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Prometí que iba a contarte adónde me llevó aquel tren de carga que tomé para escaparme de los nazis con los documentos de un judío que me habían dado en el Racing de París. A ver si adivinás…
¡No, qué España! Estuvimos dando vueltas de arriba para abajo, entre cañonazos, morteros y bombardeos aéreos. No te imaginás el hostiazo que nos pegó la aviación inglesa cuando íbamos para el norte. Le dieron al vagón que estaba justo delante del mío y ahí nos quedamos dos días hasta que los alemanes consiguieron que se moviera de nuevo. No te imaginás el ruido que hacían las ruedas torcidas: me reventaba los oídos, no me dejaba pensar en nada. Por eso la vez que nos atacó un batallón que cayó de un barranco como si fuesen piratas no entendí lo que ocurría, quiénes eran ni qué querían. Me pareció que hablaban noruego o finlandés, algo así. La cosa es que liquidaron a los alemanes y siguieron ellos con el tren. Igual, yo no me animaba ni a asomar la nariz. A veces me desmayaba de hambre y tuve que comerme mi propia ropa; hasta los zapatos me comí, como Carlitos Chaplin en La quimera del oro. Con el paso de los días hubo tres o cuatro asaltos más y el tren cambiaba de dueño a cada batalla, de modo que yo no tenía idea de adónde íbamos ni de quiénes conducían el tren. 

Al amanecer de un día frío de 1942 entramos en una estación inmensa y vacía. Los soldados, o lo que fueran, se fueron cantando en un idioma para mí desconocido. Recorrí los vagones, me vestí con lo poco que encontré y salí a la calle a ver dónde diablos me encontraba. Lo primero que vi fue un inmenso mural con la cara de José Stalin, rozagante y sin edad. «Estoy salvado», pensé. Por lo poco que conocía de política sabía que ahí no me iba a hacer rico, pero al menos no me molestarían por llevar los documentos de un judío. 
Anduve caminando una semana, durmiendo en barracones de laburantes, comiendo en casas de familia, con mujeres y viejos que me llamaban tovarich. Nos comunicábamos por gestos, pero no conseguí identificarme como argentino porque en ese tiempo no había compatriotas famosos en todo el mundo, ni Milstein ni Maradona. Todavía no habían empezado los triunfos de Fangio, los presidentes eran todos de cabotaje y no teníamos campeones de boxeo. Me quedaba el tango. Carlitos Gardel, claro, pero ¿cómo imitarlo? Igual, ya tenía unas cuantas vodkas entre pecho y espalda y me largué con La cumparsita. Me aplaudieron bastante, no te creas… En la pared tenían fotos de Lenin y sobre todo del Padrecito de los Pueblos, banderas rojas con la hoz y el martillo. Eran de una generosidad conmovedora, así que me fui tranquilizando y andaba todo el día por Moscú pensando cómo hacer para conseguir un club donde jugar. 
El problema era que no podía leer el diario, no conseguía hacerme entender con la gente común, que no entendía otro idioma que el suyo. Por fin, una mañana me topé con un estadio y entré a ver qué pasaba. Estaban entrenando los del Dínamo, que en ese tiempo era el cuadro de la KGB. Lo reconocí por las camisetas, incluso había jugado contra ellos estando yo en la Juventus y les había marcado un gol con la mano. «Qué vueltas tiene la vida, mirá dónde vengo a caer con el caballo cansado», me dije. Pensaba sentarme en la tribuna a mirar, pero decidí acercarme y ver si reconocía a alguien, aunque tenía la secreta esperanza de que fueran ellos los que se acordaran de mí. 

Me quedé parado cerca de la raya a ver el picado y de golpe lo ubiqué al arquero. Tarmanowsky, se llamaba. Viéndolo ahí me pasé de nuevo la película de aquella palomita mía en el momento que él salía a buscar la pelota y llegaba antes que yo con sus brazotes como chimeneas. Fue entonces que estiré el brazo y ¡páfate!, se la desvié justo delante del morro. Golazo, te juro, ¡lástima que no había televisión! De pronto recordé ese día en Moscú que mi puño desvió la pelota y se topó con la nariz de Tarmanowsky y le partió el tabique. Justamente por eso, al verlo sangrar, el referí convalidó el gol porque la sangre probaba que mi puño había golpeado por accidente en su cara y no en la pelota. 
Me hice el gil y me fui corriendo para el otro sector, pasé delante de los utileros, del entrenador y el aguatero y los saludé en castellano. Al final no sabía si tenía ganas de que me reconocieran. Me senté en el pasto y al rato cayeron dos tipos que se me sentaron uno de cada lado. El primero, bajo y morrudo, me habló en ruso y como respuesta le enumeré unos cuantos idiomas en los que podía responder, pero omití el alemán y el inglés por si las moscas. 
«En español. Estuve en las Brigadas Rojas durante la guerra», me dijo el otro. «Cagamos», pensé. «Qué mala leche, subirme justo a un tren capturado por los rusos que todavía no cambiaron de arquero». Y el otro: «¿Qué Ministerio, camarada?». Justo en ese momento se oye un ruido inconfundible de huesos rotos, un jugador que grita y veo que todos salen corriendo a auxiliarlo. Le digo al ruso: «Doble fractura de tibia y peroné. Con suerte dentro de un año puede caminar de nuevo, pobre muchacho». En aquellos años era así, la medicina no funcaba como hoy. El que tenía de ladero ni se mosqueó. «¿Qué Ministerio?», me repite. «¿Ministerio?», le digo, «¿a qué se refiere?». Y él: «Al que lo invitó. ¿Deportes, Agronomía, Exterior?». No le entendía un pito, así que cuando me llevaron a una oficina le tuve que contar lo que me había pasado y cómo llegué hasta ahí. Imaginate, se puso como loco. Que cómo podía ser que a Seguridad se le hubiera escapado un colado en el tren, que yo podía ser un espía alemán, un trotskista, un saboteador. Que a quién quería engañar con ese documento a nombre de un tal Levy, judío de Polonia inscrito en Francia. Ahí nomás me hizo poner de pie y me ordenó que me bajara los pantalones y le mostrara las vergüenzas a ver si estaban bien podadas. «Ni podadas están, camarada», le advertí, «si yo soy medio gallego con cruza de india salteña». Creo que no era muy exacto, pero fue lo que me salió en el momento. El ruso insistió con cara de pocos amigos y tuve que humillarme. Ahí nomás tiré los lienzos y los dos me miraron asombrados. «Pero cómo, y esta abundancia de colgajo, ¿cómo pega con tus documentos?». Se lo expliqué diez veces y me pidieron que no me moviera de allí hasta que volvieran. Si era solo un polizonte, me dijo el morrudo, no me molestarían, pero si llegaban a descubrir mi condición de espía ya podía empezar a escribir una carta para despedirme de mi familia. 

Salieron y yo, qué querés, temblaba. Me senté en una mesa de masajes a reflexionar sobre mi torcida suerte y en eso trajeron al pibe quebrado. Tibia y peroné, como había dicho yo. Lo hacían morder una toalla para que aguantara el dolor y el médico pedía instrumentos y una ambulancia. El entrenador se agarraba la cabeza, me parece que puteaba en todos los idiomas de la Unión Soviética. Al verme me tomó de un brazo y me habló, me comentó algo como si yo formara parte del club y pudiera hacer algo. Le dije que no entendía ruso y al fin, con aliento de vodka perfumada, me gritó en italiano: «¡El único delantero que me quedaba, carajo!». «¿El único?», le pregunté con un cosquilleo en el estómago. «El único que la metía», agregó, y se quedó en silencio mientras entablillaban al pobre goleador. 
«Una vez supe jugar en la Juventus», le largué al descuido. El tipo se dio vuelta, me miró, me estudió de la cabeza a los pies y se quedó, pensativo. «Ahora vengo del Racing de París», lo apuré. «¿Y qué hace acá?». Los otros nos miraban sin entender. «Cosas de la vida», dije. «Parece que los muchachos de la KGB me van a meter preso por entrar al país sin invitación». Se echó a reír. «¡Preso! La hace demasiado fácil, tovarich. ¡Lo van a mandar a Siberia!». Se dio vuelta para irse y yo de puro desesperado, dejé caer: «Cuarenta y siete goles en un año». 
Se volvió y me prestó atención. Total, no tenía nada que perder. «¡Cámbiese!», me gritó. Y después se dirigió a los otros en ruso, les pedía que volvieran rápido a la cancha, que el entrenamiento seguía. «El domingo jugamos contra el Estrella Roja», dijo y me tiró una camiseta: «Necesito un goleador, necesito ganarles a esos fanfarrones del Ejército que nos tienen de hijos… Venga, si hace un gol capaz que le puedo dar una mano, pero si me está mintiendo más vale que empiece a escribir su última voluntad…». 
En un santiamén estuve cambiado y salimos al terreno. No sabés cómo me latía el corazón… Igual que ahora, que estoy cansado, con hambre, confundido por los recuerdos. Si querés saber cómo sigue la historia volvé el domingo bien temprano. Te voy a contar lo que pasó en la cancha. Y el lío que se armó cuando volvieron los tipos de la KGB.

Osvaldo Soriano
Extraído de "Arqueros, ilusionistas y goleadores". 2014. Editorial Planeta. Seix Barral

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