mas indios pero no ingresaban al campo de batalla que está delimitado por cuatro árboles frondosos. “ombúes” me dijo Alelí mas tarde que se llamaban esos arbustos. Mire y se habían sentado. Tal vez a presenciar el combate. Eran más de mil ¡Tuve miedo oh Avantasio! Le pregunte a Alelí. “Ser aficionados, nosotros no traer porque estar prohibido público visitante. Ultima vez quemar ombúes y aldeas” atino a responder mi inquietud.  Antes de que comenzara se había parecido algo así como un brujo. Fue el que ordeno que el combate empezara. “Manoseo” apoyo el tatú carreta en el piso y le arrojo una patada. El bicho instantáneamente se hizo una especie de bola. Cuando empezó a rodar comenzó el combate. Fue feroz Avantasio, feroz pero apasionado. No sabía muy bien cuál era el objetivo de esta riña. Pensé que tal vez había que pegarle al armadillo y ganaba aquel que lo deshiciera. Pero no le pegaban siempre. La tenían, la ponían debajo de sus pies desnudos. Dibujaban curvas con sus piernas, amagaban pegarle fuerte pero enganchaban hacia adentro o hacia fuera. En más de una ocasión los indios se golpeaban entre ellos. El brujo detenía la batalla y obligaba al equipo del golpeado a tener el armadillo. Tres veces entro el armadillo entre las estacas defendida por nuestros indios, más precisamente por “toro”, un indio gordo. Del lado de la multitud de indios que asistían a ver el combate se escuchaban cantos de guerra. Cantos que erizaban la piel. Saltaban danzando furiosos. Otra vez el tatú carreta se había metido entre las estacas defendidas por Toro. Lo ir decir infamias e su idioma a Alelí y a alejarse de mi. Yo tomaba notas, Avantasio.  Parecía que el combate había terminado. “Manoseo” y los suyos se fueron a un costado de donde se había efectuado la pelea. Lo oí maldecir en su impío idioma. Alelí me señalaba a mí. No habrán pasado más de un cuarto de hora que los indios habían vuelto a tomar su posición en el campo. Note que ahora si se había vuelto violenta la cosa cuando “Manoseo” le pego una patada artera a un rival. Pero parece que lo premiaron porque salió del campo a pedido del brujo y se sentó a mi lado. Contabilice unas cuatro pasadas más del tatú carreta por las estacas nuestras y tan solo una en la de ellas. El combate termino entrada la noche. Nosotros nos retiramos en silencio a nuestra tribu.

La semana pasada tuve conocimiento de que se disputó otro combate parecido. Lo he advertido por los preparativos, pero no me han dejado. Me atreví a preguntarles. “Tu ser piedra, no venir más” me contesto Alelí cortamente. Oh Avantasio, no veo la hora de regresar a Asturias y que el alguacil me condone la pena.
Suyo siempre,

Don Luis Jorge Zamora Altamira Castillo.

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Antonio Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614.  Dirección Nacional del Derecho de Autor.

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