Uno abre la puerta y sale a la calle con un infierno
escarbándole las entrañas. Afuera, la siesta del domingo transcurre silenciosa
y quieta, como si no pasara nada. Y no pasa nada, hermano, no pasa nada. Si
después de todo, es apenas un partido más. Un partido más entre los miles de
partidos que han jugado los clásicos equipos rosarinos. ¿O acaso uno piensa o alguien
se acuerda de cómo salieron en el primer partido del año 75? ¿O en el segundo?
Ni uno mismo lo sabe. Ni se acuerda. Son emociones momentáneas, pasajeras.
Intensas pero fugaces. Un dolor profundo, una alegría enceguecedora pero que al
día siguiente ya se va, desaparece sin dejar huellas físicas visibles, como la
varicela. Seguro que no hay casi nadie en la cancha. Casi vacío el Parque.
Mañana dirá el diario que el partido concitó poco público. Que la campaña
irregular de los sempiternos rivales, la promesa de un mal partido y la amenaza
de un nuevo empate alejó a las parcialidades, por supuesto. No tiene importancia
el partido. Si se pierde, habrá un chisporroteo urticante durante un rato,
alguna cargada extemporánea, una mirada sobradora, pero nada más. Nada más.
Pero será un empate. Quedan 45 minutos apenas, si es que ya ha empezado el
segundo tiempo. 45 minutos. Pero ¿cómo es posible que tarden tanto en pasar 45
minutos? ¿Cómo puede ser que se transformen en una eternidad inacabable? La
cosa es no mirar el reloj. No mirarlo nunca. Entonces, de pronto, cuando uno en
un reflejo natural y entendible de animal urbano mira el cuadrante, ya han
pasado 40 minutos o 43, no queda nada. Dos minutos apenas, un suspiro, una
minucia de tiempo, un preámbulo mísero al gesto altivo del árbitro que levanta
la mano derecha y muestra a los jugadores, a la tribuna y al mundo, que
adiciona dos minutos solamente, que le importa un carajo que haya habido ocho
de demora por choques y turbamultas y que está dispuesto a cortar el clásico lo
antes posible con la tranquilidad de haber sacado el partido sin problemas mayores
ni expulsiones injustas. Es así. Pero lo más jodido son los primeros 20 del
segundo tiempo, eso es lo jodido, uno cavila. Allí todavía los equipos quieren
llevarse los dos puntos y el local especialmente, carajo, se lanzará al ataque
obligado por su condición de dueño de casa. ¡Y los nuestros son tan boludos que
siempre se desconcentran en los primeros minutos! Entran dormidos, no
encuentran las marcas, les meten goles imbéciles tras un rebote. Goles boludos...
¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¡Un bocinazo! ¡Hay un gol! ¡Alguien festeja! Si se escucha
otra bocina no quedan dudas, ya se celebra... Pero no hay nada. Vuelve el
silencio.
Uno camina y percibe un golpeteo sordo, un tam-tam opresivo
desde el lado de adentro del pecho. La boca pastosa ¿cómo mierda pueden tardar
tanto en pasar 45 minutos? Si uno va a comer por ejemplo, o a tomar un café y
esta allí, al pedo, charlando, mirando a la gente, distraído y de pronto cuando
mira el reloj, ya se le ha pasado más de una hora ¿Cómo es posible esa diferencia de densidad en el tiempo? Es más,
hace muy poco, digamos ayer sin ir más lejos, uno estaba en el patio de su casa
jugando a los soldaditos y ahora, de golpe y porrazo, ya tiene la edad que
tiene y se le ha caído el pelo de la cabeza. Hace horas prácticamente, se
reunía con los compañeros de la secundaria festejando la finalización del quinto
año, estrechaba la mano de Podestá, jodía con Carelli y de pronto, en un soplo,
está aquí, caminando por las calles del barrio como un prófugo, como un linyera,
como un fugitivo, tratando de que pase de una buena vez por todas ese puto
clásico con el resultado que sea. Eso mismo. El resultado que sea. Victoria,
empate o derrota. Incluso derrota. Porque la derrota, cuando se acepta, cuando
se instala, invade el cuerpo como una medicina amarga pero relajante,
resignada. Lo que a uno lo destruye es la ansiedad. Dos semanas, tres semanas,
cuatro, esperando que llegue el día preanunciado. Séptima fecha de las
revanchas. Y lo inapelable de lo indefectible. Esa bola en el estómago que se
va formando en los comentarios previos,
durante el partido con Vélez, durante el partido con Ferro, durante el partido
con Boca, en torno al clásico que se acerca. La fiesta de la ciudad...
¡justamente! Se van a la concha de su madre con la fiesta de la ciudad. Feliz
es ese perro que cruza la calle. Se oyen incluso las pisadas acolchadas de sus
patas sobre el empedrado, tal es el silencio de la siesta. No sabe nada del
fútbol, no sabe nada del clásico, no le importa un sorete el resultado ¿Y eso?
Alguien gritó. Sí. Alguien gritó. En una casa cercana se elevó un grito.
¿Hombre o mujer? Si es mujer puede que no haya pasado nada. Un reproche a su
hijo tal vez. Si es de un hombre puede ser un gol. Aunque hay mujeres
terriblemente fanáticas también. Es más. Son las peores con las cosas que les
gritan a los jugadores en la cancha. La casa es humilde. Puede ser gol de
Central, entonces. El barrio es un reducto canalla. Pero ahora está todo muy mezclado.
Antes los verduleros eran de Central y los oligarcas leprosos. Pero ahora uno
ve conchetos que son canallas y unos grones impresionantes que son leprosos. Se
ven incluso niños con la rojinegra muchas veces. No hay seguridad por lo tanto
de que ese grito de alborozo provenga de un centralista. De todos modos, no se
repite. Uno mira hacia el entorno como un indio. Olfatea el aire, para las
orejas, gira la cabeza buscando indicios en el aire. No se puede sufrir tanto.
Tal vez sea mejor ir a la cancha. Uno esta allí in situ, en el lugar propiamente
dicho de los hechos. Enclavado en medio de la popu, mirando lo que pasa, sin necesidad
de adivinar nada ni de que se lo cuenten. Pero hay que ir muy temprano, cuando empieza
la reserva. Y pararse y sentarse, y pararse y sentarse y pararse y sentarse
cada vez que hay una situación de gol hasta que al fin se paran todos para
siempre y se termina esa historia. Hay que estar más entrenado que los
jugadores, carajo. Estrujado, además, por la sudorosa multitud bajo el sol
inclemente del estío. Y ver el insufrible espectáculo de los lepras cubiertos
de banderas gigantescas, saltando y gritando como demonios en la bandeja de enfrente.
Porque no se puede ir a las plateas y correr el riesgo de quedar sentado junto
al enemigo. Y después, la otra, la verdad: de visitante, sea en la Bombonera,
en el Gasómetro o en el Monumental, es muy pero muy probable que te rompan el
culo. Históricamente ha sido así. Y el regreso es duro. Pero lo peor es la
radio. Es mucho peor que ir a la cancha. Es como pelearse con un tipo en una
habitación a oscuras. Los relatores asumen la responsabilidad frente a sus
oyentes, y más que nada frente a sus anunciantes, de dotar de dramatismo al espectáculo,
esa verdadera fiesta del fútbol rosarino. Por lo tanto, los remates siempre
salen rozando los maderos, las atajadas siempre revisten la condición de
milagrosas y los ataques en profundidad despiden invariablemente un definitivo
aroma a gol. Hay que guiarse entonces por el estallido de la tribuna, allá, en
el fondo. El rumoreo de la indiada como telón de fondo del tipo que transmite.
Uno escucha el "Uhhh" que se transforma en "Ahhh" cuando
todavía el relator no ha alcanzado a gritar que esa pelota se viene como balazo
para el marco, y uno ya entiende que nos salvamos de pedo o que volvimos a
perder una ocasión irrepetible. Uno escucha el estallido lejano cuando el tipo
aún está anunciando que llega el centro y ya sabe que el grandote de ellos
saltó y te la mandó a guardar. En la cancha al menos, uno ve dónde está el
wing, dónde se fue esa pelota y a qué distancia real del arco se desarrolla la
jugada. Aunque también está el recurso de escuchar otro partido y esperar la
conexión con Rosario. River-San Lorenzo por ejemplo, que conectará a cada
momento con la emoción que se vive en el Parque Independencia en otra edición
de uno de los clásicos más antiguos de nuestro fútbol. Pero allí la cosa suele
ser peor. El corazón está inerme ante el sablazo fatal de la noticia. Antes por
lo menos, con Fioravanti —un caballero de la radiofonía deportiva— alguien te
anunciaba: "Atento Fioravanti". "¡Atento Fioravanti!"
llamaba un tipo. Entonces uno se agarraba de las almohadas, por ejemplo —si
estaba tirado en la catrera— daba una vuelta carnero sobre el lecho, mordía la
sábana y aguardaba, como un pelotudo, como un cordero ante la destreza final
del matarife, el golpe artero. Podía ser que llamaran desde otra parte,
supongamos, desde Platense en Manuela Pedraza y Cramer, después de todo. O bien
desde el coqueto estadio de Atlanta, para anunciar un gol de un ignoto puntero
izquierdo. A veces uno, antes, un segundo antes, percibía detrás de aquel
llamado cobardemente anónimo el corto e inusual estallido del público, de algún
público, más parecido al sonoro griterío de los locales que al apagado de los
visitantes y entonces intuía, detectaba, temía, que el llamado fuese desde Rosario.
Y para colmo, Fioravanti demoraba la conexión comentando, preciso y atildado,
que en esos momentos, los bravos muchachos azulgranas estaban armando la
barrera, la empalizada, el valladar, el muro de contención... Pero aquel
anuncio, el "¡Atento Fioravanti!", alertaba el espíritu, prevenía la
psiquis y disponía el terreno para recibir el dolor supremo o la alegría
enceguecedora. En cambio ahora no. Ahora, de buenas a primeras descaradamente, crudamente,
ferozmente, un desaforado se mete en la transmisión vociferando "¡Gol de
Boca!" y a la mierda. Uno queda aterido, trémulo, abofeteado, pensando que
en esas tres palabras pudo haber cambiado el sentido de la vida, el eje del
movimiento del mundo y el sentido mismo de nuestra existencia sobre la Tierra.
Por eso, por preservación tal vez, uno puede decidir que no quiere saber
absolutamente nada sobre el partido. No quiere verlo ni escucharlo, ni siquiera
enterarse del resultado hasta el momento exacto del pitazo final. ¿Por qué?
Porque uno sabe que todo sufrimiento tiene un límite, que su cansado corazón no
podrá aguantar el trámite, que la angustiosa transmisión radial se sumará a la
tensión propia hasta alcanzar ribetes intolerables y que prefiere, en suma,
conocer el marcador ya puesto de un impacto seco, un manotazo duro, un golpe
helado. Sin embargo encerrarse en un ropero, en la piecita chica de la terraza,
puede ser ocioso. El sonido radial es finito, incisivo, líquido y se filtra por
las paredes. Usted conoce que su vecino suele estallar en un mugido
estremecedor ante los goles. Y están también las lejanas bombas de estruendo. Y
las bocinas... El cine puede ser. El cine es una opción. Pero siempre habrá en
la platea casi desierta del domingo a la siesta, filas más atrás, otro cobarde
con una radio portátil incrustada en el oído. Uno, sensibilizado como un animal
en carne viva, pese a las tinieblas lo ha visto y asume desde ese mismo
momento, que Sharon Stone podrá ponerse en bolas una y mil veces, que Michael Douglas
podrá agarrarse los huevos contra una puerta en repetidas ocasiones, pero que,
a uno solo lo tendrá sobre ascuas ese mínimo canturreo oscilante y rápido que
más que escuchar, adivina y que proviene de la radio del hijo de mil putas de
la fila de atrás que hubiese podido elegir otro cine para refugiarse. Por eso,
ahora uno está en la calle. Intentó ver televisión y fue lo mismo. Tomó café,
dio vueltas por la cocina pero el tiempo se había detenido en la casa como
aquel tiempo que diseñara Bioy Casares en La invención de Morel. De pronto hubo
una explosión, clara, inequívoca. Una bomba de estruendo. ¡Aquello era un gol,
sin duda alguna! Se levantó de la silla y giró varias veces en torno a la mesa,
cautivo del infernal desasosiego.
En la cocina la radio, apagada, muda, lo esperaba ¡Podía ser
un gol de Central y uno estaba ahí, como un boludo, sufriendo al pedo! Y si era
gol de Newells mala suerte. La resignación, sabía, habría de invadirlo como una
melaza reparadora. Hubo que correr hasta la radio y encenderla. El dial
capturaba un programa musical, insensible a los problemas medulares de la sociedad.
Uno buscó locamente con el dial. Apareció una propaganda gritona y vertiginosa
¡Era allí! "Vamos a la boca del túnel" indicó un tipo. Atrás, el
rumoreo. No había excitación en los comentaristas, no había exaltación ni
clamoreo. "El empate está bien, hasta el momento" sentenció otro. Era
el entretiempo y cero a cero. Algún pelotudo descerebrado había hecho explotar
aquella bomba perturbando a la gente en su descanso, atentando contra la
vecindad inocente. Uno apagó la radio, casi con rabia ante su ataque de
debilidad. Cuarenta y cinco minutos nomás para el final del suplicio. No se
podría aguantar allí adentro. La adrenalina recorría el cuerpo como uno de esos
carritos multicolores que suben y bajan, endemoniados, por las Montañas Rusas.
Había que salir. Caminar. Hacer algo. Ya deben ir como 20 del segundo. Ya
seguro los equipos se conforman con el empate. Más vale no arriesgar, quedarse en
el molde, cuidar atrás. Un punto es negocio para los dos, ni vencedores ni
vencidos, la ciudad tranquila. Todos contentos. Pasa, veloz, un auto. Su
conductor lleva el gesto adusto ¡Puede ser otro hincha de Central que está
escuchando el resultado tan temido! Sí, a uno le parece haber visto el péndulo
de un escarpín azul y amarillo colgando del espejito... ¡Suena una bocina
varias veces! Puede ser el inicio de un festejo u, ojalá, el anuncio fatal de
un accidente... ¡Ladra un perro! Tal vez se alarmó ante el salto gozoso de su
amo, lepra insigne... ¡Atruena el escape abierto de una moto! ¿O son petardos?
¿Hay gol de alguien? ¿Será alborozo ajeno o fuego propio? Uno recupera, de
pronto, aquel instinto primario y animal que infructuosamente trataran de
legarnos nuestros ancestros aborígenes. Comienza a rastrear señales en la copa
de los árboles, a adivinar conductas en la actitud de los animales, a bucear respuestas
en los indicios de la naturaleza, en la interpretación del vuelo de los
pájaros. Desde una persiana cerrada llega la bocanada fugaz de un relator de radio.
Uno apura el paso pero la voz lo persigue como un misil de cabeza inteligente.
¿Qué inflexión ignota había en su voz? ¿La entusiasta y exitista del cronista
ante la vibración de una victoria? ¿La cadencia monótona y desilusionada ante
la mediocridad de un nuevo empate? Uno es un radar, es una antena, es el cervatillo
frágil que eleva el morro húmedo en la espesura, el oráculo que adivina el
destino en la lectura sutil de los guijarros. Recuerda sin duda la última tarde
en que se perdió — catastróficamente— un clásico. Aquella mañana previa al
hecho los perros ladraron alocados, las aves enmudecieron y los gatos tuvieron
un comportamiento errático y equívoco revolcándose, aparatosos, sobre sus
propias heces. Deben ir, uno calcula, 30 minutos, media hora. Que todo siga
así, en calma chicha, que no cambie ¡Otra vez una explosión, otra de estruendo!
¡Que la corten con eso, pelotudos! Ya se la hicieron correr una vez y era
mentira. Tiran por tirar. Para hacerlo cagar a uno en las patas, nada más.
Aunque sabe que si se confirma un gol de Central lo va a gritar. Solo y en la
calle, como un pavote, seguro que pega un salto y se lo grita. Sí señor. Es
toda una avalancha de presión que tiene acá, en la boca de la garganta,
esperando salir, atragantada. Dobla lentamente un auto, el conductor lo mira y
va hacia uno. Es el Negro Mario. ¿Qué quiere este boludo? ¿Por qué aminora la
marcha, por qué lo mira? Mario saca media cabeza por la ventana, la menea y
sonríe con una mueca triste.
"¡Qué verga que somos, hermano!" dice. Un estilete
de hielo le baja a uno desde el pecho hasta la entrepierna. "¿Qué pasa?
¿Perdemos?" pregunta. "Uno a cero". "Qué va a hacer"
dice uno, supuestamente filosófico, medio como si no le importara, como si
hubiera salido a caminar porque quiere reflexionar tranquilo sobre el devenir
humano en el próximo milenio. Mario acelera y se va. Uno está destruido,
pulverizado. Un hachazo feroz lo ha partido por el medio. "Qué va a
hacer" se repite ¡Una mierda "Qué va a hacer"! ¡Mañana y pasado
y toda la semana viendo en la televisión ese gol puto! Y el festejo, y el salto
interminable de los lepra, y la pila de jugadores rojinegros celebrando. Y eso
si es un solo gol, después de todo. Porque por ahí Central se va a la
desesperada a buscar el empate y se come cuatro. Decí que falta poco... Y
aguantarse la cargada de Marini. La cara de sobrador del pelado Vega. Los mil
chistes malos que brotan como hongos después de cada derrota. El "¿Sabes
cómo le dicen a Central?". Hay que meterse en la cama y no salir por 20
días. Eso hay que hacer, la puta madre que lo reparió ¿Para qué carajo uno se
pone esa remera mugrienta, la blanca con el dibujo del oso panda, que lo
acompañara en tres victorias? ¿Para qué mierda se la pone uno? De ahora en adelante,
no los ayuda más, así de claro. No los ayuda más. Después de todo ¿qué tiene
que ver uno con ellos, con el equipo? ¿Juega acaso? ¿Uno entra a la cancha y
juega, acaso? Son once muchachos medianamente conocidos y a la mierda. Nada
más. Apenas eso. Hay cosas más importantes en la vida. Si a uno se le estuviera
muriendo la madre en este momento, poco y nada de bola le daría al clásico. Un
clásico que no pasará a la historia, de eso no hay duda. Uno de tantos. ¿Cuánto
va? Ya debe estar por terminar, casi seguro. Ahora sí, que pase algo. Alguna
otra explosión, algún otro dato que permita aferrarse a una ilusión momentánea por
lo menos. Aunque después resulte otro gol de Ñuls, mirá lo que te digo. Un dos
a cero no es goleada, un dos a cero... ¡Hay otra explosión, otra bomba de
estruendo! ¡Y ahora otra, y otra más! Terminó. No cabe duda. Se acabó el
clásico y nos ganaron. La reputísima madre que lo reparió. Y bueno, ya pasó.
Hay cosas peores. Seguimos arriba, de todos modos, en la estadística. Se
oscureció la tarde, está nublado. Ojalá que llueva y se arruine todo. Que nadie
ande por la calle. Sale un chico de una casa y después otro. El primero, en
cueros grita "¡Vamos Central, todavía!". Un relampagueo de flash lo
ilumina a uno por dentro. Se le seca la garganta. Balbuceante alcanza a
preguntar, "¿Terminó?". "Uno a uno" dice el chico,
"empató Central sobre la hora". Uno camina, ahora aterido, por
inercia, por instrumental. ¡Central sobre la hora, carajo! ¡Central sobre la hora!
No grita. No hace un gesto. No levanta la mano. El grito le explota adentro
como una bomba de profundidad ¡Vamos los canallas, todavía! Parece mentira. Uno
hubiese pensado que iba a saltar, desencajado; brincar sobre una verja,
treparse a un árbol como un simio, escalar por un balcón hasta una terraza.
Pero no. No es para tanto. No era tan terrible, después de todo. Tal vez no tan
importante. Pero una sensación de lasitud, de calidez, de infinita paz interior
lo va invadiendo cordialmente. Ya está a una cuadra de su casa. Tiene hambre,
tiene ganas de ver a su madre, de estar con sus amigos, de acariciar la cabeza
de los niños que juegan en la vereda, futuro de la Patria. La tarde está clara,
plena de sol y hasta más fresca. Uno se detiene un momento antes de entrar a
abrir la puerta y cruza un par de frases con su vecina. Le pregunta por las
flores que está regando, por la dimensión insólita que ha alcanzado la
enamorada del muro. Comprende, de pronto que esa vieja hinchapelotas y mal
llevada, no es tan mala. Por lo contrario, es muy simpática. Entra por fin y va
hasta el baño, antes de prender la radio para oír, de punta a punta, los
comentarios finales. Orina. Se lava las manos, se mira en el espejo. Tiene más
de mil nuevas canas en las sienes. Hay dos arrugas novedosas y profundas en la
frente. Las ojeras se han tornado más oscuras. Uno ha envejecido cinco años
otra vez, igual que siempre. Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol,
simplemente.
Roberto Fontanarrosa
Extraído del libro "La mesa de los galanes", Ed. De La Flor 1995; Ed Planeta 2012.
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