El partido era lejos. Lejísimo. Pero teníamos que ir. La verdad que cuando arrancamos el
viaje no sabíamos que íbamos a jugar nosotros. Ni siquiera sabíamos a qué íbamos
jugar. Nos dijeron que no nos preocupáramos. La verdad es que “no se preocupen”
es la frase que más preocupaciones generaban en esa época. Confiábamos en que
nosotros no íbamos a jugar. No deberíamos jugar. Teníamos la edad de pibes de
quinta. Algún que otro avanzado que podía jugar en reserva. No íbamos a jugar
nosotros. Para eso estaban los grandes.
Cuando llegamos nos enteramos que sí íbamos a jugar. Nos tiraron en la
cancha y “arréglense”. Hacía un frio de la puta madre. El viento te daba un
puñetazo en el medio de la nariz. Teníamos camisetas mangas cortas. Algunas
remendadas, otras zurcidas a los apurones. Pantalones rotos, descoloridos.
Botines agujereados, prácticamente era como jugar descalzos en medio de las
piedras. Nos dimos cuenta de que no había nada previsto, que fue todo era a
prueba y error. Pero los errores costaban carísimo. Salimos asustados –cómo no
estarlo–. Solos, sin apoyo, en medio de la nada. Jugando a no sé qué. Extrañaba
hasta lo que odiaba de mi ciudad. Nos arrojaron ahí sin indicaciones.
“Defiendan los colores” nos espetaban. Mientras ellos estaban tomando whisky en el palco calentito con todas las comodidades.
Nosotros ahí, en el campo de batalla no entendiendo que hacíamos ahí.
Los rivales tardaron en acomodarse. Eso nos envalentonó y no solo nos dio
esperanzas; además nos hizo agrandar. Ilusos. Sin nada fuimos mucho más que
ellos. Veíamos como los de los palcos se aplaudían entre ellos y vivaban
consignas. Si ganábamos la victoria era de ellos. Si perdíamos, la derrota era
enteramente nuestra. No tardaron mucho en darlo vuelta. En masacrarnos. Eran
profesionales ellos. Vivían jugando esta clase de partidos. Estaban
acostumbrados a destrozar al resto. A pasarlo por encima. A no respetar nada ni
nadie. Encima eran arteros, mala leche e hijos de puta. Pero así y todo fueron
mucho más humanos que los nuestros. Porque algunos de ellos después del
encuentro –que ellos ganaron– al menos tuvieron remordimiento. Sentimiento que
esos hijos de puta del palco no tuvieron nunca.
Si vas a jugar una final, lo vas a hacer con el mejor equipo, con los
grandes, los de experiencia. No vas a poner a los pibes de la quinta, con
botines rotos y sin camisetas. Nos mandaron a jugar a nosotros porque ellos
eran muy cagones, ya lo venían demostrando desde hacía años. O tal vez no
jugaron ellos, los de experiencias, los grandes oficiales porque había que
perder. No había que ganar. Pero ganamos al final, ganamos porque dejamos hasta
la última gota de sangre. La vida dejamos. Nos dimos cuenta que éramos muchos más
grandes que todos. Con la derrota, con la perdida, con el corazón sangrando éramos
enormes al lado de esos hijos de putas que se quedaron sentados.
Una cosa es el futbol, otra la guerra. La comparación puede sonar bastante
pelotuda, lo sé. Pero eso solíamos decir con el petiso Damonte. Pasábamos
noches enteras metidos en un pozo en el culo helado del Yeti, sobreviviendo con
el calor del futbol. Él era hincha a muerte de Boca, yo de River. Hablamos de
futbol, nos cargábamos, recordábamos clásicos, viejas alineaciones. Nos
encandilábamos con recuerdos para no tener que pensar en el horror donde
estábamos metidos. Donde nos habían metido. Porque fin de cuentas nunca supimos si el
verdadero enemigo eran los hijos de puta de enfrente o los que estaban en el
palco.
Toni Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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