En un momento dado, Eduardo se quedó mirando hacia un
costado.
—¿Che? —preguntó—. Aquel que está sentado en la mesa contra
la ventana ¿no es Rearte?
—Sí. Es Rearte —dijo Adolfo sin darse vuelta a constatarlo—.
Lo vi al entrar. Creo que no me reconoció.
—Pero... —Eduardo frunció la frente—. Está hecho bolsa ese
muchacho. Se le cayeron todos los años encima.
—Sí —admitió Adolfo.
—Uhhh... —Eduardo seguía consternado—. ¡Pero si parece que
tuviera setenta años!¡Qué avejentado que está!
—Anduvo jodido.
—Tiene mi edad Rearte. Fuimos compañeros en la secundaria.
—Parece que tuviera veinte años más.
—¿O nosotros estaremos igual? —se alarmó Eduardo, volviendo
a mirar a su acompañante de mesa luego del estudio exhaustivo de la precaria
actualidad de su ex compañero de estudio. Adolfo soltó una risotada sorda.
—No jodas —aconsejó.
—¿Estaremos igual, che? ¿Él nos verá igual a nosotros?
—No. Es que no anduvo bien ese muchacho — insistió Adolfo.
Eduardo no pareció oírlo. Se había metido por otra vertiente de la
conversación.
—Porque a veces es un poco la forma de vestirse ¿No es
cierto? La actitud —arriesgó—. Yo veo tipos que siempre han sido muy formales
para vestir. Pero muy formales. Siempre de traje y corbata... Ropa oscura...
—En la puta vida los ves de sport...
—Claro... Y eso los avejenta un poco.
—Sí, pero en este caso...
—Sí... —Eduardo sacudió la cabeza, reflexivo—. Pero en este
caso no es así. Éste se viste de traje y todo eso pero además está achacado.
Pelado, con lentes...
—Te decía que...
—Medio panzón —arremetió Eduardo, ensañado—. Eso es lo que
te caga. Porque uno no puede evitar quedarse pelado. O tener que usar lentes.
Pero se puede evitar engordar como un chancho. Eso es cuestión de voluntad.
—Tampoco éste está gordo como un chancho, Edu.
—Te digo en forma genérica. Panzón está. Claro, que yo
recuerde, éste no hizo deporte en su puta vida.
—Te digo que anduvo para la mierda —Adolfo golpeó con los
nudillos suavemente sobre la mesa como para reafirmar su conocimiento y, de
paso, llamar la atención de su amigo.
—Y eso con el tiempo se siente —Eduardo desechó el reclamo—.
Cuando no tenés los músculos abdomínales más o menos trabajados, después de los
cuarenta se te relaja todo. Adolfo lo miraba. Eduardo detuvo su discurso y lo
miró también.
—¿Cómo que anduvo para la mierda? —rebobinó, volviendo a
fruncir la frente.
—Estuvo loco.
—¿Loco?
—Sí. Pero loco loco. Loco del bocho. Demente.
—No jodas.
—Sí. No loco lindo o loco divertido. Estuvo internado y
todo, este muchacho.
Eduardo volvió a depositar la mirada sobre su medianamente
lejano ex compañero de estudios. Ahora con otro interés, con otra óptica.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque hará un año o dos lo encontré en El Savoy. Bah, lo
encontré... Es un decir. Yo estaba tomando un café, tenía que hacer tiempo o
algo así... ¡Tenía que ir a lo del escribano, ahora me acuerdo! Que está ahí
nomás, a media cuadra, vos viste... Y en eso, lo veo a este tipo, al Rearte, en
otra mesa. Como si fuera ahora, que también está sentado en otra mesa. También
contra la ventana...
—Se ve que la locura le da por ahí —apretó una sonrisa,
Eduardo.
—No seas hijo de puta. Pero yo no lo veía muy bien, porque
lo tenía medio tapado por una columna. Digamos que lo veía a él pero no veía al
tipo que estaba con él. Porque yo lo veía hablando. Muy animadamente. Meta
hablar y hablar, dale que dale...
—No era un tipo muy conversador, por lo que me acuerdo.
—Se notaba que era una conversación muy interesante. Yo no
escuchaba lo que decía, pero lo veía gesticular, así ¿viste? —Adolfo dibujó
algunos gestos con sus manos, en el aire, ampulosos—. Y se reía. Se reía mucho.
Ahí sí, fuerte. Yo lo escuchaba reírse. Pero, bueno, no le di mayor bola al
asunto. "Estará con algún amigo" me acuerdo que pensé.
—O con alguna mina.
—También. Con alguna mina. Pero me olvidé de la cosa.
Tampoco yo soy un amigo demasiado cercano de este muchacho, después de todo. Y
no sé qué mierda empecé a hacer, aprovechando el tiempo, con unas facturas,
algún trabajo atrasado. Pero me acuerdo que lo volví a mirar porque escuché que
se reía de nuevo, muy fuerte, una risa muy sonora, muy estentórea. Digo
"ahora cuando me levanto voy a ver con quién está este tipo", más que
nada por esa curiosidad de chusma que tiene uno.
—Es que acá en Rosario uno es chusma a la fuerza, Adolfito.
Si uno conoce a todo el mundo — puntualizó Eduardo, profundo.
—Me levanto, me pongo el sobretodo —era invierno— miro como
para saludarlo, y veo que este tipo estaba solo. Estaba solo en la mesa.
—Estaba hablando solo —Eduardo asimiló el golpe.
—Completamente solo. Yo medio que miré para todos lados,
porque por ahí había estado con alguien y el otro tipo, o la tipa, se había ido
recién. O se había levantado para ir al baño. Pero no parecía ser así y aparte
en la mesa de él había un solo café, un solo vasito de agua.
—Qué jodido...
—Jodido ¿viste? Porque la cosa te descoloca. Yo no sabía muy
bien qué hacer...
—Te piraste...
—¡No! Porque él me había visto. Cuando yo me levanté para
ponerme el sobretodo y miré como para saludarlo, él también me vio. Me vio y me
saludó muy efusivamente con la mano: "¡Qué haces, Adolfo!"
—Te dejó pegado.
—Me tuve que acercar, te imaginás. Y ahí corroboré que el
hombre no andaba demasiado bien de la azotea. Primero, que caí en la cuenta que
desde otras mesas también lo estaban mirando. Un poco con interés, otro poco
con inquietud ¿viste? Uno nunca puede saber demasiado bien qué carajo puede
hacer un loco. Algunos otros tipos que estaban en otras mesas me miraban
haciéndose los boludos como diciendo...
—Otro loco de mierda.
—No. Pero... ¿viste? Qué sé yo... Como diciendo, "Este
tipo no se apioló, este tipo no se dio cuenta...". Una cosa así.
—Y... ¿qué pasó? ¿Te sentaste?
—Me tuve que sentar. Medio en el filo de la silla como para
irme, pero me senté. Y ahí me contó. Dentro de su incoherencia me contó cómo
venía la mano con él...
—¿Se lo notaba muy alterado?
—Ah... Eso es lo que te había empezado a contar, aparte del
hecho de que la otra gente lo mirara. Sí... Hacía gestos raros con la cara.
Rictus ¿viste? Visajes. Fruncía la cara. Replegaba los labios y mostraba los
dientes apretados, como si le doliera algo. No siempre, por supuesto, de vez en
cuando. Pero eran como tics. Y transpiraba, además. Y te estoy hablando de
pleno invierno. Un frío de cagarse.
—¿Y qué te contó?
—Que se le había matado en un accidente un amigo muy
querido, y que era...
—A la pucha.
—Y que era con ese amigo con el que había estado hablando.
Que se encontraban muy seguido. Que tenían muchas cosas para contarse. Que el
accidente había sido como dos años atrás, pero que se seguían viendo...
—Mira qué extraño. Iba y venía de la locura — diagramó
Eduardo—. Sabía que su amigo se había muerto pero lo mismo te contaba que
hablaba frecuentemente con él.
—Eso mismo. Con total naturalidad. Por momentos, te juro,
parecía que estaba completamente lúcido y normal...
—Era un tipo agradable, recuerdo.
—Un tipo agradable. Pero también me dijo que cuando su amigo
no aparecía —o mejor, el fantasma de su amigo no aparecía—, él se angustiaba
mucho, que sufría, que se deprimía, que a veces lloraba...
—La mierda.
—Entonces yo le dije... te imaginás... ¿Qué carajo le iba a
decir en un momento así? Le dije que por qué no iba a ver a un psicoanalista...
—Lógico...
—Y me dijo que había empezado a ir hacía poco. Que su mismo
amigo se lo había aconsejado...
—¿Su amigo? ¿El muerto?
—Y otra gente, también. Familiares, supongo. Y que estaba
muy satisfecho con la terapia, que le estaba yendo muy bien...
—¡Ya veo!— rió, asombrado, Eduardo.
Adolfo se quedó callado. Torció su cabeza para mirar a
Rearte que, algo encorvado, les daba la espalda desde la mesa de la ventana.
—Después me fui —completó—. De ahí conozco este asunto de la
historia ésa. De lo que me contó él.
—Fijate vos —bamboleó la cabeza hacia adelante y hacia atrás
Eduardo, abstraído. También él observó a Rearte entonces—. Y ahora, cuando
entraste —preguntó a Adolfo—. ¿No viste si estaba hablando solo, o si gesticulaba,
o algo así?
—No... No...
—¿No viste o no hablaba solo?
—No hablaba solo. Ni gesticulaba. Al menos en los momentitos
que yo lo miré. Porque lo miré para saludarlo cuando lo reconocí pero él no me
vio entrar.
—Yo tampoco lo vi hacer nada raro —murmuró Eduardo.
—Por ahí está bien. Quién te dice.
—Como suelto, anda suelto.
—Por ahí se curó con la terapia, Edu —Adolfo estaba
recogiendo sus cosas de una silla contigua, como para irse.
—Lo voy a ir a saludar, a ver qué pasa —afirmó decidido
Eduardo también poniéndose de pie.
—Andá, andá y después me contás —lo alentó Adolfo,
acomodándose la bufanda. Se separaron. Adolfo se fue por la puerta de la
esquina de Santa Fe y Sarmiento y Eduardo, abrochándose el saco, se aproximó a
Rearte. Rearte lo recibió con algo de sorpresa y una medida alegría. De cerca
se lo veía más avejentado aún, pero calmo, con cierta transparencia en la
mirada y un leve temblequeo en el labio inferior. Rearte invitó a compartir la
mesa a Eduardo y éste, igual que Adolfo en aquella ocasión, se dejó caer casi
en el borde de la silla, la agenda apoyada sobre sus muslos, como para partir
en cualquier momento.
Eduardo, piadoso, mintió que lo encontraba bien, casi igual
que siempre, lo que dio lugar para que Rearte, casi culposo, lo contradijera
efusivamente y le explicara las causas de su estado de deterioro físico
ligeramente prematuro. En tanto le contaba la historia que Eduardo ya sabía a
través de Adolfo, Rearte se fue entusiasmando, adquiriendo confianza, como si
al principio desconfiara de que Eduardo fuera realmente quien decía ser. Le
habló de su amigo, del terrible accidente, del shock emocional que aquel suceso
le había provocado, de su desequilibrio
nervioso, de sus largas y animadas charlas con el espíritu
("o lo que fuere" aventuró) de su amigo muerto, de su terapia y de su
sostenida mejoría.
—Me hizo muy bien, Lejarza —sonrió, tristemente, rescatando
el apellido de Eduardo, que la cotidiana lista de asistencia escolar había
grabado en su memoria—. Pude hablar el asunto. Pude, como dicen ellos los
psicólogos, elaborar el duelo. Pude asumir que mi amigo había muerto. Convivir con eso. Incorporarlo...
—¿Terminaste la terapia? —preguntó Eduardo.
—Terminé. Terminé. Bah... Voy de vez en cuando. Controles
más que nada.
—Esas cosas nunca terminan del todo —precisó Eduardo como si
supiera.
—Nunca estás sano —la sonrisa de Rearte era desvaída.
—¿Y ahora cómo andas, cómo te sentís?
—Peor, Lejarza. Peor —dijo Rearte, al punto. Eduardo se echó
un poco hacia atrás, sin mudar de expresión, impactado—. Antes al menos tenía
con quien conversar. Me pasaba horas hablando con el espíritu, o lo que sea —se
encogió de hombros— de Aldo. Te aseguro que me iba a algún café, lo encontraba
allí y estábamos horas charlando. Claro, ya no nos veíamos tan seguido como
cuando él estaba vivo —que estábamos juntos todo el santo día, éramos culo y camisa
te juro—, y entonces cuando nos encontrábamos teníamos un montón de cosas para contarnos.
Pero ahora... —Rearte lentificó su
relato—. Ahora me siento muy solo. Muy solo, Lejarza. Vos sabes que yo no me
casé, mi vieja está muy viejita...
Eduardo amagó ponerse de pie. Sentía la incomodidad propia
de quien sospecha que su interlocutor puede ponerse a llorar en público en
cualquier momento. Intuyó que debía hallar una frase de cierre, antes de irse.
—No se puede tener todo —barbotó, mirando hacia el nerolite
de la mesa. Y suspiró profundo.
—¿No querés tomar un café? —Rearte lo tocó en el brazo,
adivinando su intención y retomando, incluso, un tono de voz más festivo.
Eduardo se puso de pie, ligeramente espantado.
—No, Rearte. Me tengo que ir.
—Quédate. ¿Tenés mucho que hacer?
—Sí. La verdad que sí. Me alegro de verte bien, Rearte.
—Un café nomás —Rearte elevó su dedo índice en el aire—.
Contame si viste a alguno de los muchachos. ¿Lo ves a alguno?
—A Ferrer, a veces... A Spiño... pero mejor otro día,
Rearte. La verdad es que ando a los rajes. Discúlpame pero nos vemos en cualquier
momentito.
Apretó la agenda sobre su pecho y salió hacia Sarmiento.
Rearte miró hacia la barra e hizo la seña de un cortado.
Roberto Fontanarrosa
No hay comentarios.: