El que tiró la primera piedra fue Ricardo,
apenas después de haberse ido el tipo.
—Che… ¿quién es este coso?
—No sé —contestó el Zorro.— ¿No es amigo
tuyo?
— ¿Mío? No. Estás en pedo vos.
—Es amigo del Colifa —aportó el Pitufo—,
certero interrumpiendo una conversación que sostenía con una rubia de rulos de
la mesa vecina. Tenía eso el Pitu, podía mantener varias conversaciones a la
vez, quizás porque no le gustaba verse marginado de ninguna.
En eso llegó el Colifa.
—Che…—le preguntó Ricardo—… el flaco ese
que se fue ¿es amigo tuyo?
—¿Qué flaco? —frunció la cara el Colifa
mientras se sacaba la campera y la bufanda.
—El flaco… El “Sobrecojines”.
—Ah no… —se rió el Colifa.— Yo no lo
conozco.
El hombre, el que se había ido, había
tenido la desafortunada ocurrencia días atrás, en una de sus pocas
intervenciones en la charla, de decir que manejar el último modelo de Renault
era sentirse como “sobre cojines”. Se habían hecho todos los pelotudos pero la
cosa quedó registrada.
—¡Yo creí que era amigo tuyo! —se rió el
Pitufo.
—Yo no lo vi en la puta vida.—Pero… ¿Lo
conocés?—Sí. De acá, ahora.
—Entonces… —insistió Ricardo, casi
amenazante.
— ¿Quién lo trajo a la mesa?—Qué sé yo.
Nadie sabía. Pero no era muy extraño. En
“El Cairo” era así. De pronto uno se encontraba sentado junto a alguien
desconocido que, tal vez por varios días se integraba a la mesa y luego
desaparecía tan silenciosa y misteriosamente como había llegado, o reaparecía
en alguna mesa lejana, con otra gente asimismo desconocida, y dispensaba un
saludo desde allá atrás, al voleo, de cortesía.
—Por ahí alguien se lo dejó olvidado
—aventuró el Zorro.
—Eso. ¡Vaya a saber desde hace cuánto
tiempo ha estado sentado acá el pobre tipo!
—Yo creía que era amigo tuyo —señaló
Ricardo a Belmondo— y ahora resulta que no lo junta nadie.
—¿Mío? ¿Porqué? Ricardo frunció la nariz.
—No sé —dijo— lo veo muy fino ¿no? El Zorro
captó la cosa de inmediato.
—Muy delicado. ¿No es cierto?
—¿Puto, decís vos? —se rió Belmondo.
Después se escandalizó.
—¡Qué guachos de mierda!—Como te mira
mucho… —siguió Ricardo—.. qué sé yo… yo pensaba…
—Medio trolo el muchacho —sentenció el
Zorro.
—¡Mirá que hay que ser hijos de puta! —dijo
Belmondo.
— Como el tipo es serio, es educado, es un
tipo correcto… para éstos ya es un comilón.
—Muy fino, muy fino. Demasiado.
—Para mí que a vos te tira la goma —opinó
el Colifa, mirando a Belmondo.
—¡Qué hijos de puta! —se tomó las manos
Belmondo.
— No se puede ser culto acá.
—Si te mira y se relame, Bel… —le informó
Ricardo.
— A Moreira lo manoteó el otro día.
—Sí —defendió Belmondo— no te le agachés
adelante.
—¿Qué lo defendés? ¿Qué lo defendés?
—pareció ofenderse el Pitufo
— ¿Tenés algún interés creado con ese
tipo?—Para mí que se la lastra —meneó la cabeza el Zorro.
— ¿No viste a Pedrito cómo lo relojea
también?
—¿Quién, che? —Pochi había llegado,
enganchando las últimas palabras mientras acercaba una silla para poner la campera.
—El flaco alto, el “Sobrecojines”.
—¿Qué pasa?—Que es muy sospechoso, medio
rarón ¿viste? —el Pitufo reunía la punta de los dedos de su mano derecha frente
a la boca haciendo el gesto universal de comer.
—¿El elegante? —exclamó el Pochi,
sentándose.
— Muy puto. Tragasables del año uno.
—¡Qué hijos de puta! —volvió a reírse
Belmondo.
— El otro pobre tipo…—Traga la bala —siguió
el Pochi, serio.
— Es más… creo que lo vi levantando machos
en Zeballos y Buenos Aires.
—El otro pobre tipo —siguió Belmondo— es un
buen tipo…
¿Cuál es el problema? Que empilcha bien,
que toma whisky…
¿Cuál es?—Oíme… —dijo Ricardo.
— ¿Cómo va a venir acá de chaleco?—¡Dejame
de joder! De chaleco.
—Y bueno, laburará en un banco. ¿Cuánta
gente de la que viene acá labura en un banco?
—No. Y esa corbatita que usa. La rosita…
—Yo lo que te digo —siguió Belmondo— es que
yo no me le agacharía adelante.
—Por ahí te empoma.
—Te empoma.—Tiene su pinta el hombre
—estimó el Zorro.
—Y muy coqueto, se la pasa arreglándose la
corbatita…
—Es buen muchacho, che, no sean hijos de
puta….
Claro, el tipo en cuestión había aparecido
un día en la mesa, tal vez abandonado por algún amigo común, tal vez ingresado
en la charla por medio de esas presentaciones vagas y generales, “che, un
amigo”, de inclinaciones de cabezas cortas y distraídas. En verdad, vestía
bien, o al menos demasiado formal para el nivel medio, y participaba poco de
las conversaciones. Asentía, a veces metía algún bocadillo, sonreía a menudo,
algo distante, mirando hacia la calle, arreglándose la corbata a cada rato (era
cierto). Tomó notoriedad el día que pidió un whisky. “Blenders” dijo, con
pronunciación cuidada y Moreira lo miró como si le hubiese pedido un plato
asiático. “Mirá que vale casi un palo, macho” le había advertido el mozo, cosa
que al tipo pareció no inmutarlo. Y entre el sembradío de pocilios de café,
vasos de agua, alguna taza de té o mate y servilletitas de papel arrugadas, el
generoso vaso de whisky con hielo parecía un paquebote entrando a puerto
rodeado de remolcadores diminutos y oscuros.
Otra cosa había sido lo del polo. Vaya a
saber cómo salió la conversación sobre polo, quizás por una joda, quizás por
alguna película, lo cierto es que el hombre, por primera vez se metió en
serio, lideró la charla, habló de los Harriott, de los Dorignac, de handicaps y
de poniers con una exactitud sobria y una información sólida. Y al final,
cuando ya la charla había derivado inopinadamente hacia el automovilismo, la
cagó con lo de “sobre cojines” que se encendió como una luz equívoca y
sospechosa en los radares de todos.
—Yo no sé… —advirtió Ricardo, rascándose la
espalda—… pero vos, Belmondo, cuidate.
—Sí —admitió Belmondo— porque que me rompan
el orto a esta edad…
—O que le tengas que hacer los deberes al
muchacho.
—Te digo que si viene mañana yo me corro.
—Sí. A ver si te agarra de la manito y te
lleva para el ñoba.
Pasó un tiempo y el parroquiano desconocido
no aportó por “El Cairo”. El día en que apareció estaban el Pitufo, Belmondo y
el Pochi, nada más, conversando. El hombre se desprendió el impecable saco
marrón oscuro del traje, dijo un “qué tal” y se sentó medio mirando para la
puerta de Sarmiento y Santa Fe, girando un poco nerviosamente el cuello, como
un pollo, estirando el mentón, para acomodarse el cuello de la camisa.
—El cinco era Ramacciotti —decía el Pitufo.
— Eso seguro.
—El cinco era Ramacciotti.
No me acuerdo el tres —dijo Belmondo aún
con la mano izquierda cerrada, el pulgar arriba y los ojos entornados.
—Ditro. El tres era Ditro —aseguró Pochi—
que después fue a River.
—¡Eso! Que después fue a River.
—Bueno. Entonces tenemos… —resumió el
Pitufo—… Moreno, Valentino y Ditro.
El cuatro ese que no nos acordamos,
Ramacciotti y Malazzo…
—Canceco, Pando, Carceo, González y Sciarra
—recitó de un tirón el Pochi.
—Pero… ¿Cómo mierda se llamaba ese cuatro,
la puta madre que lo reparió?
—¿Será posible?—Era un nombre corto. Un
nombre corto como… Suárez, Blanco…
—No. Blanco era un cuatro que jugó en
Racing. Buen jugador.
—Pero… —se ofuscó Belmondo—… un tipo muy
junado… ¿Cómo carajo…?
—No me voy a acordar… No me voy a acordar…
—dijo el Pitufo.
—Nos va a pasar como la otra vez con Della
Savia.—¿Te acordás? Yo no pude dormir en toda la noche.
—O con el negro Marchetta.
Pasó una semana hasta que me crucé por la
calle con Rafael, me agarró del brazo y me dijo, nada más, lo único que me
dijo: “Marchetta”. “¡Marchetta, la puta que lo parió!” dije yo, y seguimos cada
cual por su lado.
—Una noche, a la madrugada, me llamó el
Pelado desde Barcelona para preguntarme quién era el ocho de aquella delantera
de Ferro con el Cabezón Juárez, Acosta, Lugo y Garabal.
—Berón.
—Berón.—Pero a mí, esto, ya me cagó la
semana —se reubicó el Pochi.
—¡Pero si hasta me acuerdo de la pinta que
tenía —se enardeció Belmondo— uno bajito, narigón, feo…!
—¿Martín? ¿No era Martín?
—No, Martín era de Chacarita.
—Bajito, narigón, feo…
—Sí, pero no era Martín. Martín era de
Chacarita y después fue al equipo de José.
—Moreno, Valentino y Ditro… —repasó el
Pitufo—… tatatá, Ramaciotti y Malazzo…
—¡Concha de la lora!
El hombre, que había seguido
silenciosamente la conversación, con una actitud entre divertida y ausente, se
acomodó en la mesa y dijo:
—Sainz.
—¡Sainz! —pegó con la palma de la mano el
Pitufo sobre la mesa
— Sainz la puta que lo reparió.
—Sainz, mirá vos lo tenía en la punta de la
lengua.Claro… te decía que era un nombre corto.
—Sí, pero a mí me salía Suárez, Murúa,
Aguirre, qué sé yo…
—No, Murúa era el de Racing. Marcador de
punta, también. Grandote.
—Sainz —continuó el tipo, sin ufanarse
demasiado por su aporte— después fue a River. Sainz, Cap y Varacka.
—Claro, claro. Exactamente. Que arriba
jugaba Domingo Pérez, un uruguayo que era un pedo líquido.
—No —corrigió “Sobre cojines”— Domingo
Pérez es anterior, es de la época de Pepillo, el nueve ese español que trajo
River.
—¡Pepillo! ¿Te acordás? No me acordaba de
Pepillo.
—Que la delantera llegó a formar… —recordó
el hombre—… Domingo Pérez…—Moacyr —acotó Pochi.
—Moacyr Claudinho Pinto… —siguió el
hombre—… Pepillo, Delem y Roberto. Todos extranjeros.
—Que también estaban Onega, el Nene
Sarnari…—Ermindo, todavía no Daniel.—Pando, Artime…
—No… —volvió a corregir el hombre— Pando y
Artime llegan un poco después. La delantera que te digo era con la cuestión del
fútbol espectáculo. También jugaba un negro de cinco, el negro Salvador, un
negro lentón…
—Sí. La cosa había empezado con Boca, con
Armando, cuando lo trajo a Feola…
—Al gordo Felola Feola —dijo el Pitufo— a
Dino Sani, a Maurinho…
—Antes a Orlando —puntualizó “Sobre
cojines”— Orlando Pecanha do Carvalho, que inauguró, un poco, la función de
seis metido adentro acá en la Argentina.
—También vinieron Loayza, me acuerdo, el
Pepe Sasía, a Boca…
—Y bueno… —recordó el Pochi— Sasía vino de
última acá, a Central, con el Gitano, Borgogno…
—Loayza también. —Loayza también y me
acuerdo…—¡Ese partido contra el Real de Madrid! —se entusiasmó el hombre.
— En cancha de Ñul.—En cancha de Ñul, un
amistoso, que los goles del Real los hicieron Pirri y Gento de tiro libre,
sobre la hora.
—Yo estaba detrás del arco donde hizo el
gol Gento —recordó “Sobre cojines”— …y no sé si te acordás que al principio
entró Puskas…
—¡Puskas!
Así siguieron casi una hora, hasta que el
hombre, de pronto, consultó su reloj, se sobresaltó, se puso de pie, tomó el
sobretodo que había dejado prolijamente doblado sobre la silla vecina y, antes
de irse, regaló el último aporte.
—Y el diez, el diez del Lobo de La Plata,
era Diego Bayo.
—Diego Bayo, claro. Diego Bayo y Gómez
Sánchez, el negro Gómez Sánchez que había venido a River con Joya…
Al día siguiente, cuando llegó el Colifa,
Belmondo estaba hablando con el Zorro y también estaban el Pitufo, Pochi,
Oscar, el otro Oscar, el Negro y el Chelo.
—¿No vino “Sobre cojines”? —preguntó el
Colifa.
Alguien contestó que no.
—¿Quién es “Sobre cojines”? —dijo el Chelo.
—Rodolfo. Rodolfo creo que se llama.
No, no vino.
—Buen tipo ése —dijo el Pochi.
—Buen tipo.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído del libro "Nada del Otro Mundo", Ed. De La Flor 1987; Ed. Planeta 2012
Extraído del libro "Nada del Otro Mundo", Ed. De La Flor 1987; Ed. Planeta 2012
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