Prometí que iba a contarte adónde
me llevó aquel tren de carga que tomé
para escaparme de los nazis con los
documentos de un judío que me habían
dado en el Racing de París. A ver si
adivinás…
¡No, qué España! Estuvimos dando vueltas de arriba para abajo, entre cañonazos, morteros y bombardeos aéreos. No te imaginás el hostiazo que nos pegó la aviación inglesa cuando íbamos para el norte. Le dieron al vagón que estaba justo delante del mío y ahí nos quedamos dos días hasta que los alemanes consiguieron que se moviera de nuevo. No te imaginás el ruido que hacían las ruedas torcidas: me reventaba los oídos, no me dejaba pensar en nada. Por eso la vez que nos atacó un batallón que cayó de un barranco como si fuesen piratas no entendí lo que ocurría, quiénes eran ni qué querían. Me pareció que hablaban noruego o finlandés, algo así. La cosa es que liquidaron a los alemanes y siguieron ellos con el tren. Igual, yo no me animaba ni a asomar la nariz. A veces me desmayaba de hambre y tuve que comerme mi propia ropa; hasta los zapatos me comí, como Carlitos Chaplin en La quimera del oro. Con el paso de los días hubo tres o cuatro asaltos más y el tren cambiaba de dueño a cada batalla, de modo que yo no tenía idea de adónde íbamos ni de quiénes conducían el tren.
¡No, qué España! Estuvimos dando vueltas de arriba para abajo, entre cañonazos, morteros y bombardeos aéreos. No te imaginás el hostiazo que nos pegó la aviación inglesa cuando íbamos para el norte. Le dieron al vagón que estaba justo delante del mío y ahí nos quedamos dos días hasta que los alemanes consiguieron que se moviera de nuevo. No te imaginás el ruido que hacían las ruedas torcidas: me reventaba los oídos, no me dejaba pensar en nada. Por eso la vez que nos atacó un batallón que cayó de un barranco como si fuesen piratas no entendí lo que ocurría, quiénes eran ni qué querían. Me pareció que hablaban noruego o finlandés, algo así. La cosa es que liquidaron a los alemanes y siguieron ellos con el tren. Igual, yo no me animaba ni a asomar la nariz. A veces me desmayaba de hambre y tuve que comerme mi propia ropa; hasta los zapatos me comí, como Carlitos Chaplin en La quimera del oro. Con el paso de los días hubo tres o cuatro asaltos más y el tren cambiaba de dueño a cada batalla, de modo que yo no tenía idea de adónde íbamos ni de quiénes conducían el tren.
Al amanecer de un día frío de 1942
entramos en una estación inmensa y
vacía. Los soldados, o lo que fueran, se
fueron cantando en un idioma para mí
desconocido. Recorrí los vagones, me
vestí con lo poco que encontré y salí a la
calle a ver dónde diablos me
encontraba. Lo primero que vi fue un
inmenso mural con la cara de José
Stalin, rozagante y sin edad. «Estoy
salvado», pensé. Por lo poco que
conocía de política sabía que ahí no me
iba a hacer rico, pero al menos no me
molestarían por llevar los documentos
de un judío.
Anduve caminando una semana,
durmiendo en barracones de laburantes,
comiendo en casas de familia, con
mujeres y viejos que me llamaban
tovarich. Nos comunicábamos por
gestos, pero no conseguí identificarme
como argentino porque en ese tiempo no
había compatriotas famosos en todo el
mundo, ni Milstein ni Maradona.
Todavía no habían empezado los triunfos
de Fangio, los presidentes eran todos de
cabotaje y no teníamos campeones de
boxeo. Me quedaba el tango. Carlitos
Gardel, claro, pero ¿cómo imitarlo?
Igual, ya tenía unas cuantas vodkas entre
pecho y espalda y me largué con La
cumparsita. Me aplaudieron bastante,
no te creas… En la pared tenían fotos de
Lenin y sobre todo del Padrecito de los
Pueblos, banderas rojas con la hoz y el
martillo. Eran de una generosidad
conmovedora, así que me fui
tranquilizando y andaba todo el día por
Moscú pensando cómo hacer para
conseguir un club donde jugar.
El problema era que no podía leer el
diario, no conseguía hacerme entender
con la gente común, que no entendía otro
idioma que el suyo. Por fin, una mañana
me topé con un estadio y entré a ver qué
pasaba. Estaban entrenando los del
Dínamo, que en ese tiempo era el cuadro
de la KGB. Lo reconocí por las
camisetas, incluso había jugado contra
ellos estando yo en la Juventus y les
había marcado un gol con la mano. «Qué
vueltas tiene la vida, mirá dónde vengo
a caer con el caballo cansado», me dije.
Pensaba sentarme en la tribuna a mirar,
pero decidí acercarme y ver si
reconocía a alguien, aunque tenía la
secreta esperanza de que fueran ellos los
que se acordaran de mí.
Me quedé parado cerca de la raya a
ver el picado y de golpe lo ubiqué al
arquero. Tarmanowsky, se llamaba.
Viéndolo ahí me pasé de nuevo la
película de aquella palomita mía en el
momento que él salía a buscar la pelota
y llegaba antes que yo con sus brazotes
como chimeneas. Fue entonces que
estiré el brazo y ¡páfate!, se la desvié
justo delante del morro. Golazo, te juro,
¡lástima que no había televisión! De
pronto recordé ese día en Moscú que mi
puño desvió la pelota y se topó con la
nariz de Tarmanowsky y le partió el
tabique. Justamente por eso, al verlo
sangrar, el referí convalidó el gol
porque la sangre probaba que mi puño
había golpeado por accidente en su cara
y no en la pelota.
Me hice el gil y me fui corriendo
para el otro sector, pasé delante de los
utileros, del entrenador y el aguatero y
los saludé en castellano. Al final no
sabía si tenía ganas de que me
reconocieran. Me senté en el pasto y al
rato cayeron dos tipos que se me
sentaron uno de cada lado. El primero,
bajo y morrudo, me habló en ruso y
como respuesta le enumeré unos cuantos
idiomas en los que podía responder,
pero omití el alemán y el inglés por si
las moscas.
«En español. Estuve en las Brigadas
Rojas durante la guerra», me dijo el
otro. «Cagamos», pensé. «Qué mala
leche, subirme justo a un tren capturado
por los rusos que todavía no cambiaron
de arquero». Y el otro: «¿Qué
Ministerio, camarada?». Justo en ese
momento se oye un ruido inconfundible
de huesos rotos, un jugador que grita y
veo que todos salen corriendo a
auxiliarlo. Le digo al ruso: «Doble
fractura de tibia y peroné. Con suerte
dentro de un año puede caminar de
nuevo, pobre muchacho». En aquellos
años era así, la medicina no funcaba
como hoy. El que tenía de ladero ni se
mosqueó. «¿Qué Ministerio?», me
repite. «¿Ministerio?», le digo, «¿a qué
se refiere?». Y él: «Al que lo invitó.
¿Deportes, Agronomía, Exterior?». No
le entendía un pito, así que cuando me
llevaron a una oficina le tuve que contar
lo que me había pasado y cómo llegué
hasta ahí. Imaginate, se puso como loco.
Que cómo podía ser que a Seguridad se
le hubiera escapado un colado en el tren,
que yo podía ser un espía alemán, un
trotskista, un saboteador. Que a quién
quería engañar con ese documento a
nombre de un tal Levy, judío de Polonia
inscrito en Francia. Ahí nomás me hizo
poner de pie y me ordenó que me bajara
los pantalones y le mostrara las
vergüenzas a ver si estaban bien
podadas. «Ni podadas están, camarada»,
le advertí, «si yo soy medio gallego con
cruza de india salteña». Creo que no era
muy exacto, pero fue lo que me salió en
el momento. El ruso insistió con cara de
pocos amigos y tuve que humillarme.
Ahí nomás tiré los lienzos y los dos me
miraron asombrados. «Pero cómo, y esta
abundancia de colgajo, ¿cómo pega con
tus documentos?». Se lo expliqué diez
veces y me pidieron que no me moviera
de allí hasta que volvieran. Si era solo
un polizonte, me dijo el morrudo, no me
molestarían, pero si llegaban a descubrir
mi condición de espía ya podía empezar
a escribir una carta para despedirme de
mi familia.
Salieron y yo, qué querés, temblaba.
Me senté en una mesa de masajes a
reflexionar sobre mi torcida suerte y en
eso trajeron al pibe quebrado. Tibia y
peroné, como había dicho yo. Lo hacían
morder una toalla para que aguantara el
dolor y el médico pedía instrumentos y
una ambulancia. El entrenador se
agarraba la cabeza, me parece que
puteaba en todos los idiomas de la
Unión Soviética. Al verme me tomó de
un brazo y me habló, me comentó algo
como si yo formara parte del club y
pudiera hacer algo. Le dije que no
entendía ruso y al fin, con aliento de
vodka perfumada, me gritó en italiano:
«¡El único delantero que me quedaba,
carajo!». «¿El único?», le pregunté con
un cosquilleo en el estómago. «El único
que la metía», agregó, y se quedó en
silencio mientras entablillaban al pobre
goleador.
«Una vez supe jugar en la Juventus»,
le largué al descuido. El tipo se dio
vuelta, me miró, me estudió de la cabeza
a los pies y se quedó, pensativo. «Ahora
vengo del Racing de París», lo apuré.
«¿Y qué hace acá?». Los otros nos
miraban sin entender. «Cosas de la
vida», dije. «Parece que los muchachos
de la KGB me van a meter preso por
entrar al país sin invitación». Se echó a
reír. «¡Preso! La hace demasiado fácil,
tovarich. ¡Lo van a mandar a Siberia!».
Se dio vuelta para irse y yo de puro
desesperado, dejé caer: «Cuarenta y
siete goles en un año».
Se volvió y me prestó atención.
Total, no tenía nada que perder.
«¡Cámbiese!», me gritó. Y después se
dirigió a los otros en ruso, les pedía que
volvieran rápido a la cancha, que el
entrenamiento seguía. «El domingo
jugamos contra el Estrella Roja», dijo y
me tiró una camiseta: «Necesito un
goleador, necesito ganarles a esos
fanfarrones del Ejército que nos tienen
de hijos… Venga, si hace un gol capaz
que le puedo dar una mano, pero si me
está mintiendo más vale que empiece a
escribir su última voluntad…».
En un santiamén estuve cambiado y
salimos al terreno. No sabés cómo me
latía el corazón… Igual que ahora, que
estoy cansado, con hambre, confundido
por los recuerdos. Si querés saber cómo
sigue la historia volvé el domingo bien
temprano. Te voy a contar lo que pasó en
la cancha. Y el lío que se armó cuando
volvieron los tipos de la KGB.
Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral
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