Está semana se cumplieron 91 años del nacimiento del genial escritor colombiano y hete aquí uno de sus cuentos, en este caso futbolero, que nos legó a modo de homenaje.
Y entonces resolví asistir al estadio. Como era un encuentro más sonado que todos los anteriores, tuve que irme temprano. Confieso que nunca en mi vida he llegado tan temprano a ninguna parte y que de ninguna tampoco he salido tan agotado.
Alfonso y Germán no tomaron nunca la iniciativa de convertirme a esa religión dominical del fútbol, con todo y que ellos debieron sospechar que alguna vez me iba a convertir en ese energúmeno, limpio de cualquier barniz que pueda ser considerado como el último rastro de civilización, que fui ayer en las graderías del municipal. El primer instante de lucidez en que caí en la cuenta de que estaba convertido en un hincha intempestivo, fue cuando advertí que durante toda mi vida había tenido algo de que muchas veces me había ufanado y que ayer me estorbaba de una manera inaceptable: el sentido del ridículo. Ahora me explico por qué esos caballeros habitualmente tan almidonados, se sienten como un calamar en su tinta cuando se colocan, con todas las de la ley, su gorrita a varios colores.
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Y entonces resolví asistir al estadio. Como era un encuentro más sonado que todos los anteriores, tuve que irme temprano. Confieso que nunca en mi vida he llegado tan temprano a ninguna parte y que de ninguna tampoco he salido tan agotado.
Alfonso y Germán no tomaron nunca la iniciativa de convertirme a esa religión dominical del fútbol, con todo y que ellos debieron sospechar que alguna vez me iba a convertir en ese energúmeno, limpio de cualquier barniz que pueda ser considerado como el último rastro de civilización, que fui ayer en las graderías del municipal. El primer instante de lucidez en que caí en la cuenta de que estaba convertido en un hincha intempestivo, fue cuando advertí que durante toda mi vida había tenido algo de que muchas veces me había ufanado y que ayer me estorbaba de una manera inaceptable: el sentido del ridículo. Ahora me explico por qué esos caballeros habitualmente tan almidonados, se sienten como un calamar en su tinta cuando se colocan, con todas las de la ley, su gorrita a varios colores.
Es que con ese solo gesto, quedan automáticamente
convertidos en otras personas, como si la gorrita no fuera sino el uniforme de
una nueva personalidad. No sé si mi matrícula de hincha esté todavía demasiado
fresca para permitirme ciertas observaciones personales acerca del partido de
ayer, pero como ya hemos quedado de acuerdo en que una de las condiciones
esenciales del hinchaje es la pérdida absoluta y aceptada del sentido del
ridículo, voy a decir lo que vi –o lo que creí ver ayer tarde– para darme el
lujo de empezar bien temprano a meter esas patas deportivas que bien guardadas
me tenía. En primer término, me pareció que el Junior dominó a Millonarios
desde el primer momento. Si la línea blanca que divide la cancha en dos mitades
significa algo, mi afirmación anterior es cierta, puesto que muy pocas veces
pudo estar la bola, en el primer tiempo, dentro de la mitad correspondiente a
la portería del Junior. (¿Qué tal va mi debut como comentarista de fútbol?).
“No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que
hoy hago –públicamente– a la santa hermandad de los hinchas”
Por otra parte, si los jugadores del Junior no hubieran sido
ciertamente jugadores sino escritores, me parece que el maestro Heleno habría
sido un extraordinario autor de novelas policíacas. Su sentido del cálculo, sus
reposados movimientos de investigador y finalmente sus desenlaces rápidos y
sorpresivos le otorgan suficientes méritos para ser el creador de un nuevo
detective para la novelística de policía. Haroldo, por su parte, habría sido
una especie de Marcelino Menéndez y Pelayo, con esa facilidad que tiene el
brasileño para estar en todas partes a la vez y en todas ellas trabajando,
atendiendo simultáneamente a once señores, como si de lo que se tratara no fuera
de colocar un gol sino de escribir todos los mamotretos que don Marcelino
escribiera. Berascochea habría sido, ni más ni menos, un autor fecundo, pero
así hubiera escrito setecientos tomos, todos ellos habrían sido acerca de la
importancia de las cabezas de alfiler. Y qué gran crítico de artes habría sido
Dos Santos –que ayer se portó como cuatro– cortándole el paso a todos los
escribidorcillos que pretendieran llegar, así fuera con los mayores esfuerzos,
a la portería de la inmortalidad. De Latour habría escrito versos. Inspirados
poemas de largometraje, cosa que no podría decirse de Ary. Porque de Ary no
puede decirse nada, ya que sus compañeros del Junior no le dieron oportunidad
de demostrar al menos sus más modestas condiciones literarias.
Y esto por no entrar con los Millonarios, cuyo gran Di
Stéfano, si de algo sabe, es de retórica.
No creo haber perdido nada con este irrevocable ingreso que
hoy hago –públicamente– a la santa hermandad de los hinchas. Lo único que
deseo, ahora, es convertir a alguien. Y creo que va a ser a mi distinguido
amigo, el doctor Adalberto Reyes, a quien voy a convidar a las graderías del
Municipal en el primer partido de la segunda vuelta, con el propósito de que no
siga siendo –desde el punto de vista deportivo– la oveja descarriada.
Gabriel García Márquez.
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