Slider[Style1]
Style2
Style3[OneLeft]
Style3[OneRight]
Style4
Style5
"La pelota como bandera" de Eduardo Galeano.
Se fue Eduardo Galeano y que mejor forma de recordarlo con un texto de su pluma, de su magistral obra "El fútbol a sol y a sombra y otros escritos". ¡Salud maestro!
***
En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán
inglés se lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del
parapeto que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra
las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió. El capitán
murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra de nadie y pudo
celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol inglés en el frente de
guerra.
Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del
club Milan ganó las elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que
provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que
salvaría a Italia como había salvado al Milan, el superequipo campeón de todo,
y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la
ruina.
El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia
los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La
escuadra italiana ganó los mundiales del '34 y del '38 en nombre de la patria y
de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a
Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida.
También para los nazis, el fútbol era una cuestión de
Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev
de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a
una selección de Hitler en el estadio local. Le habían advertido:
—Si ganan mueren.
Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de
hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron
fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó
el partido.
Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia
y Paraguay se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un
desierto pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que
jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para atender
a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla.
Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos
peregrinos fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general
Franco, del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española,
una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en
Estados Unidos y en México. El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia
y a otros países con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la
defensa. Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el
año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo las balas
franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera
de ellos, a la democracia acosada.
Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante
la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA
declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la
inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al
fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España,
que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi,
Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido
metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel
Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi. Después, en México,
Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el campeonato local.
El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó
en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro
copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El
Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca
abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada
ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más
eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José
Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, "porque gente
que antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros". Como el Cid
Campeador, el Real Madrid reunía la virtudes de la Raza, aunque su famosa línea
de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella brillaba un
francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo Santamaría y el
húngaro Puskas.
A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes
demoledoras de su pierna izquierda, que también sabía ser un guante. Otros
húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club
Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el
gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al
milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior. Czibor,
mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos. El otro húngaro del Barcelona,
Kocsis, era un gran cabeceador. Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de
pañuelos celebraba sus goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa,
después de Churchill.
En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el
exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA.
Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor,
Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde
fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular.
En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó
una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios.
Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban
profesionalmente en el fútbol francés.
Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió
jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA
durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia,
organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este
de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol
francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por
contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional.
Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol
francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus
tribunas añoraban.
Eduardo Galeano
Show del Fútbol en Vivo
Una nueva emisión del SDF, en la cual esperamos que haya mucho humo, mucho informe mala leche, pocas interrupciones por parte de Gustavo López. Esta novena fecha nos dejó varios punteros, varios interrogantes y mucho humo...
Llego el primer glosario del Show del Fútbol. Tercera parte.
Cuantas veces escuchamos términos como “cangrejear” o “No estás en la guía” o “Sacro”. Términos que fueron acuñados hace tiempo en lo que se conocía como #ElProgramaDeFantino y hoy es conocido por #SDF o #ElProgramaDeFantinoSinFantino; y que aún hoy son utilizados con suma frecuencia. Por eso le traemos el primer glosario del show del Futbol para que todos este al día con estos modismos que cada vez nos hace más mierda el habla. Esta es la tercera entrega.
Fulala. Escritura invertida del apellido del panelista termista
Andrés “Turco” Alaluf. Utilizado por su sonoridad y para no nombrarlo
directamante. “Fulala hoy se zarpo de termo”.
No entiendo nada, poneme la placa. Expresión vertida ante un
desconcierto o ante la sobreinformación de un acontecimiento. Frase acuñada por
Fantino al momento que Fava presentaba unas series de placas con distintas
combinaciones en resultados en pos de saber si Independiente podía descender o
no. La respuesta por parte del conductor ante tamaña sobreinformación fue dicha
frase. Utilización:
— ¿Viste lo que le paso a la Yoli?
— ¿Quién es la Yoli?
—Es la hija de la prima segunda del sobrino de Nélida.
—No entiendo nada, poneme la placa.
Pareces la hermana Bernarda preparando una torta. Frase que
ejemplifica la parsimonia y la poca voluntad del recepto en las acciones que
realiza. Ejemplo: “Verón en el mundial del 2002 contra Inglaterra parecía la
hermana Bernarda preparando una torta”. Expresión creada por Alejandro Fantino
al momento de referirse a Daniel Fava cuando este intentaba dar una noticia y
la cual carecía de sorpresa y humo.
Si van a opinar que sea faltándose el respeto. Expresión que
significa la desacreditación de las ideas del otro con una falta de respeto ideológica,
no así en improperios. Ejemplo:
—Yo gane el mundial del ‘86
—Cállate Chino, vos fuiste a llevarle los bolsos a Ruggeri.
No se utilizan improperios para faltar al respeto, sino humo
y alguna que otra verdad enmascarada de chiste o ironía para que no caiga de
forma dura. Fue utilizada por Alejandro Fantino para motivar al panel a que
debatan rudamente, puesto que parecían la hermana Bernarda preparando una
torta.
![]() |
Fulala |
Fava, hoy tomaste de la mala. Frase en donde comenzaron a
vincular a Daniel Fava con lo duro, con los barbitúricos, con la merluza, la
coca, el charuto, la piedra, el faso, y cualquier tipo de sustancia alucinógena.
Esta expresión fue vertida por Nicolás Distasio hacia Fava cuando este último
estaba criticando con “dureza” a River Plate: “¿Fava, hoy tomaste de la mala?”
Sábado, toca bañarse
Mundial e históricamente se dice que el día sábado es día de bañarse. La gente de Guarani Antonio Franco se tomo muy a pecho esa máxima y decidieron bañar a Cristian Lucchetti, literalmente y a la vista de todos. Un verdadero baldazo de agua para el Laucha que termino más mojado que Niembro mirando en cuero a Osvaldo, eso sí el liquido del balde es de dudosa procedencia...
Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Una mesa de tres patas"
Al final del cuento esta el video del capitulo de los cuentos de Fontanarrosa que se emitió por la TV publica de este mismo.
La mamá de Nico fue a la casa de los Galotto dos meses
después de que muriera don Ítalo. Su visita no fue estrictamente una sorpresa
para Urbana, la viuda, porque ya doña Emma (la mamá de Nico) había estado en el
velorio. Aunque también era cierto que todo el barrio había estado en aquella
ocasión. Pero, de cualquier forma, era notorio que a Urbana no le caía para
nada bien doña Emma y aceptó su presencia en el velorio por una mínima condescendencia
cristiana, lo doloroso del momento y una elemental cuota de educación
("Esa tipa", solía decir Urbana refiriéndose a Emma). De todos modos,
una cosa era que una vecina no querida acudiese a un velorio exitoso —como
había sido el de don Ítalo— y otra que, pasados ya dos meses, y sin
justificativo visible, tocara el timbre de la familia Galotto pidiendo hablar
con Urbana. El rencor que Urbana sentía por doña Emma no era, precisamente,
rencor. Era un cierto rechazo, prevención y tal vez temor por todo el clima
poco claro que rodeaba a "esa tipa". Se decía en el barrio que doña
Emma era bruja. O bien que, en sus ratos libres, hacía brujerías. Leía la borra
del café, interpretaba el agua, podía leer las manos, tiraba el tarot. Pero
fundamentalmente era espiritista. Le habían contado a Urbana que Emma profesaba
el culto de la mesa de tres patas, que concitaba a los espíritus o que junto
con otros profesantes ("ignorantes" denostaba Urbana), practicaba ese
extraño juego de la copa, en el que una copa observa un comportamiento errático
sobre la mesa señalando personas, respondiendo preguntas, deteniéndose ante
presuntos enfermos. Por supuesto, el aspecto exterior de doña Emma cuando
andaba por la calle, por ejemplo, era común y corriente. Un ama de casa como
las otras. Tal vez un poco más desarrapada que las demás, algo menos cuidadosa
con el cabello o no tan meticulosa con los detalles. Al velorio, por ejemplo,
había concurrido con un batón algo raído, tipo salida de baño, como si la
noticia de la muerte de Ítalo (sorpresiva, por cierto) no le hubiese dado
tiempo para acicalarse correctamente. Y cuando fue a lo de los Galotto, dos
meses después de lo de ítalo, lucía más o menos igual. Improvisada, digamos. Siempre aseada,
decorosa. Pero con chinelas de pompón, abrigadas, para el invierno, dando la
impresión de que había salido algo apurada de su casa, tal vez por un trámite
que requería cierta urgencia.
—Sí. Está —solo atinó a decir Liliana (la hija de Urbana),
tras abrir la puerta, toparse con la presencia de la supuesta bruja y escuchar
que ésta, preguntaba por su madre. Después, volvió a cerrar la puerta de calle,
desandó el pasillo largo y le avisó a Urbana que doña Emma estaba preguntando
por ella. Urbana que cosía detuvo en el aire una puntada, dejó sobre la mesa el
costurero, se puso de pie arreglándose un poco el cabello y, con rostro severo,
se fue hacia la puerta sin articular palabra.
—¿La hiciste entrar? —preguntó a Liliana, en tono
confidencial, antes de dejar la habitación.
—¡No! —deslindó responsabilidades su hija, entre alarmada y
divertida.
Urbana fue hasta la puerta, la abrió nuevamente y se asomó
un poco, dando a entender a su visitante (cruzada de brazos para ceñir aun más
el saquito verde de lana a esa hora fresca del atardecer, preanuncio de una
noche fría) que no iba a perder demasiado tiempo en atenderla.
—¿Sí? —fue la módica recepción de Urbana.
—Buenas noches, señora —sonó, cordial, doña Emma—. Quisiera
hablar un par de palabritas con usted.
—Dígame. Urbana no había abierto ni un centímetro más la puerta
de calle. Seguía asomando solo la cabeza como un títere grande. Doña Emma
vaciló, tal vez esperando que la hiciera pasar. Se
originó un momento de cierta tirantez, donde era obvio que
ambas mujeres habían iniciado
una suerte de pulseada de voluntades en torno al definitorio
acto de entrar o hablar en la calle.
—Es con respecto a su marido, don Ítalo —aportó, por fin,
doña Emma, como si la frase fuese una llave maestra.
—Mi marido murió. Murió hace dos meses —cortó Urbana.
—Ya sé, ya sé. Por supuesto que lo sé...
—¿Entonces?
—Es otra cosa.
—Vea, señora —Urbana tomó aire, como alentando un tono de
mayor severidad—. Entonces, si lo sabe, no hay mucho que hablar. No quiero
entrar en ningún tipo de comentarios con respecto a mi marido, que ya ha muerto
y que Dios lo tenga en su santa gloria.
—No es eso. Ocurre que...
—Yo conozco muy bien las cosas que suelen tejerse después de
que muere alguien. Y las cosas que suelen comentarse en el barrio a espaldas de
los fallecidos. Recuerdo perfectamente lo que ocurrió después de la muerte del
señor Acosta —el de la ferretería— que al día siguiente de su muerte empezaron
a correrse bolazos y estupideces de que tenía otra mujer y que andaba con
cuanta chirusa se le cruzaba por el camino. ¡Al día siguiente de haberse
muerto! O cuando murió Bevacqua —el de la casa de electricidad— que se empezó a
decir que le debía plata a Dios y María Santísima...
Doña Emma la miraba, meneando levemente la cabeza, paciente,
si se quiere.
—Por eso —continuó Urbana, lanzada—. Como sé muy bien que
Ítalo nunca tuvo una relación muy cercana que digamos con usted ni con nadie de
su familia, es que no puedo imaginarme cómo algo que usted venga a contarme
pueda serme útil, cierto o interesante...
Emma seguía negando con la cabeza. Esperando con abnegación
que Urbana terminara.
—No es nada de eso —dijo luego, cuando se cercioró que
Urbana le daba cierto espacio para contestarle.
—¿Qué es, entonces?
—Hace una hora, en una mesa de espiritismo donde estábamos
invocando a Ceferino Namuncurá, se hizo presente la voz de su señor marido don
Ítalo, y me pidió expresamente que viniera a decirle algo.
Sentada en uno de los sillones del living (los rojos, de
felpilla) Urbana sostenía con una mano la taza de té que le había traído
Liliana, mientras con la otra mano se oprimía levemente el pecho. No había
recuperado aún el ritmo normal de su respiración.
Liliana le había traído otro té de boldo a doña Emma
(sentada enfrente de Urbana) y ahora se ubicaba en el sillón restante.
—Reconocí enseguida la voz de su marido, señora —decía doña
Emma—. No solo porque la había escuchado mil veces en el almacén de don Julio,
discutiendo de fútbol con él, sino
porque la voz, apenas comenzó a oírse sobre nuestra mesa, se presentó, muy educadamente,
y nos dijo "Soy Ítalo Galotto, el vecino de la calle Pasco, el papá de
Liliana".
Usted decía muy bien: es cierto, yo no tuve trato directo
con su señor esposo. Pero lo escuché muchas veces en el almacén y no tengo
dudas de que la voz era la de él.
—¿Qué más le dijo? —tomó intervención Liliana, al observar
el estado de conmoción de su madre.
—Nos dijo que necesitaba comunicarse de inmediato con alguna
de ustedes. Que yo disculpara la molestia. Que sabía que mi casa estaba
bastante distante de la suya, pero que le era sumamente imperioso, recuerdo que
dijo así y lo recalcó, imperioso, hablar con mi señora, dijo, o con mi hija
Liliana.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que me iba a contactar con ustedes a la brevedad, que haría
lo imposible por ubicarlas. Entonces, él me dijo que muy bien, que se quedaba
esperando.
—¿Cómo que se quedaba esperando?
—Claro. Él pensó que en ese mismo momento, yo iba a
abandonar la mesa e iba a salir corriendo para acá, a buscarlas a ustedes. Y
que las iba a llevar para allá, para que hablaran con él.
—Ajá.
—Pero, le explico, señora. Yo no dudaba de la importancia o
de la urgencia que podía tener su señor esposo en ese momento, como para
interferir o bien mezclarse en una mesa de espiritismo que no lo había
convocado...
—¿No es común que eso ocurra? —preguntó Liliana.
—Para nada, señorita, para nada —Emma frunció la cara, casi
con condescendencia—. Comprenda usted que se trata de un contacto a una dimensión
altamente emocional, con toda la energía puesta estrictamente en dirección a
una persona desaparecida, ente o espíritu divagante. Es muy improbable ese tipo
de interferencia.
—Es que nosotras no sabemos nada del tema — se mantuvo
moderadamente agria, Urbana—. No es algo que para nada de nada nos haya
interesado jamás.
—¿Entonces? —optó por suavizar, Liliana.
—Entonces yo le expliqué al señor Ítalo, con mi mejor buena
voluntad y mi mejor disposición para el caso, que yo no estaba sola, que estaba
en compañía de un grupo de personas, que estaban aquejadas por un problema muy
delicado y que estas personas habían pagado para contactarse con el espíritu de
Ceferino Namuncurá a través mío y que yo no podía abandonarlas en ese momento.
—Ítalo, por supuesto —dijo Urbana— no lo ha hecho con
intención de incomodar. Él tampoco sabía. Él tampoco era adicto a este tipo de
supercherías...
—Mamá... —se sonrió ácidamente Liliana—. Acordate que papá,
a veces....
—Le garanto, señora —terció Emma— que contactarse con
Ceferino Namuncurá no es para nada fácil. Usted debería conocerlo. De arranque
es una persona que tiene la tradicional hosquedad del indígena. Cuando habla,
si es que habla....
—¿Qué le contestó entonces usted a mi marido?
—...porque a veces, simplemente golpea en la mesa, señora.
Una le reclama a Ceferinoque, a modo de aceptación del contacto, golpee tres
veces, y él le comienza con esos golpes propios de la percusión mapuche. Tum, tumtum, tum, tumtum, tum....
—Doña Emma, doña Emma... ¿Qué le dijo a mi padre?
—Que yo iba a hacer lo imposible para contactarlas a
ustedes. Que él tuviera paciencia y confianza. Pero que me disculpara, que no
podía hacerlo en ese momento. Que yo, de mil amores, venía y les decía. Y que
él volviera a contactarse conmigo el jueves próximo…
—¿Mañana?
—¿El jueves? ¡Mañana!
—Mañana, efectivamente. Que yo le organizaba una mesa para
eso de las nueve de la noche con ustedes. Y él me aseguró que iba a estar allí,
sin falta. Que no tenía otra cosa que hacer. Pero me insistió y me insistió y
me insistió para que yo no me fuera a olvidar. Que era algo urgente.
Urbana y Liliana se miraron.
—Vamos a ir, por supuesto —susurró Liliana. Urbana había
reclinado su cabeza y se oprimía la frente, ahora, con su mano derecha. Hubo
unos segundos de silencio.
—Yo les diría que no vayan solas — recomendó, al fin, Emma.
—¿Por qué? —levantó la cabeza, Urbana.
Doña Emma volvió a fruncir la cara, apretando los labios e
inflando los cachetes. Sacudió la cabeza.
—Es un poco... Para el que no está acostumbrado, es un
poco...
—¿Impresiona? —dijo Liliana.
—Impresiona —aprobó Emma—. Es un poco impresionante. Dése
cuenta. Está usted, de pronto, hablando con alguien a quien ya considera
definitivamente muerto. Con una persona a quien ha visto enterrar usted hace no
más de dos meses. Yo les diría.... Urbana
miró a Liliana.
—¿A quién te parece?
Liliana se encogió de hombros.
—Tío Lucio—arriesgó.
—Si es un hombre, mejor —aceptó Emma —Si es un hombre, mejor.
—Bueno. Hombre... —Urbana enarcó las cejas, dubitativa.
—Usted, Liliana —Emma habló como una maestra puntillosa—.
Dele la mano al señor. Y usted, Urbana, déme la mano a mí. Liliana y Urbana
obedecieron. Liliana experimentó una extraña sensación revulsiva cuando unió sus manos,
primero con tío Lucio y luego con Emma. Advirtió que hacía mucho que nadie la
tomaba de la mano. Así quedaron los cuatro, en torno a la mesa de tres patas, unidos
por las manos. Se hizo un silencio prolongado bajo la tenue luz del comedor,
solo alterado por el respirar pesado de Emma, quien, con los ojos cerrados,
parecía haber empezado a concentrarse. Lejano, tras la puerta cerrada que daba
a los dormitorios, llegaba el parloteo de un televisor encendido.
Tampoco
Urbana se hallaba muy sobrecogida por el momento. En verdad, el entorno no
ayudaba demasiado. Un sencillo y habitual living comedor, con su trinchante, su
bargueño y su pequeña araña de caireles, encendida —eso sí— en solo dos de sus
cuatro lamparitas. Incluso desde el vestíbulo —al llegar— luego de subir la
escalera (que torcía su rumbo en un descanso) habían entrevisto en la
habitación de Nicolás, una computadora doméstica. Apagada, es cierto, pero que
daba a la casa un carácter más cercano a la tecnología de punta que a la
parapsicología. Liliana percibió, en su mano derecha, un par de leves apretones
de parte de doña Emma y comprobó, en su mano izquierda, que la palma de la mano
de tío Lucio comenzaba a transpirar pese al frío.
La mesa, asimismo, aquella mesa de las transferencias
espirituales, no difería en nada de una mesa común. Y hasta Emma, cuando los
hizo entrar a la habitación le quitó de encima una suerte de mantel de paño
verde pesado, parecido al de las mesas de billar, tras apartar un centro de
mesa ampuloso, de dudoso baño de plata, repleto de frutas de plástico.
De repente doña Emma alzó la cabeza, abrió los ojos y clavó
la vista en Urbana que también la miró, algo confusa, o alarmada, sin saber si
le estaba reclamando que hablara o, simplemente, le estaba anunciando algo.
Cuando Urbana iba a preguntarle sobre qué debía hacer, se escuchó la voz de
Ítalo.
—Urbana —dijo, y todos, menos Emma, pegaron un respingo.
Era, sin duda, la voz de Ítalo. Y llegaba desde lo alto, apenas un poco más
apagada, pero clara, nítida. Se hizo, esta vez sí, un silencio profundo y
atemorizado, en donde se escuchó filtrándose por detrás de la puerta que daba a
los dormitorios con más nitidez, la saltarina musiquita de los dibujos animados.
—Urbana —repitió la voz, ahora casi interrogante, como si,
ante el silencio, Ítalo dudara de que su viuda estuviese realmente allí.
—Ítalo —articuló Urbana, procurando dar a los demás una
sensación de firmeza.
—Urbana —repitió Ítalo— ¿Qué pasó?
—¿Cómo "qué pasó"?
—Sí ¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
—Qué pasó... ¿Con qué?
—Conmigo, Urbana. Qué pasó conmigo. Conmigo qué pasó.
—Bueno... Te... ¿Por qué me...?
—Yo estaba bien, Urbana. Yo estaba de lo más bien. Andaba
fenómeno, yo. ¿O no es así?
—Ah sí... Claro, sí, por supuesto, estabas bien...
—Entonces... ¿qué pasó? Habíamos ido a lo del doctor Palazzi
hacía muy poco. ¿O no habíamos ido a lo del doctor Palazzi?
—Sí, habíamos ido.
—Y yo estaba diez puntos, vos estabas presente. Me encontró
mejor que nunca, me dijo que nunca me había encontrado así.
La voz de Ítalo sonaba airada, como la de un hombre
defraudado, estafado, quizás.
—Es verdad, me lo dijo a mí también —admitió Urbana.
—¿Y entonces? ¿Y entonces? —ahora Ítalo ya sonaba casi
agresivo, como exigiéndole a su viuda una explicación convincente.
—No... no sé. Te juro que a nosotros también nos cayó como
un balde de agua fría. Fue una sorpresa... terrible...
—¡Y a mí? —ahora Ítalo, su voz, ya gritaba—. Resulta que yo
me voy a dormir lo más tranquilamente y, cuando me despierto, me encuentro con
esto. Así nomás, sin una explicación, sin un motivo...
—Es verdad. Yo...
—Sin siquiera saber por qué carajo se produjo. ¡Me fui a
dormir lo más tranquilo, lo más pancho me fui! ¡Si hasta el Bisineral me había
suprimido el doctor después de que me revisó, hasta el Bisineral me había
cortado porque me dijo que andaba de lo más bien con el colesterol!
—El médico dijo que fue un infarto masivo —se defendió
Urbana, soltando, pese a la mirada severa de Emma, su mano derecha de la mano
de Lucio y poniéndosela sobre el pecho, en gesto de franqueza.
—Que a veces eso es...
—¡Qué infarto masivo ni infarto masivo! ¡Los médicos dicen
cualquier cosa cuando no saben qué corno decir!
—Bueno —se encogió de hombros, Urbana—. Ellos son los que
saben. Así dijo él....
—¡Y lo que más bronca me da es que los imbéciles se lo
creen, se creen cualquier cosa que digan los médicos!
—Papá —terció Liliana—. Ni digás imbéciles, ni digás que...
Te imaginás que...
—¿Quién está ahí? —cortó Ítalo.
—Liliana, tu hija —dijo Liliana.
—No sé para qué viniste, Liliana. Yo pedí hablar con tu
madre.
—Bueno, pero vine...
—Dijiste con las dos —puntualizó Urbana.
—Te imaginás que, si el médico... —retomó Liliana.
—¿Quién quedó con la abuela? —preguntó, la voz.
—Quedó sola —Urbana pareció perder la paciencia—. No le va a
pasar nada por media hora.
—¡Claro! ¡Así es muy fácil! Salen todas y la dejan a la
pobre vieja sola.
—Papá, papá... Te imaginás que si el médico dijo que era un
infarto masivo es porque....
—¡Me había ido a revisar dos días antes! ¡Dos días antes me
había ido a hacer ver! ¡Con tu madre habíamos ido!
—Eso no quiere decir nada, Ítalo —meneó la cabeza, Urbana—.
No tiene nada que ver. Acordate de Octavio. Estaba bien y...
—Fumaba como un caballo, Octavio.
—Pero estaba bien y un ...
—Me voy a dormir una noche lo más campante y... —la voz de
Ítalo pareció quebrarse—. Porque si uno sabe que está mal, uno ya se va
preparando, anímicamente, emocionalmente...
—De acuerdo, Ítalo. Pero... —empezó Urbana.
—Acá lo que pasa es que hay otra cosa.
Esta última frase de Ítalo, cargada de intencionalidad,
congeló el diálogo. Urbana fue la primera en reaccionar.
—¿Qué cosa, Ítalo? ¿A qué te referís?
—Yo estaba bien y a mí me dieron algo.
—¿Cómo "algo"? ¿Quién te dio algo?
—Algo, me dieron algo ¿Quién me dio de comer esa noche?
—¡Yo! Yo te di de comer —saltó Liliana.
—Liliana te dio de comer.
—Y... te la hago corta —anunció Ítalo—. Ahí había algo raro.
Yo le sentí un gusto extraño a esa comida. A la sopa, especialmente.
—¿Cómo? —se ofuscó Liliana.
—Pero... pero... —Urbana abría desmesuradamente los ojos—
¿Qué querés sugerir?
—Vos no podés decir una cosa así, Ítalo —por primera vez
dejó oír su voz Lucio.
—¿Quién habló? ¿Quién más está ahí?
—Yo, Ítalo. Tu hermano. Vos no podés...
—Vos no te metás. Yo con vos no estoy hablando ¡Yo digo que
esa sopa que me dieron la noche esa tenía algo raro, yo le sentí un gusto
extraño! ¡Lo digo y lo reafirmo!
Liliana soltó las manos de su madre y su tío, se puso los
diez dedos sobre el pecho y se irguió en la silla.
—¡Vos insinúas, papá, que yo....?
—¡Vos, o tu madre, le pusieron algo a la sopa, ese gusto no
era el natural!
—Usted no puede decir algo así, señor Galotto — intercedió,
cauta pero aplomada, doña Emma.
—Usted no se meta. Yo con usted no estoy hablando.
—Ítalo, Ítalo... —llamó, componedor, Lucio—. Tal vez vos ya
te sentías mal, como cuando uno tiene fiebre, que a todo le encuentra mal
gusto...
—Le recuerdo que está usted en mi casa —puntualizó, áspera,
doña Emma. Ítalo ignoró el comentario y arremetió contra su hermano.
—Te dije que con vos no estaba hablando. No sé para qué te
dijeron que vinieras. Vos vení a hablarme cuando tengas que pedirme dinero,
como lo has hecho toda tu vida.
—Mirá, Ítalo —lo de Urbana fue drástico—. Haceme el señalado
favor de aclararnos bien las cosas. Vos estás diciendo cosas muy graves.
—¡Ustedes me pusieron insecticida en la sopa, Urbana!
—articuló prolijamente, como para evitar malentendidos, Ítalo—. Insecticida o
cualquier otra porquería, algún veneno para ratas. Eso me pusieron en la sopa
aquella noche. Me mataron, Urbana. Vos y tu hija me mataron.
Se solidificó un silencio tenso. Urbana volvió a tomar la
mano de su hija, y ésta la mano de Lucio, pero esta vez parecía obedecer a un
reclamo solidario, más que a un requisito de comunicación.
—Y... —Lucio, incluso postergado, buscó las palabras para
seguir.— ¿Por qué habrían de hacerlo, Ítalo? ¿Por qué? Aun suponiendo,
suponiendo que hubiesen querido eliminarte. ¿Para qué podrían querer haberlo
hecho?
—La herencia, querido —contestó Ítalo tras una pausa, y el
"querido" sonó sarcástico—.Mi pensión.
—¿Tu pensión? —lo de Urbana fue casi una risotada nerviosa.
—Mi pensión, el auto, la casa.
—¡Tu pensión son trescientos pesos miserables, Ítalo! —ululó
Urbana—. ¡Mirá la fortuna que nos dejaste! ¡Trescientos pesos miserables!
—Y no podés, papá —Liliana lucía más calmada— hablar
seriamente del auto. Un Renault Gordini del tiempo de ñaupa que...
—¡Esa casa cuesta una fortuna! —la voz no se arredró.
—¡Si se cae a pedazos, Lucio!
—¡Y está el terrenito que tenemos en La Florida, también! ¿O
no cuentan ese terreno?
—Está en una villa, Ítalo —desestimó Lucio.
—¡Toda una vida manteniéndote, Urbana... —pareció lloriquear
la voz—, para tenerte como una reina y dejarles un buen pasar cuando yo me
fuera... y no pudieron esperar un par de años más hasta que...
—¿Como una reina? ¿Pero cómo podes decir eso?
—¡Rompiéndome el culo para que te dieras todos los gustos!
—¡Pero cómo podes ser tan hijo de puta, "como una
reina"!
—¡Y el terrenito, y el terrenito! —gritó Liliana, roja de
ira—. ¡Bien que yo te di la mitad de mi sueldo como tres años seguidos para que
pagaras las cuotas porque vos nos decías que las cosas andaban mal en el
negocio!
—¿Las cuotas...? ¡Pero callate, porquería, que nunca te
pudiste enganchar ni un macho como la gente para casarte y no representar una
carga más para la casa, pelotuda!
—¡Y que quién sabe qué habrás hecho vos con esa plata...
—tomó la posta, Urbana, ante el acceso de llanto de su hija—... porque los
recibos bien que nunca los vimos! ¡Bien que nunca los vimos los recibos!
—Y... ¿cuándo me prestaste plata vos, Ítalo, cuando me la
prestaste? —se anotó Lucio.
—¿Querés que te diga? ¿Querés que te diga? Cuando me
apareciste por la oficina llorando, llorando te apareciste, porque le habías
hecho un hijo a aquella polaca y necesitabas la plata para hacerle un aborto.
Mirá si me acuerdo cuándo me la pediste.
—¡Te pedí que me la devolvieras, hijo de mil putas! —estalló
Lucio—. ¡Te pedí que me devolvieras de la otra vuelta que me la habías pedido
con el cuento de que ibas a alquilar un depósito para la mercadería!
—¡Que ni sé cómo hiciste para embarazar a esa mina porque de
vos siempre se dijo que eras medio puto!
—¡Alquilar un depósito! Qué mierda ibas a alquilar vos si
siempre fuiste un fracasado.
—¡Por algo no te casaste nunca!
—¡Porque vos siempre me corriste los novios! — barbotó,
entre sollozos, Liliana, como si el ataque de Ítalo fuese para ella y no para su tío—. ¡Y
preferí quedarme en casa a cuidar a mamá, al ver la vida de mierda que vos le
diste!
—¡Me mataron, me asesinaron, me envenenaron como a un perro!
—¡Lo hubiéramos tenido que hacer! —rugió Urbana —. ¡Lo
hubiéramos tenido que hacer y ahora me doy cuenta de que fui una imbécil de no
hacerlo y esperar que a que te murieras solo!
—¡Siempre supe que eras una hija de puta y andabas detrás de
mi fortuna!
—¡Una mierda fuiste! ¡Una reverenda mierda!
—¡Y no me extrañaría que el otro marica de mi hermano
también haya estado metido en el asunto, para no tener que pagarme las deudas!
—¡Anda a la concha de tu madre, Ítalo, ojalá te pudras ahí
adonde estás! —gritó Lucio, inopinadamente duro.
—¡Y vos, y vos...! —amenazó la voz, cortándose de un tajo,
de repente. El silencio que ganó la habitación pareció ser más profundo que
nunca.
—¿Qué pasó? —preguntó Urbana a doña Emma, en un hilo de voz.
Emma agitó su cabeza.
—No sé. No sé. Se cortó. Se retiró el contacto.
Lucio se pasaba un pañuelo por la calva. Tenía los cachetes
rojos y parecía un tanto avergonzado. Liliana había apoyado la frente sobre el
puño derecho y trataba de recomponer su ritmo respiratorio.
—¿Quiere que intentemos de nuevo? —preguntó doña Emma, sin
entusiasmo.
—No, deje. Deje. Vamos, Liliana —se puso de pie Urbana.
Antes de salir de la habitación, giró hacia Emma—. ¿Cuánto le debo?
—Son... No tomé los minutos... —calculó Emma. Luego, negó
rápidamente con la cabeza—. No. Deje. No es nada. Ya bastantes gastos habrá
tenido usted con todo esto —no especificó, con precisión, a qué se refería
cuando decía "esto"—. Lo tomo como una emergencia.
Urbana le puso una mano en el antebrazo.
—Se lo agradezco... —frunció el entrecejo y parecía presa de
una gran aflicción—. Parece mentira las cosas que una tiene que aguantar...
—Se sentirá más aliviada, ahora —calculó cómplice doña
Emma—. Vivirá más tranquila.
—Ni se imagina —casi sonrió Urbana—. Ni se imagina.
—¿Qué hago? —preguntó Emma, casi ya de última, cuando sus
tres visitantes se encaminaban hacia la escalera—. Digo, si se contacta de
nuevo...
—Que no estamos— negó ostensiblemente con el dedo Liliana.
—Dígale que salimos —sumó Urbana—. Mejor, que nos mudamos.
—Que nos fuimos del barrio —concluyó Liliana. Y bajaron
todos por la escalera.
Roberto Fontanarrosa
Publicado en "La Mesa de los Galanes"; Ed de la Flor 1195; ED Planeta 2012.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)
¿De qué te ponés contento?
Yo la verdad es que no te entiendo Cacho, la verdad que no te entiendo. Ni a vos, ni a todos aquellos que van a una cancha. O a esos hincha...

Lo más leído
-
Para Diego Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien debe comportarse según ciertas norma...
-
Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra vícti...
-
Decime vos para qué cuernos te hice semejante promesa. Se ve que me agarraste con la defensa baja y te dije que sí sin pensarlo. Pero esta ...
-
Plebster estaba mirando por la ventanilla frontal de la nave el paso oscilante de los meteoritos. Como todos los dermolinfomas del planeta...
-
Uno abre la puerta y sale a la calle con un infierno escarbándole las entrañas. Afuera, la siesta del domingo transcurre silenciosa y quiet...
-
Pedrito se apiol ó tarde de c ó mo ven í a la mano. Porque é l pod í a haber sido un í dolo, un í dolo popular, desde mucho tiempo antes. ...
-
Arriba: Gastón Sessa (Arquero de Villa San Carlos, esquizofrénico, violento); German Lerche (en este caso representando a la dirigenci...