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Sábados de Fontantarrosa. Hoy: "Medieval Times"
(Si te parece muy largo, al final hay un video de este cuento de los clásicos programas de "Los cuentos de Fontanarrosa que se emitieron por la TV Pública)
No, dejame explicarte. No porque me haya ido a los Estados
Unidos quiere decir que ande derecho. Quiero aclarártelo bien porque vos bien
sabés que yo nunca cagué a nadie. Ahora, si vos me das quince minutos te
explico bien qué fue lo que me pasó porque te juro que si alguien te lo cuenta
no se lo podés creer. Solamente a mí me pasan este tipo de cosas, será porque
soy un pelotudo o porque soy de esa clase de tipos que no se la bancan ¿me
entendés? Hay otra gente que se queda más en el molde y se aguanta lo que le
tiren pero yo en ese aspecto, no sé si para bien o para mal, siempre fui medio
retobado, ¿me explico? Pero lo que quiero es dejar la cosa bien clarita con vos
como para que entiendas como viene la mano y que no estoy tratando, de ninguna
manera, de pasarte. Es verdad que yo me fui a los Estados Unidos, es verdad. Yo
te admito que habíamos quedado en vernos el 14 de febrero y yo me piré y no te
avisé absolutamente nada. Pero no te avisé porque no tuve tiempo y vos sabés
como es el Pancho. Dijo "vamos, vamos" y a mí me pareció interesante
la mano y agarré viaje. En parte también para ver si se enderezaba la cosa y
empezaba a verle las patas a la sota de una buena vez por todas. Porque yo fui
a laburar a los Estados Unidos, Horacio, fui a poner la giba, no me fui de joda
como es posible que te hayan batido por ahí. El Pancho y Rulo --porque el Rulo
también fue-- hace como cuatro años que hacen este tipo de viajes a Miami a
comprar pilchas para las vaquerías y han hecho su buena diferencia. Y vos lo
sabés bien, Horacio, a mí se me estaba cayendo el negocio, especialmente
después del quilombo con la negra. Entonces agarré, junté los pocos pesos que
tenía, y me fuí con Pancho y el Rulo, no solo para ver el asunto de los
vaqueros --porque el mercado del jean ya esta un poco emputecido-- sino también
lo de los muñecos de peluche, que allá están a un precio que es joda, verdadera
joda, y son unos muñecos con una confección de la puta madre y que acá los
fabricantes no pueden competir en precios ni que se caguen. Porque allá los
yankis, vos viste como son estos hijos de puta, ahora han encontrado el yeite
de hacer laburar a los amarillos. Vos agarrás las pilchas, los artefactos, los
juguetes y son todos de Taiwán, Corea, Singapur, de todos esos lugares donde al
obrero lo tienen bajo un régimen de explotación esclavista y lo hacen laburar
día y noche por una taza de arroz. Porque los hacen laburar por una taza de
arroz a esos tipos. Eso, cuando no hacen laburar a los que están en la cárcel,
te juro, para mantenerlos ocupados, y no les pagan un carajo. ¡Los famosos
Tigres del Pacífico! Se los han recogido bien recogidos a los tigres del
Pacífico. Estos yankis si no te cagan militarmente te cagan con el comercio. La
cuestión es que me interesaban también los ositos de peluche porque si la cosa
sigue así con la vaquería yo no me hago mucho drama y largo a la mierda. A otra
cosa. Pongo un salón de ventas, lo lleno de pelotudeces y a otra cosa mariposa.
Traje de esos bichos de felpa, una belleza te juro ¿Qué edad tiene tu pibe? No,
tu pibe ya está grande pero te digo que a los pendejos les vuelan el bocho esos
muñecos. Hasta pescados de peluche te hacen los hijos de puta. Vos nunca te
hubieras imaginado un pescado peludo pero los guachos lo hacen y no quedan nada
mal, mirá lo que te digo. Me fuí Horacio, entonces ¿qué iba a hacer? Vos no
sabés el quilombo que yo tenía aquí, pero me fuí. Bah, vos sí lo sabías. Así
que no tenía otra. No tenía otra. Muy bien, llegamos a Miami y ahí empezamos a
entrevistarnos con distintos tipos. Bien los tipos, bien. Cubanos casi todos.
Una suerte, te digo, porque el Pancho y el Rulo no hablan un sorete de inglés.
Que yo antes me preguntaba ¿cómo hacen estos monos para entenderse en una
charla de negocios si no saben un joraca de inglés? Pero, bueno, allá son todos
cubanos y la cosa se hace más fácil. Más fácil es un decir. Rápidos los cubanos.
El más boludo se coge un avestruz al trote. No te creas que han hecho la guita
por infelices. Me decían que el poderío actual de todo Miami es gracias a estos
cubanos, cosa que yo no podía creer, gusanos de mierda, que se rajaron todos
huyendo de la revolución y llegaron con el culo a cuatro manos hasta Miami, sin
un puto mango. Porque yo pregunté si habían llegado con guita y me dijeron que
no. Que Fidel no les dió tiempo ni para llevarse un calzoncillo, mirá lo que te
digo. Y sin embargo los ñatos, los que habían sido multimillonarios en Cuba a
los 20 años, veinte años después ya habían recuperado esa fortuna en Miami.
Mirá vos los tipos. Unas luces los cubanos. Charlamos un poco con ellos a pesar
del asco que me daban esos gusanos, y se nos quedó colgada una entrevista con
un pesado de las pilcherías, un tal Ajubel, me acuerdo, para tres días después.
Teníamos tres días al pedo entonces. Y va el Pancho, que tiene un petardo en el
culo vos lo conocés: no hay Dios que lo haga quedar más de dos minutos en un
mismo lugar y se le ocurre ir a Disneylandia. ¡A Disneylandia, fijate vos! Que
no había ido nunca, que para qué mierda nos íbamos a quedar en Miami y todo
eso, empezó a romper las pelotas. Y el Rulo se anotó. También con lo mismo. Yo
no quería ir ni en pedo. Y te lo digo porque sin duda ya habrá habido alguno
que te haya venido con el cuento de que yo me piré a Disneylandia en onda bacán
y todo ese verso. Yo fuí porque aquellos dos se encajetaron con eso y si no yo
me iba a tener que quedar como un pelotudo en Miami, solito mi alma, mirando
los canales para latinos. ¡Yo me quería ir para Las Vegas, querido! De haber
tenido guita y tiempo, yo me hubiera ido para Las Vegas ¡Qué te parece! Ninguna
duda. Me dijeron que estaba en pedo, que Las Vegas estaba en la loma del orto,
que el avión, que el tiempo, que las pelotas de Mahoma, en fin... Nos fuimos a
Orlando. El Pancho alquiló un auto, porque le encanta manejar, y nos fuimos
para Disneylandia. Te juro, no sé si no era mas lejos que Las Vegas. Es
lejísimo eso. Yo escuchaba siempre hablar de Disneylandia, de Miami, de la
península de Florida, y me creía que estaba ahí nomás. Como si vos cazás el
auto acá en Rosario y te vas hasta Roldán, o a San Lorenzo, una cosa así. Santa
Fe , por decirte mucho. Los otros dos boludos encantados. Que la ruta, que el
coche, que la señalización, que las hamburguesas... Te la hago corta. Llegamos
a Orlando, nos metimos en un hotel cerca de los parques (porque son como parques
eso), y nos fuimos el primer día a Disneylandia... A las cuatro horas de
caminar, te juro, yo ya tenía las pelotas por el suelo. Lo llegaba a encontrar
a Mickey y lo cagaba a trompadas, te lo juro. Gente grande, jugando a esas
cosas, haciendo colas para ver la Cueva de los Piratas. Pelotudos grandotes en
pantaloncito corto, tomando helados. Arabes, iraníes, con una cara de turcos
que asustaba, musulmanes, mi viejo, fundamentalistas que vos pensabas que
estarían ahí para ponerle una bomba a la Mansión de los Fantasmas, comiendo
pororó y esperando como corderos para meterse en esas lanchitas donde te ataca
el tiburón. Una cosa de locos, demencial, te lo juro. Una cagada. Tenía razón
el mejicano que manejaba la combi que nos llevó hasta Magic Kingdom, --ellos le
llaman Magic Kingdom a Disneylandia-- y te llevan desde el hotel en una combi.
El mejicano, Luis se llamaba, un facho hijo de mil putas, nos decía, "Son
retardados los yankis, retrasados mentales. Les gustan todas estas cosas, se
enloquecen con estos juegos. Retardados mentales, señor" nos decía. Aunque
él, te digo, yo no sé si se las quería tirar del reivindicador de
Latinoamérica, del gran revolucionario, de Emiliano Zapata o qué. Por ahí como
nos veía argentinos y sabía que nosotros siempre hemos pensado que a los
mejicanos los yankis se los han vivido recogiendo --como cuando le chorrearon
Texas-- se las quería tirar de vengador de los pobres, de algo así. "Yo
tuve como cuarenta de estos yankis a mi cargo, señor" nos decía , porque
había laburado en una empresa de transportes. "Y los trataba mal, mal los
trataba. No; son retardados. Imbéciles, drogadictos". Pero bien que el
hijo de puta no solo vivía en los Estados Unidos, sino que se había comprado
una casa para cuando se jubilara --"el retiro" le decía él-- y se la
había comprado ahí , en la costa de Florida, nos contaba. Mejicano piojoso. Los
otros le mataban el hambre y éste se la tiraba de revolucionario. Y en esa
combi que viajamos a Disney fue con nosotros también una venezolana, que justo se
sienta al lado mío. Te digo que la venezolana era un cuatro, a lo sumo un
cinco. Del uno al diez era un cinco, digamos, siendo generosos. Te juro que acá
esa mina no me tocaba el culo ni con un palo, pero allá, ¿viste? la soledad te
lleva a hacerte un poco el pelotudo. La venezolana, Leonor creo que se llamaba,
andaba sola y como nosotros, también le habían quedado un par de días sandwich
por negocios. Justo vuelve en la misma combi con nosotros y ahí retomamos el
chamuye. Y al día siguiente, a la mañana, la volvemos a encontrar para el
desayuno. Una casualidad de aquellas, porque son unos hoteles de la gran puta
que siempre están llenos de gente. Pero la encuentro. Pancho y el Rulo de nuevo
para Magic Kingdom, mejor dicho para Epcot, que me decían que era más
interesante, más para intelectuales, me cargaban. Yo los mandé a la concha de
su madre, les dije que se fueran solos, que a mí no me agarraban más. Aparte
tenía los pies que eran dos albóndigas de tanto patear el día anterior en
Disneylandia. Me quedé en el telo pero arreglé con la venezolana de salir
juntos a cenar esa noche. Te repito que la venzolana no me movía un pelo pero,
en parte, también quería un poco refregársela por la jeta a los otros dos
boludos que andaban babosos con "Regreso al Futuro", "La Montaña
Espacial" y me venían a hablar maravillas de la tecnología y del Primer
Mundo. Que si eso es el Primer Mundo mejor que nos cortemos las bolas y se las
tiremos a los chanchos. Un poco decirles, "Loco, ustedes sigan sacándose
fotos con Minnie y el Perro Pluto que yo me voy de conga con una mina. En una
de esas hasta me echo un fierro y que después me la vengan a contar de la
Montaña Rusa" Porque vos sabés bien, Horacio --y en eso somos todos parecidos--
que yo puedo decirte que la venezolana no me movía un pelo, pero que si la mina
me daba bola --y me daba bola-- a eso de las doce de la noche (porque allá es
todo más temprano) con un par de cervezas de más yo soy capaz de voltearme a
esa venezolana y si me quedo más de tres días hasta en una de esas me lo pincho
al mejicano hijo de mil putas y todo, vos lo sabés. La encuentro a la
venezolana a la noche y me dice, muy animada, que incluso ya me había preparado
un programa. Que íbamos a ir a Medieval Times, que ya había reservado mesa,
contratado el transporte y que ella me invitaba. Ahí me dí cuenta que me quería
bajar la caña, pero me hice bien el boludo. Un duro, ¿viste? Tipo Clint
Eastwood. Le pregunté, como te preguntarías vos, como se preguntaría
cualquiera, qué era eso de Medieval Times. Me dijo que era un restaurante que,
mientras vos morfás, hay un espectáculo medieval, de esos con caballeros, que
hacen duelos con lanzas. ¿Te acordás Horacio de aquella película
"Ivanhoe", que hacían esas justas medievales, a caballo, con escudos
y lanzas, que el que lo tiraba al otro a la mierda del caballo ganaba?. Bueno,
de eso, me dice. "Cagamos" pensé. Yo que imaginaba, no te digo en un
Mc Donald, pero una cosita modesta, algún boliche italiano que los hay, donde
comer alguna pasta. Incluso una pizza, un vaso de vino. Yo hacía cuatro días
que estaba en Miami y ya extrañaba la comida. Mirá que boludo. Parece mentira
pero es así. Y esta mina me salía con eso. Comer mientras se ve un espectáculo
de caballeros con armadura, que se cagan a espadazos. Te juro que estuve a
punto de decirle que no, que no iba, que se metiera en el orto las invitaciones
y las reservas. Pero estaba al pedo, tenía hambre y ya me había quedado
desenganchado de los muchachos. Ellos no iban a llegar al hotel hasta tarde y
además iban a venir destrozados, como yo volví el día anterior, después de
caminar más de ocho horas como unos pelotudos por todo Epcot. Ir solo a comer
no me convenía porque con un solo año de inglés en la Cultural --cuando yo
tenía siete-- no me alcanzaba ni para pedir la sal en un boliche. Y allí en
Orlando no es como en Miami que todo el mundo la parla en castellano. Allá la
cagaste, hermano. Algo de inglés tenés que manejar y esta venezolana me había
dicho que ella lo hablaba perfectamente porque había trabajado en Maracaibo en
una compañía petrolera de los yankis. Sabes que los yankis se han cogido bien
recogidos a los venezolanos, entre otros muchos, con el verso de la
privatización del petróleo y todo eso. Así que me fui con la mina. Por
supuesto, de nuevo el chofer de la combie era el gordo Luis. Y otra vez con lo
mismo. Ya no conmigo, sino con una pareja de españoles que iban con nosotros.
"Retrasados mentales, señor, idiotas, ladrones también" y decía, refiriéndose
a eso del Medieval Times: "Está bien, sí, muy bonito" con un tono
¿cómo te diría? despectivo, "Como para venir una sola vez, por supuesto.
Usted lo ve una vez y ya está bien, señor". Medio medio ya como
tratándonos como infradotados por ir a ver ese espectáculo. Como diciendo:
"¡Gente grande viniendo a ver estas pelotudeces!". Te juro que me dió
bronca, ya me hinchó las bolas el mejicano. Tanto, te juro, que me predispuso
bien con el espectaculo. ¿Viste?. De contrera nomás. Yo soy así, por eso me
pasan las cosas que me pasan. Dije: "Este mejicano esta hablando al pedo.
No hay verga que le venga bien" Y entré contento al boliche, entré bien,
de buen ánimo... ¡Para qué! Dios querido... ¡Para qué! Tenía razón el hombre.
Primero te cuento que es un lugar inmenso, que quiere imitar a un castillo, por
la parte de afuera. Entrás por arriba de un puente levadizo y te metés a una
especie de sala de espera, enorme, muy grande. Adentro, para mí que quería una
cena íntima, ya había como mil personas. Pero no te lo digo en un sentido
figurado. Había como mil personas, no menos. Pero antes, antes de entrar --
cuando te piden la reserva, las entradas y esas cosas-- ahí una minita vestida
de la Edad Media, te entrega un corona. Una corona berreta de esas de cartón
que se usan para los cumpleaños de los pendejos, ¿viste? De algún color. Verde,
o azul, o rojo. A nosotros nos tocó una a cuadritos blanca y negra. Y nos
indicaron que nos las pusiéramos. Ahí yo ya agarré para la mierda. ¿Viste
cuando uno empieza a sentir como una calentura que se sube desde el estómago
hacia la cabeza? Una cosa así empecé a sentir yo. La venezolana se puso la
corona lo más campante y me pidió que yo hiciera lo mismo. Y yo no le dí ni
cinco de pelota. Hasta ese momento trataba de ser más o menos cordial, trataba
de no darme máquina porque yo me conozco. Además, no quería dejarla para la
mierda a esta pobre mina --que era buenita te cuento-- porque ella me había
invitado y hacía todo con la mejor buena voluntad. Lo que pasa es que los
venezolanos son unos colonizados y yo no sé porqué, pero les caben todas esas
payasadas que hacen los yankis. Pero te juro que eso era una reverenda
payasada. Eso de que te reciban en un boliche y te den una coronita de cartón
pintado para que te la pongas. Y no era la Cantina del Lolo, que uno va con
globos a bailar la tarantela. No. Eso pretendía ser un lugar bacán, un boliche
de primera. Agarré la corona y me la metí debajo del brazo, por no desentonar y
tirarla ahí mismo al carajo. Después la máxima: antes de pasar a la sala te
recibe un tipo vestido de rey ¡de rey, mi viejo! Con capa, corona dorada,
barba, espada, y tenés que sacarte una foto con él. Bah, te ofrecen sacarte una
foto con él, casi que te obligan, porque si no no pasás. Segunda payasada de la
noche. No solo te tenés que poner una corona como un pelotudo sino que tenés
que sacarte una foto con esa corona y con un tipo disfrazado de monarca, cosa
de que quede un testimonio gráfico para las generaciones futuras y que después
los muchachos del barrio se caguen de risa del pelotudo que viajó a Miami. Para
colmo, yo no tuve reacción para mandarlo al monarca a la concha de su madre. Me
quedé como un pelotudo al lado de él y me escracharon en la foto. Porque es todo
tán rápido, chas, chas y a la lona. Y eso, el no haber podido reaccionar, me
dió más bronca todavía. Por suerte, no salí con la coronita puesta --al menos
defendí ese pedacito de mi honor-- salí con la corona debajo del brazo, como
corresponde a alguien que no le da pelota a esas cosas. Arriba la venezolana,
después ya en el salón, me cargaba. Me decía que había salido muy lindo y que
le podría llevar esa foto a mis chicos. Me quería sacar la información la
minita, muy bicha, sobre si yo estaba casado y esas cosas, pero yo tenía tal
moto encima que ni siquiera le prestaba atención a la mina.
En la sala de
espera, Horacio, te juro, toda la gente, las casi mil personas, con la coronita
puesta. A los yankis les decís que se pongan un sorete en la cabeza y se lo
ponen. Tipos grandes, viejos, gordos pelados, viejas chotas de lo más
elegantes, con la coronita puesta. Y entonces, vino lo máximo. Lo que ya me
sacó definitivamente de mis casillas y me dió bien por el forro de las pelotas.
La minita que nos había recibido en la puerta del castillo le habla a la
venezolana y le indica una cosa, que después la venezolana me transmite. A
nosotros nos había tocado la corona blanca y negra y entonces teníamos que hinchar
por el caballero Blanco y Negro. ¡Pero mirá vos, si serán pelotudos estos
yankis!. ¡Mirá si se cagarán en la libre determinación de los pueblos! ¡No solo
te obligan a ponerte una coronita ridícula sino que, además, te indicaban para
quien tenías que hinchar en la pelea a espadazos! ¡Es algo inconcebible!
¡Tenías coronita blanca y negra y tenías que alentar al caballero Blanco y
Negro! Es como si acá vos, por ejemplo, vas a un cuadrangular de fútbol-sala y
no sos hincha de ninguno de los cuatro equipos. Bueno, muy bien, a los cinco
minutos de verlos jugar, si se te cantan las pelotas, ya podés elegir a alguno
de los equipos. Porque te gusta cómo la pisan, porque juega un tipo que es
amigo tuyo, por el color de la camiseta, porque van perdiendo y te resultan
simpáticos o por lo que puta fuere, querido, por lo que puta fuere. Pero
decidís vos, elegís vos, vos solito. Te juro que yo, a esa altura, ya tenía un
veneno, pero un veneno, que no le daba ni cinco de bola a la venezolana que
creo que se estaba dando cuenta de que esa noche no me cogía. Aunque te cuento
que yo, hasta ese momento, tragaba y tragaba. No te digo que sonreía pero
trataba de no agarrar para la mierda y empezar a putearlos a todos en voz alta.
Para colmo aparece el payaso del rey ése, el barbudo, y anuncia que nos
preparáramos para pasar al lugar del espectáculo. En inglés, por supuesto, pero
la venezolana me iba traduciendo. Que primero iban a pasar los de corona verde,
después los de corona roja, y así hasta pasar todos. Y yo pensaba "¿Pero
qué es esto? ¿El colegio? ¿Porqué no nos hacen formar fila y agarrarnos de las
manos también?" ¡Y los yankis lo más contentos! ¡Todos iban pasando de
acuerdo al color de las coronitas, saltando, cagándose de risa! ¡Como corderos,
mi viejo! ¡Después te vienen con la exaltación del individualismo y todos esos
versos! ¡Con John Wayne saludando solo desde el horizonte o Bruce Willis
haciendo la suya a pesar de que el jefe de policía le ordena lo contrario! ¡Te
juro que Bruce Willis va a Medieval Times y se pone la coronita colorada y
grita para el caballero Colorado como cualquiera de esos otros pelotudos! ¡Si
así los han llevado a Vietnam, a Corea, a la Segunda Guerra, querido! ¡Como
corderos! Les dicen te damos una gorra y una escopeta y ellos felices, dale que
va... ¡Huy cómo estaba yo, mi viejo! Envenenado estaba, te juro, envenenado.
Entramos --cuando nos toco el turno-- al salón del show, del espectáculo y
donde presumiblemente teníamos que morfar. Mirá, es una especie de tinglado,
largo, rectangular, enorme --no sé cuanto tendrá de largo-- como si te dijera
una cuadra por cuarenta metros de ancho. A lo largo, a los dos costados, las
tribunas para la gente, que está dividida por sectores. Acá los rojos, acá los
verdes, acá los azules, cosa de que no se mezclen las parcialidades. Porque si
llegan a hacer lo mismo en la Argentina, al primer vino que nos tomamos ya
estamos todos cagándonos a trompadas. Y son como graderías, donde vos estás
sentado en una tribuna y adelante tenés una especie de mostradorcito, también
todo a lo largo, como un pupitre continuo te diría, adonde te podes apoyar y
adonde además te ponen las cosas para comer. Y todo bastante apretadito, pegado
al lado tuyo nomás tenes la otra persona, el ñato que sigue. En una de las
cabeceras, alto, hay una especie de palco, que es donde va el tipo disfrazado
de rey, el barbudo que, además, es el que dirige la batuta y no para de hablar
en toda la noche. Y por la otra cabecera entran los caballeros. Entre tribuna y
tribuna, por supuesto, el piso, la pista, no sé cómo decirle, para los
caballos. Que tiene una especie de arena, como en los circos. Y las luces, las
banderas, esas trompetas que anuncian cuando llega el rey, o la reina. O cuando
salen los tipos que se van a cagar a lanzazos, todo eso. Yo me dije "Bueno
Carlitos, pará la mano, relajate y disfrutá. Tratá de pasarla lo mejor posible
y bajate de la moto." Porque por ahí, en una de esas, hasta me garchaba a
la venezolana y todo. Ya se habia puesto medio cariñosona ¿viste? y se aprovechaba
que había que estar bastante apretaditos para franelearme un poco. Me daba en
la boca unos pedazos de apio, de pepino, no sé qué mierda era lo que nos habían
puesto en unos platitos, como entrada fría. Todo medio rústico --porque se come
con la mano ahí-- como en las películas, eso no te lo había contado. Una copa
grisácea de plástico o no sé de qué carajo era, que pretendía ser de bronce. Un
copón, como para el Principe Valiente. Aparte, un vaso de vidrio y el palito
con los pepinos. Para mejor, en mi intento por aflojarme y ser feliz, cuando
empiezan a servir --pasaba un flaco disfrazado de paje o cosa así-- me llenan
un vaso de sangría. ¡Sangría, loco! ¡Como en Sportivo Constitución! Yo no se si
estará de moda o en la Corte del Rey Arturo se tomaría, lo cierto es que nos
llenan los vasos con sangría. Y ahí le empecé a dar parejo a la sangría. Meta
sangría. Cada vez que me pasaba por delante el paje ése, yo lo cazaba de esa
especie de bombachudito que ellos usan y le pedía otro vaso. Al final ya medio
me miraba fulero pero me daba, me daba. Porque si hay algo envidiable en esos
tipos es esa buena onda con que trabajan. Al parecer siempre contentos, siempre
cagándose de risa. Yo pensaba "Claro... ¡cómo no van a progresar estos
quías con semejante contracción para el laburo y semejante estado de ánimo! No
son como los japoneses que laburan porque son enfermos del bocho y si paran de
laburar se agarran una depre terrible y se tiran debajo de un Tren Bala. A
estos les gusta". Hasta que la venezolana me lo aclaró. Los pibes laburan
por la propina. Por eso tienen tan buena onda, o fingen tener tan buena onda. Y
allá el patron te quiere rajar y te dice te tomas el piro y minga de preaviso
de despido, o de indemnización o cualquiera de esas cosas. Te pegan una patada
en medio del orto y anda a reclamarle una mensualidad al Seguro de Desempleo.
Para colmo, te cuento, para colmo, al poco rato de dejar las sangrías pasa de
nuevo el rubio, esta vez con cerveza, y me la sirve en una jarrita grande,
también símil peltre o cosa así. Y ya mezclé la bebida, ya mezclé la bebida.
Yo, que sé que me hace mal. Porque si yo largo con champú, puedo seguirla con
champú toda la noche que vos ni lo notás. Pero si por ahí lo mezclo con algún whisky
o algún gin-tonic, ahi viene la cagada, eso me ha pasado.
Y te cuento que estos
ñatos no te servían sangría y además cerveza de generosos nomás. ¡Te lo sirven
así porque no saben chupar, hermano! Ellos mezclan, mezclan cualquier cosa ¿O
acaso no toman cerveza con tequila? ¡Toman cerveza con tequila! A mí me
contaron que hacen así. Y creen que tomando vino son mas refinados. Vos viste
que en las películas los que aparecen tomando vino son los intelectuales y
resulta que tienen unos vinos de mierda que no se pueden probar. Se la pasan
hablando de los vinos californianos y me decía Pancho que te tomás un vaso de
vino y andás con cagadera como cuatro días con ese vino. La cosa es que te
cuento que la cerveza y la sangría me cayeron para la mierda y no me relajaron
un sorete. Para colmo de arranque los tipos largan con una sopa. De arranque
¿viste? ¡Una sopa, podés creer? Mirame a mí, muchacho grande, tomando una sopa
en la Corte del Rey Arturo. Se la ofrecí a la venezolana que, te aseguro,
chupaba y morfaba lo que le ponía adelante. Han sido países muy hambreados
¿viste? Y aunque se notaba que la venezolana andaba bien de guita también era
claro que la gente de esas nacionalidades sojuzgadas cuando les dan de comer,
aprovechan, no tiran nada, porque no saben si el día de mañana van a tener para
lastrar. Aunque la venezolana ya estaba en otra. Habían entrado los caballeros,
digamos, había empezado el espectáculo y la gente se habí¡a vuelto
completamente loca. ¡Pero completamente loca, te juro Horacio! A los que les
habían dicho que gritaran para el Caballero Verde, gritaban para el Caballero
Verde. A los que les habían dicho que gritaran para el Caballero Rojo, gritaban
para el Caballero Rojo. ¡Y todo así! ¡Como corderos, hermano! ¡Te llevaban como
ciego estos imperialistas guachos! Y la venezolana estaba como desorbitada.
Gritaba y aplaudía al Caballero Blanco y Negro que se había parado delante
nuestro a saludar a su hinchada, porque cada uno se paraba delante de su
hinchada para saludarla. Me acuerdo que yo le digo --yo estaba muy mal, te
juro-- le digo: "Pero vos sos una reventada hija de mil putas!". Decí
que la mina no me escuchó con el griterío y todo eso, no me escuchó. Pero
entonces yo decidí gritar por el Amarillo. A la mierda. De contrera, nomás. Por
el Amarillo. Parado en medio de la tribuna de los del Blanco y Negro, empecé a
los gritos: "¡Vamos Amarillo, todavía! ¡Vamos Amarillo, carajo!". Los
que estaban alrededor mío medio que me miraban raro. Incluso los de las otras
hinchadas. Si te digo que hasta detrás nuestro había un grupo de pendejas
brasileñas de no más de catorce, quince años, que hacían un quilombo de novela,
que me empezaron a abuchear. ¡Como a un traidor me abucheaban! ¡Si hasta el
Amarillo se dió cuenta del despelote y miró para mi lado y yo lo saludé con un
puño en alto! ¡Tenía una pinta de grone del Saladillo el pobre santo que más
ganas me dieron de hinchar por él! Debía ser algún chicano, alguno de esos
portoriqueños o algún mejicanito de ésos que se cuelan en los Estados Unidos
escondidos adentro de un mionca o cruzando un río. Vendría de alguna hacienda
de por ahí en Guadalajara y por eso sabría andar a caballo y el pobre cristo
había ido a parar a esa payasada y tenía que seguir con el circo para ganarse
un mango. Me imagino la vergüenza de escribir una carta a tu vieja diciendo
"Conseguí laburo en los Estados Unidos" y mandar una foto donde estás
vos disfrazado de dama antigua con esa lanza, el escudo, la espadita de juguete.
Porque están empilchados perfectamente de época los desgraciados. Así como vos
los ves en las películas ésas de los castillos. Y los caballos también, te
aseguro. Te juro que cuando las brasucas ésas, las pendejas brasileñas me
empezaron a abuchear, me paré, me dí vuelta y las mandé a la concha de su
madre. Me hervía la sangre, te juro, y para colmo la mezcla de bebidas ya me
había puesto muy alterado. Se ve que ahora están de moda esos viajes de
pendejas de quince años, que en lugar de festejar el cumpleaños con una fiesta
las mandan a Disneylandia. Y saltaban, gritaban, cantaban esas cosas de Xuxa, y
estaban todas recalientes con el caballero Blanco y Negro que había venido a
saludar a su parcialidad y que tenía una pinta de trolo el hijo de puta, vos no
sabés la pinta de trolo que tenía ese muchacho. Pero claro, con esas pilchas,
con el pelito largo, el caballo, todo eso, las pendejas estaban recalientes y
chillaban como si lo vieran a Michael Jackson. Si a esas brasucas las mandan
los viejos a los Estados Unidos a ver si algún negro se las recoge de una buena
vez por todas y las desvirgan, para eso las mandan. Y yo me ponía más loco.
Dejáme de joder, un pueblo creativo como el brasileño, con ése condimento
africano, alentando a un vago nada más porque a la entrada les dijeron que
tenían que alentarlo. ¿Pero porqué no se van a la reputa madre que los reparió?
Por algo les va como les va, por algo son casi todos analfabetos esos
guampudos, que no saben ni leer.
Decí que en eso trajeron pollo para comer y yo
me puse a comer pollo. Pero la joda es que no te traían un pedazo de pollo, un
cuarto de pollo, no era que el paje ése, el rubio de bombachudo, te preguntaba
"¿La pata o la pechuga?" No. El rubio venía con una bandeja así de
grande y le iba dejando un pollo a cada uno. Un pollito no muy grande, así
sería, enterito, al horno y con una salsa de esas que ellos le ponen a todo,
medio dulzona. Porque te aseguro que ellos se creen que comen muy bien y no
saben comer un carajo. A todo le meten el ketchup y esas porquerías. La savora,
la salsa de tomate. Y con la mano, mi viejo, como los reyes. Yo le entré a dar
al pollo por dos razones. Primero, que estaba buenísimo, hay que reconocerlo; y
segundo, que me dí cuenta que tenía que comer algo porque había venido chupando
groso y con el estomago vacío. Y eso es mortal. Me había levantado una curda en
cinco minutos porque no había comido nada hasta ese momento. Y esa es otra
maniobra de estos yankis hijos de puta. Te ponen en pedo para quebrarte la
voluntad. Uno, borracho, hace lo que el otro quiere. Y estos yankis lo
aprendieron de los españoles, esos otros hijos de puta. ¿O no lo aprendieron de
los españoles? ¿O los españoles no los cagaron a los indios con el alcohol? Los
cagaron con el alcohol mi querido. ¿O acaso la península de Florida no estuvo
llena de españoles? Y te garanto que, conmigo, lo consiguieron. Porque yo me
comí el pollo, que estaba buenísimo, y también un par de costillitas de cerdo
que tambien te traían, y una papa al horno, y no se me pasó la mamúa. Te aseguro
que hay partes que no te cuento porque no me acuerdo un carajo. Es toda una
nebulosa que no me acuerdo y eso fue uno de los argumentos -- después te voy a
completar bien el asunto-- de donde se agarró la abogada, aunque eso es algo
que te voy a ir ampliando al final. Lo que sí te juro es que quedé con grasa
hasta las pelotas con ese fato de comer con la mano. Porque además, ya habían
empezado las peleas eliminatorias entre los caballeros. Te explico: primero los
tipos éstos hacen una especie de ejercitación de destreza, digamos. Sacan con
la lanza una argolla parecida a la sortija, clavan unas lanzas mas cortitas en
unos blancos de paja. En fin... te diría que esta es la parte más honesta de la
cosa porque ahí no hay arreglo, ahí es simplemente una demostración de
habilidad ecuestre. Pero en las peleas es un completo circo, un arreglo donde
deben decir "Bueno, hoy ganás vos y mañana gana este otro". Así de
simple, como en "Titanes en el Ring". Cosa de que no gane siempre el
mismo y el tipo se sienta Gardel y ya pretenda el día de mañana irse a las
olimpíadas de las Justas Medievales. O se les descuelgue a los tipos con que
quiere más guita porque él es el Rey de la Milonga. La cosa es que habían empezado
a eliminarse entre ellos y la gente deliraba. Hacían duelos de uno contra uno,
de aquellos de Ivanhoe. Con las lanzas largas, uno a cada lado de una especie
de valla bajita, se venían y se pegaban en los escudos. El que caía quedaba
eliminado. ¡Y el mío venía prendido, che! Y yo que había seguido con la
sangría, estaba cada vez más dado vuelta, te reconozco. Me limpiaba las manos
con grasa en la espalda de la venezolana, por ejemplo. No por hijo de puta. De
los nervios, nomás. ¿Viste cuando vos ves que estás perdiendo el control, que
hay algo que te sube y te sube desde el estómago por la garganta y no lo podés
contener? Para colmo las brasileñas me gritaban de todo porque el Blanco y
Negro también venía clasificándose para la final. ¡Cómo estaría yo de acelerado,
de desorbitado, fuera de mí mismo, que el Caballero Amarillo cuando ganó la
penúltima pelea, primero saludó a su público y después se vino enfrente mío y
me saludó con una inclinación de la lanza! Hasta el Rey, el pelotudo ese que no
paraba de hablar, me miró desde su palco como cabrero. ¡Y para qué te cuento
que la final fué entre el Caballero Amarillo y el Blanco y Negro! Ahí me volví
loco. Me paré en mi asiento, me dí vuelta hacia las brasucas, saqué guita que
tenía en el bolsillo y la estrellé contra el respaldo de nuestra fila.
"¡Hay guita a mano del Amarillo!" grité "¡Hay guita a mano del
Amarillo, la concha de su madre!". Y arrugaron, las brasileñas arrugaron
--vos bien sabés que los brasucas arrugan de visitantes-- pero empezaron a
cantar no sé qué cosa. Me miraban y me señalaban, se reían las pendejas, muy
ladillas, saltaban en sus asientos. Empezó el duelo final y yo, te lo digo con
una mano en el corazón, estaba más nervioso que con Central. Para colmo, tenía
la intuición de que al Caballero Amarillo no le tocaba ganar esa noche, pero
que se había agrandado fundamentalmente por el apoyo mío. Había encontrado un
pelotudo que lo alentaba contra viento y marea, metido entre medio de la
hinchada de los contrarios, pateándole el tablero a todos esos yankis
mariconazos y había dicho "Yo a este tipo no puedo fallarle". El
morocho se había envalentonado, cansado de que lo basurearan los otros por ser
hispanoparlante y había dicho "Esta noche gano yo y se van todos a la puta
madre que los reparió" ¡Y se vienen, che, y el Amarillo lo sienta al otro
de culo de un lanzazo! ¡A la mierda con el rubiecito trolo, el Blanco y Negro!
No sé, no me acuerdo muy bien qué fue lo que hice. Me paré en el asiento, creo
que le grité algo al rey y me agarraba de las bolas, le hice así con los dedos
como que me los cogía a todos. Despues me dí vuelta hacia las brasileñas y
también me agarraba los huevos y se los mostraba. Ni sé donde carajo había ido
a parar la venezolana, por ejemplo. Creo que le pegué un empujón cuando el
Blanco y Negro rodó por el piso y la tiré como cuatro escalones más abajo.
Estaba loco, loco. Tan loco estaba puteándolas a las brasuquitas que no me dí
cuenta de que el Blanco y Negro se había parado, había sacado su espada y se le
venía al humo al Amarillo. ¡La pelea no había terminado! Me apiolé recién
cuando ví que las brasuquitas ya no me puteaban sino que saltaban y alentaban
de nuevo mirando la pista de las peleas. Y el Blanco y Negro lo cagó al
Amarillo. Simularon pelearse a espadas y con esas bolas de pinchos --porque fue
una simulación asquerosa-- y el negro puto ese del mejicano se tiró al piso
como quien se tira a la pileta, se dejó ganar el hijo de puta. La dignidad
azteca en la que yo había confiado no le alcanzó para tanto. Habrá pensado, el
piojoso, que era mejor asegurarse un plato de frijoles que ganar esa noche para
darle el gusto a un argentino totalmente en pedo. Entonces el Caballero Blanco
y Negro se vino hacia nosotros, hacia nuestro sector, caminando nomás, y saludó
con la espada hacia su tribuna, especialmente hacia el grupito de brasileñas
que chillaban histéricas. Ahí fue donde yo cacé el vaso, yo cacé el vaso de
vidrio, el alto, el de la sangría Horacio, yo cacé el vaso y, mirá --el
Caballero Blanco y Negro estaría como de acá a allá-- y le zumbé con el vaso.
Acá se lo puse, exactamente acá, en medio de la trucha, en el entrecejo. Cayó
redondo el hijo de puta. No dijo ni "Ay". Le salía sangre hasta de
las orejas. Acá se la puse. Lo que vino después, bueno, vos te lo imaginarás.
Vos sabés como son estos yankis con la cuestión de los juicios. Hay una
industria del juicio allá. Vos venís a mi casa a comer una noche, te atragantás
con una miga de pan y me metés un juicio, así nomás, derecho viejo. No sabés el
tiempo que estuve detenido. Después pude salir por eso que te decía de la
abogada que adujo "Descontrol psíquico bajo estado de emoción
violenta". Pero la cosa continúa, Horacio. A través de la Embajada. Si
tengo que ponerme, son arriba de 27.000 dolares, hermano, no es moco de pavo,
¿me entendés? Por eso te digo que me aguantes un poco, yo no tengo ninguna
intención de cagarte, eso de más está decirlo. Vos sabés bien cómo son los
norteamericanos. Y esta es otra de las formas que los tipos tienen para sacarle
la guita a los tercermundistas. Especialmente a todos aquellos que se oponen al
sistema. Por eso te digo, aguantame un cacho hasta que salga la sentencia.
Aguantame un cacho, Horacio, que yo creo que todo se va a solucionar.
Roberto Fontanarrosa
Extraído del libro "La mesa de los galanes", Ed. De La Flor 1995; Ed Planeta 2012
"La observación de los pájaros" de Roberto Fontanarrosa.
Uno abre la puerta y sale a la calle con un infierno
escarbándole las entrañas. Afuera, la siesta del domingo transcurre silenciosa
y quieta, como si no pasara nada. Y no pasa nada, hermano, no pasa nada. Si
después de todo, es apenas un partido más. Un partido más entre los miles de
partidos que han jugado los clásicos equipos rosarinos. ¿O acaso uno piensa o alguien
se acuerda de cómo salieron en el primer partido del año 75? ¿O en el segundo?
Ni uno mismo lo sabe. Ni se acuerda. Son emociones momentáneas, pasajeras.
Intensas pero fugaces. Un dolor profundo, una alegría enceguecedora pero que al
día siguiente ya se va, desaparece sin dejar huellas físicas visibles, como la
varicela. Seguro que no hay casi nadie en la cancha. Casi vacío el Parque.
Mañana dirá el diario que el partido concitó poco público. Que la campaña
irregular de los sempiternos rivales, la promesa de un mal partido y la amenaza
de un nuevo empate alejó a las parcialidades, por supuesto. No tiene importancia
el partido. Si se pierde, habrá un chisporroteo urticante durante un rato,
alguna cargada extemporánea, una mirada sobradora, pero nada más. Nada más.
Pero será un empate. Quedan 45 minutos apenas, si es que ya ha empezado el
segundo tiempo. 45 minutos. Pero ¿cómo es posible que tarden tanto en pasar 45
minutos? ¿Cómo puede ser que se transformen en una eternidad inacabable? La
cosa es no mirar el reloj. No mirarlo nunca. Entonces, de pronto, cuando uno en
un reflejo natural y entendible de animal urbano mira el cuadrante, ya han
pasado 40 minutos o 43, no queda nada. Dos minutos apenas, un suspiro, una
minucia de tiempo, un preámbulo mísero al gesto altivo del árbitro que levanta
la mano derecha y muestra a los jugadores, a la tribuna y al mundo, que
adiciona dos minutos solamente, que le importa un carajo que haya habido ocho
de demora por choques y turbamultas y que está dispuesto a cortar el clásico lo
antes posible con la tranquilidad de haber sacado el partido sin problemas mayores
ni expulsiones injustas. Es así. Pero lo más jodido son los primeros 20 del
segundo tiempo, eso es lo jodido, uno cavila. Allí todavía los equipos quieren
llevarse los dos puntos y el local especialmente, carajo, se lanzará al ataque
obligado por su condición de dueño de casa. ¡Y los nuestros son tan boludos que
siempre se desconcentran en los primeros minutos! Entran dormidos, no
encuentran las marcas, les meten goles imbéciles tras un rebote. Goles boludos...
¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¡Un bocinazo! ¡Hay un gol! ¡Alguien festeja! Si se escucha
otra bocina no quedan dudas, ya se celebra... Pero no hay nada. Vuelve el
silencio.
Uno camina y percibe un golpeteo sordo, un tam-tam opresivo
desde el lado de adentro del pecho. La boca pastosa ¿cómo mierda pueden tardar
tanto en pasar 45 minutos? Si uno va a comer por ejemplo, o a tomar un café y
esta allí, al pedo, charlando, mirando a la gente, distraído y de pronto cuando
mira el reloj, ya se le ha pasado más de una hora ¿Cómo es posible esa diferencia de densidad en el tiempo? Es más,
hace muy poco, digamos ayer sin ir más lejos, uno estaba en el patio de su casa
jugando a los soldaditos y ahora, de golpe y porrazo, ya tiene la edad que
tiene y se le ha caído el pelo de la cabeza. Hace horas prácticamente, se
reunía con los compañeros de la secundaria festejando la finalización del quinto
año, estrechaba la mano de Podestá, jodía con Carelli y de pronto, en un soplo,
está aquí, caminando por las calles del barrio como un prófugo, como un linyera,
como un fugitivo, tratando de que pase de una buena vez por todas ese puto
clásico con el resultado que sea. Eso mismo. El resultado que sea. Victoria,
empate o derrota. Incluso derrota. Porque la derrota, cuando se acepta, cuando
se instala, invade el cuerpo como una medicina amarga pero relajante,
resignada. Lo que a uno lo destruye es la ansiedad. Dos semanas, tres semanas,
cuatro, esperando que llegue el día preanunciado. Séptima fecha de las
revanchas. Y lo inapelable de lo indefectible. Esa bola en el estómago que se
va formando en los comentarios previos,
durante el partido con Vélez, durante el partido con Ferro, durante el partido
con Boca, en torno al clásico que se acerca. La fiesta de la ciudad...
¡justamente! Se van a la concha de su madre con la fiesta de la ciudad. Feliz
es ese perro que cruza la calle. Se oyen incluso las pisadas acolchadas de sus
patas sobre el empedrado, tal es el silencio de la siesta. No sabe nada del
fútbol, no sabe nada del clásico, no le importa un sorete el resultado ¿Y eso?
Alguien gritó. Sí. Alguien gritó. En una casa cercana se elevó un grito.
¿Hombre o mujer? Si es mujer puede que no haya pasado nada. Un reproche a su
hijo tal vez. Si es de un hombre puede ser un gol. Aunque hay mujeres
terriblemente fanáticas también. Es más. Son las peores con las cosas que les
gritan a los jugadores en la cancha. La casa es humilde. Puede ser gol de
Central, entonces. El barrio es un reducto canalla. Pero ahora está todo muy mezclado.
Antes los verduleros eran de Central y los oligarcas leprosos. Pero ahora uno
ve conchetos que son canallas y unos grones impresionantes que son leprosos. Se
ven incluso niños con la rojinegra muchas veces. No hay seguridad por lo tanto
de que ese grito de alborozo provenga de un centralista. De todos modos, no se
repite. Uno mira hacia el entorno como un indio. Olfatea el aire, para las
orejas, gira la cabeza buscando indicios en el aire. No se puede sufrir tanto.
Tal vez sea mejor ir a la cancha. Uno esta allí in situ, en el lugar propiamente
dicho de los hechos. Enclavado en medio de la popu, mirando lo que pasa, sin necesidad
de adivinar nada ni de que se lo cuenten. Pero hay que ir muy temprano, cuando empieza
la reserva. Y pararse y sentarse, y pararse y sentarse y pararse y sentarse
cada vez que hay una situación de gol hasta que al fin se paran todos para
siempre y se termina esa historia. Hay que estar más entrenado que los
jugadores, carajo. Estrujado, además, por la sudorosa multitud bajo el sol
inclemente del estío. Y ver el insufrible espectáculo de los lepras cubiertos
de banderas gigantescas, saltando y gritando como demonios en la bandeja de enfrente.
Porque no se puede ir a las plateas y correr el riesgo de quedar sentado junto
al enemigo. Y después, la otra, la verdad: de visitante, sea en la Bombonera,
en el Gasómetro o en el Monumental, es muy pero muy probable que te rompan el
culo. Históricamente ha sido así. Y el regreso es duro. Pero lo peor es la
radio. Es mucho peor que ir a la cancha. Es como pelearse con un tipo en una
habitación a oscuras. Los relatores asumen la responsabilidad frente a sus
oyentes, y más que nada frente a sus anunciantes, de dotar de dramatismo al espectáculo,
esa verdadera fiesta del fútbol rosarino. Por lo tanto, los remates siempre
salen rozando los maderos, las atajadas siempre revisten la condición de
milagrosas y los ataques en profundidad despiden invariablemente un definitivo
aroma a gol. Hay que guiarse entonces por el estallido de la tribuna, allá, en
el fondo. El rumoreo de la indiada como telón de fondo del tipo que transmite.
Uno escucha el "Uhhh" que se transforma en "Ahhh" cuando
todavía el relator no ha alcanzado a gritar que esa pelota se viene como balazo
para el marco, y uno ya entiende que nos salvamos de pedo o que volvimos a
perder una ocasión irrepetible. Uno escucha el estallido lejano cuando el tipo
aún está anunciando que llega el centro y ya sabe que el grandote de ellos
saltó y te la mandó a guardar. En la cancha al menos, uno ve dónde está el
wing, dónde se fue esa pelota y a qué distancia real del arco se desarrolla la
jugada. Aunque también está el recurso de escuchar otro partido y esperar la
conexión con Rosario. River-San Lorenzo por ejemplo, que conectará a cada
momento con la emoción que se vive en el Parque Independencia en otra edición
de uno de los clásicos más antiguos de nuestro fútbol. Pero allí la cosa suele
ser peor. El corazón está inerme ante el sablazo fatal de la noticia. Antes por
lo menos, con Fioravanti —un caballero de la radiofonía deportiva— alguien te
anunciaba: "Atento Fioravanti". "¡Atento Fioravanti!"
llamaba un tipo. Entonces uno se agarraba de las almohadas, por ejemplo —si
estaba tirado en la catrera— daba una vuelta carnero sobre el lecho, mordía la
sábana y aguardaba, como un pelotudo, como un cordero ante la destreza final
del matarife, el golpe artero. Podía ser que llamaran desde otra parte,
supongamos, desde Platense en Manuela Pedraza y Cramer, después de todo. O bien
desde el coqueto estadio de Atlanta, para anunciar un gol de un ignoto puntero
izquierdo. A veces uno, antes, un segundo antes, percibía detrás de aquel
llamado cobardemente anónimo el corto e inusual estallido del público, de algún
público, más parecido al sonoro griterío de los locales que al apagado de los
visitantes y entonces intuía, detectaba, temía, que el llamado fuese desde Rosario.
Y para colmo, Fioravanti demoraba la conexión comentando, preciso y atildado,
que en esos momentos, los bravos muchachos azulgranas estaban armando la
barrera, la empalizada, el valladar, el muro de contención... Pero aquel
anuncio, el "¡Atento Fioravanti!", alertaba el espíritu, prevenía la
psiquis y disponía el terreno para recibir el dolor supremo o la alegría
enceguecedora. En cambio ahora no. Ahora, de buenas a primeras descaradamente, crudamente,
ferozmente, un desaforado se mete en la transmisión vociferando "¡Gol de
Boca!" y a la mierda. Uno queda aterido, trémulo, abofeteado, pensando que
en esas tres palabras pudo haber cambiado el sentido de la vida, el eje del
movimiento del mundo y el sentido mismo de nuestra existencia sobre la Tierra.
Por eso, por preservación tal vez, uno puede decidir que no quiere saber
absolutamente nada sobre el partido. No quiere verlo ni escucharlo, ni siquiera
enterarse del resultado hasta el momento exacto del pitazo final. ¿Por qué?
Porque uno sabe que todo sufrimiento tiene un límite, que su cansado corazón no
podrá aguantar el trámite, que la angustiosa transmisión radial se sumará a la
tensión propia hasta alcanzar ribetes intolerables y que prefiere, en suma,
conocer el marcador ya puesto de un impacto seco, un manotazo duro, un golpe
helado. Sin embargo encerrarse en un ropero, en la piecita chica de la terraza,
puede ser ocioso. El sonido radial es finito, incisivo, líquido y se filtra por
las paredes. Usted conoce que su vecino suele estallar en un mugido
estremecedor ante los goles. Y están también las lejanas bombas de estruendo. Y
las bocinas... El cine puede ser. El cine es una opción. Pero siempre habrá en
la platea casi desierta del domingo a la siesta, filas más atrás, otro cobarde
con una radio portátil incrustada en el oído. Uno, sensibilizado como un animal
en carne viva, pese a las tinieblas lo ha visto y asume desde ese mismo
momento, que Sharon Stone podrá ponerse en bolas una y mil veces, que Michael Douglas
podrá agarrarse los huevos contra una puerta en repetidas ocasiones, pero que,
a uno solo lo tendrá sobre ascuas ese mínimo canturreo oscilante y rápido que
más que escuchar, adivina y que proviene de la radio del hijo de mil putas de
la fila de atrás que hubiese podido elegir otro cine para refugiarse. Por eso,
ahora uno está en la calle. Intentó ver televisión y fue lo mismo. Tomó café,
dio vueltas por la cocina pero el tiempo se había detenido en la casa como
aquel tiempo que diseñara Bioy Casares en La invención de Morel. De pronto hubo
una explosión, clara, inequívoca. Una bomba de estruendo. ¡Aquello era un gol,
sin duda alguna! Se levantó de la silla y giró varias veces en torno a la mesa,
cautivo del infernal desasosiego.
En la cocina la radio, apagada, muda, lo esperaba ¡Podía ser
un gol de Central y uno estaba ahí, como un boludo, sufriendo al pedo! Y si era
gol de Newells mala suerte. La resignación, sabía, habría de invadirlo como una
melaza reparadora. Hubo que correr hasta la radio y encenderla. El dial
capturaba un programa musical, insensible a los problemas medulares de la sociedad.
Uno buscó locamente con el dial. Apareció una propaganda gritona y vertiginosa
¡Era allí! "Vamos a la boca del túnel" indicó un tipo. Atrás, el
rumoreo. No había excitación en los comentaristas, no había exaltación ni
clamoreo. "El empate está bien, hasta el momento" sentenció otro. Era
el entretiempo y cero a cero. Algún pelotudo descerebrado había hecho explotar
aquella bomba perturbando a la gente en su descanso, atentando contra la
vecindad inocente. Uno apagó la radio, casi con rabia ante su ataque de
debilidad. Cuarenta y cinco minutos nomás para el final del suplicio. No se
podría aguantar allí adentro. La adrenalina recorría el cuerpo como uno de esos
carritos multicolores que suben y bajan, endemoniados, por las Montañas Rusas.
Había que salir. Caminar. Hacer algo. Ya deben ir como 20 del segundo. Ya
seguro los equipos se conforman con el empate. Más vale no arriesgar, quedarse en
el molde, cuidar atrás. Un punto es negocio para los dos, ni vencedores ni
vencidos, la ciudad tranquila. Todos contentos. Pasa, veloz, un auto. Su
conductor lleva el gesto adusto ¡Puede ser otro hincha de Central que está
escuchando el resultado tan temido! Sí, a uno le parece haber visto el péndulo
de un escarpín azul y amarillo colgando del espejito... ¡Suena una bocina
varias veces! Puede ser el inicio de un festejo u, ojalá, el anuncio fatal de
un accidente... ¡Ladra un perro! Tal vez se alarmó ante el salto gozoso de su
amo, lepra insigne... ¡Atruena el escape abierto de una moto! ¿O son petardos?
¿Hay gol de alguien? ¿Será alborozo ajeno o fuego propio? Uno recupera, de
pronto, aquel instinto primario y animal que infructuosamente trataran de
legarnos nuestros ancestros aborígenes. Comienza a rastrear señales en la copa
de los árboles, a adivinar conductas en la actitud de los animales, a bucear respuestas
en los indicios de la naturaleza, en la interpretación del vuelo de los
pájaros. Desde una persiana cerrada llega la bocanada fugaz de un relator de radio.
Uno apura el paso pero la voz lo persigue como un misil de cabeza inteligente.
¿Qué inflexión ignota había en su voz? ¿La entusiasta y exitista del cronista
ante la vibración de una victoria? ¿La cadencia monótona y desilusionada ante
la mediocridad de un nuevo empate? Uno es un radar, es una antena, es el cervatillo
frágil que eleva el morro húmedo en la espesura, el oráculo que adivina el
destino en la lectura sutil de los guijarros. Recuerda sin duda la última tarde
en que se perdió — catastróficamente— un clásico. Aquella mañana previa al
hecho los perros ladraron alocados, las aves enmudecieron y los gatos tuvieron
un comportamiento errático y equívoco revolcándose, aparatosos, sobre sus
propias heces. Deben ir, uno calcula, 30 minutos, media hora. Que todo siga
así, en calma chicha, que no cambie ¡Otra vez una explosión, otra de estruendo!
¡Que la corten con eso, pelotudos! Ya se la hicieron correr una vez y era
mentira. Tiran por tirar. Para hacerlo cagar a uno en las patas, nada más.
Aunque sabe que si se confirma un gol de Central lo va a gritar. Solo y en la
calle, como un pavote, seguro que pega un salto y se lo grita. Sí señor. Es
toda una avalancha de presión que tiene acá, en la boca de la garganta,
esperando salir, atragantada. Dobla lentamente un auto, el conductor lo mira y
va hacia uno. Es el Negro Mario. ¿Qué quiere este boludo? ¿Por qué aminora la
marcha, por qué lo mira? Mario saca media cabeza por la ventana, la menea y
sonríe con una mueca triste.
"¡Qué verga que somos, hermano!" dice. Un estilete
de hielo le baja a uno desde el pecho hasta la entrepierna. "¿Qué pasa?
¿Perdemos?" pregunta. "Uno a cero". "Qué va a hacer"
dice uno, supuestamente filosófico, medio como si no le importara, como si
hubiera salido a caminar porque quiere reflexionar tranquilo sobre el devenir
humano en el próximo milenio. Mario acelera y se va. Uno está destruido,
pulverizado. Un hachazo feroz lo ha partido por el medio. "Qué va a
hacer" se repite ¡Una mierda "Qué va a hacer"! ¡Mañana y pasado
y toda la semana viendo en la televisión ese gol puto! Y el festejo, y el salto
interminable de los lepra, y la pila de jugadores rojinegros celebrando. Y eso
si es un solo gol, después de todo. Porque por ahí Central se va a la
desesperada a buscar el empate y se come cuatro. Decí que falta poco... Y
aguantarse la cargada de Marini. La cara de sobrador del pelado Vega. Los mil
chistes malos que brotan como hongos después de cada derrota. El "¿Sabes
cómo le dicen a Central?". Hay que meterse en la cama y no salir por 20
días. Eso hay que hacer, la puta madre que lo reparió ¿Para qué carajo uno se
pone esa remera mugrienta, la blanca con el dibujo del oso panda, que lo
acompañara en tres victorias? ¿Para qué mierda se la pone uno? De ahora en adelante,
no los ayuda más, así de claro. No los ayuda más. Después de todo ¿qué tiene
que ver uno con ellos, con el equipo? ¿Juega acaso? ¿Uno entra a la cancha y
juega, acaso? Son once muchachos medianamente conocidos y a la mierda. Nada
más. Apenas eso. Hay cosas más importantes en la vida. Si a uno se le estuviera
muriendo la madre en este momento, poco y nada de bola le daría al clásico. Un
clásico que no pasará a la historia, de eso no hay duda. Uno de tantos. ¿Cuánto
va? Ya debe estar por terminar, casi seguro. Ahora sí, que pase algo. Alguna
otra explosión, algún otro dato que permita aferrarse a una ilusión momentánea por
lo menos. Aunque después resulte otro gol de Ñuls, mirá lo que te digo. Un dos
a cero no es goleada, un dos a cero... ¡Hay otra explosión, otra bomba de
estruendo! ¡Y ahora otra, y otra más! Terminó. No cabe duda. Se acabó el
clásico y nos ganaron. La reputísima madre que lo reparió. Y bueno, ya pasó.
Hay cosas peores. Seguimos arriba, de todos modos, en la estadística. Se
oscureció la tarde, está nublado. Ojalá que llueva y se arruine todo. Que nadie
ande por la calle. Sale un chico de una casa y después otro. El primero, en
cueros grita "¡Vamos Central, todavía!". Un relampagueo de flash lo
ilumina a uno por dentro. Se le seca la garganta. Balbuceante alcanza a
preguntar, "¿Terminó?". "Uno a uno" dice el chico,
"empató Central sobre la hora". Uno camina, ahora aterido, por
inercia, por instrumental. ¡Central sobre la hora, carajo! ¡Central sobre la hora!
No grita. No hace un gesto. No levanta la mano. El grito le explota adentro
como una bomba de profundidad ¡Vamos los canallas, todavía! Parece mentira. Uno
hubiese pensado que iba a saltar, desencajado; brincar sobre una verja,
treparse a un árbol como un simio, escalar por un balcón hasta una terraza.
Pero no. No es para tanto. No era tan terrible, después de todo. Tal vez no tan
importante. Pero una sensación de lasitud, de calidez, de infinita paz interior
lo va invadiendo cordialmente. Ya está a una cuadra de su casa. Tiene hambre,
tiene ganas de ver a su madre, de estar con sus amigos, de acariciar la cabeza
de los niños que juegan en la vereda, futuro de la Patria. La tarde está clara,
plena de sol y hasta más fresca. Uno se detiene un momento antes de entrar a
abrir la puerta y cruza un par de frases con su vecina. Le pregunta por las
flores que está regando, por la dimensión insólita que ha alcanzado la
enamorada del muro. Comprende, de pronto que esa vieja hinchapelotas y mal
llevada, no es tan mala. Por lo contrario, es muy simpática. Entra por fin y va
hasta el baño, antes de prender la radio para oír, de punta a punta, los
comentarios finales. Orina. Se lava las manos, se mira en el espejo. Tiene más
de mil nuevas canas en las sienes. Hay dos arrugas novedosas y profundas en la
frente. Las ojeras se han tornado más oscuras. Uno ha envejecido cinco años
otra vez, igual que siempre. Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol,
simplemente.
Roberto Fontanarrosa
Extraído del libro "La mesa de los galanes", Ed. De La Flor 1995; Ed Planeta 2012.
El antiequipo de la semana.
Antiequipo, Fútbol Argentino, Lo último
Arriba: Periodismo Deportivo (Alcahuetes, petardistas,
exagerados); Barras (Suspendedores de partidos, creadores de
sanciones, tumores del futbol); Omar Labruna (Ex entrenador de Nueva Chicago,
despedido, desempleado).
Abajo: Miguel Ángel Russo (Entrenador de Vélez, fiestero,
parrandero); Leandro Desábato (Jugador de Estudiantes de La Plata,
Rustico, polémico, anti-Osvaldo); Daniel Osvaldo (Goleador
de Boca, Ego inflado, alimentador de animales, tribunero, hipster).
Selección
Otra vez hubo hechos de violencia entre los barras, esta
vez la cuestión fue entre dos facciones
de la barra de Arsenal, no vamos a caer en el “termismo” ilustrado de decir que
fueron dos contra tres personas. Se sabe que hoy en día ser “hincha” no es un
tema excluyente para ser barra, lo importante es la plata, la mosca, la biyuya
como diría Canaletti. Ahora si en la policía no puede controlar un
Arsenal-Aldosivi, sin desmerecer a ningún equipo, cuando se lleve a cabo la
fecha numero 24 van a tener que convocar a la OTAN. Mientras que en Santa Fe,
hubo enfrentamientos entre barras de Unión y Colón ¿El resultado? Un muerto. Pero
claro, lo importante para el periodismo deportivo es repetir el tema de
Osvaldo-Desábato hasta que se te pongan los huevos como dos pelotas del tamaño
como esa que tenía Quico.
Los resultados se morfaron a otro técnico cual zombies de “The
Walking Dead”. Esta vez fue el turno de Omar Labruna. El
Torito desde que inicio el torneo que
tuvo más pálidas que el hijo de Porcel agarrando el clasificado. Los números son
contundentes sumo tres empates, cuatro derrotas, le metieron 12 goles y convirtió
6. Esta ultimo junto con Arsenal y Rafaela. A pesar de todo eso, el hijo de
Angelito quería continuar, pero obviamente no lo dejaron. Para el cargo suena
una eminencia: Ricardo Caruso Lombardi.
Miguel Ángel Russo esta acá por el flojísimo desempeño
de Vélez en el torneo. El “Fortín” está más perdido que Bastia en una
peluquería. Tiene ocho puntos y desde que empezó con las dos victorias seguidas
que no volvió a ganar. Encima ahora a Russo se le complico el tema del arquero.
A Sosa lo colgaron. Según Miguelito fue un tema de la dirigencia. Según la dirigencia
fue por un tema de Russo. Para colmo de males el periodismo “filtro” un video
de Miguel Angel Russo en un boliche, haciendo algo realmente escandaloso y polémico:
Bailando. Si, Russo estaba moviendo las cachas ¿Y cuál es el problema? ¿Se escapó
de la concentración? ¿Lo empedó a Pavone y salieron a robar picaportes de
bronce? El periodismo botonazo lo puso como si Russo estuviese robándole la
cartera a una vieja, como si vendiese merca en la esquina de los colegios. Si
en su vida privada, Miguelito quiere tirarse un pedo debajo de las sabanas y
olerlo es cosa de él viejo, aunque claro, si llega a haber video de eso el
periodismo te tira una semana.
Y llegamos a la pelea de la fecha… No del torneo… ¡Del siglo! Bueno en realidad fue una pelea
pedorra más pero como estaba Osvaldo en el medio la cosa se agrando más que su
propio ego, porque “ofrecimiento de degustación pasto” como este hubo muchas en el futbol argentino. Y claro, al periodismo
deportivo argentino le decís “Daniel Osvaldo” y comienza a gritar de
histeria como las fans de Justin Bieber. La cosa fue así: En el partido entre
Boca y Estudiantes, Leandro Desábato y Daniel Osvaldo tuvieron
algunos cruces, hasta que Osvaldo se cansó —según él— de que el enemigo número
uno de Grafité se metiera con su esposa. Entonces Danielito agarro el conchero
y monto una pelea mediática de la talla de Moria Casán o Carmen Barbieri. Primero
le ofreció pasto, al considerarlo un Burro y luego le leyó el nombre de la camiseta
al mismo Desábato y a Damonte, dando a entender que no los conocen nadie. Desábato
no es un nene de pecho y si Orión tiene más antecedentes que el Gordo Valor, Desábato
tiene casi los mismos que la Garza Sosa. La pelea no quedó ahí. Daniel Osvaldo
tuvo un raid mediático, un poco más y sale hasta en el programa de los pastores
brasileños. Osvaldo decía algo en algún
programa radial o de TV y al rato salía Desábato o Damonte a responder. Si
Osvaldo se enojó porque se metieron con su mujer, menos mal que nunca enfrento
a Bilardo, sino más que pasto le ofrecía cianuro en las masitas de doña Yiya
Murano.
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