A esa hora había menos
moscas. Se retiraban hacia el basural propiamente dicho, que se acumulaba,
pestilente, en los descampados detrás de la vía. De todas maneras, el zumbido
del mosquerío permanecía siempre, como una música de fondo, como un lejano
motor que funcionaba intermitentemente. El doctor Grasso se detuvo de pronto,
frente a un montón oxidado de chapas que podían haber sido una cocina en otros
tiempos, o quizás, con suerte, una heladera a hielo. Con mano diestra separó
una madera ya podrida y llamó a Danieri.
–¡Danieri, Danieri!
Venga, acá me parece que hay algo.
Danieri se acercó
salteando cuidadosamente latas oxidadas y sospechosos bultos de arpillera, en
su mano derecha ya traía la linterna, aún inútil sin embargo en la mortecina
luz del atardecer del lunes.
–Cuidado, doctor, no se
vaya a cortar, anda mucho el tétano, ¿sabe?
–Me parece que éste está
bastante bien, Danieri, fíjese.
–Danieri adelantó el
cuerpo sobre el bulto que señalaba el doctor y miró largamente, con atención.
–No sé…No sé…
–¿Qué le parece?
–Me parece que tiene una
pierna rota…
– El doctor adoptó un
aire profesional.
–Eso podría arreglarse,
depende de la gravedad de la lesión…
–Sí, por supuesto,
veámoslo…
– Los dos hombres se
inclinaron sobre el bulto y aprisionando su brazo que se adivinaba entre los
harapos le ayudaron a incorporarse. Se trataba de un individuo aún joven,
fibroso, pero desvastado por la intemperie, el hambre, el rocío impertinente de
las mañanas
–¿Cómo se llama? –
preguntó Danieri.
–Sagrera…Rubén Sagrera…
–Sagrera…Sagrera…–rememoró
el doctor entrecerrando los ojos–. ¿Usted no jugaba en Quilmes?
–Sí –articuló con
dificultad el hombre– jugaba en Quilmes, en la época en que estaban el Loco
Carranza, Marielli, el Tato Ganuzzo.
–Claro, ahora
recuerdo…que estaba también este pibe que después fue a Vélez… ¿cómo se
llamaba?...un pibe que después fue a Vélez…uno bajito…rubio…
–¿Perazzi?
– No. Perazzi no,
otro…otro que fue a Vélez, un marcador de punta, muy bueno…chueco…
– Ahh…usted dice el
Manubrio Salvatierra.
– Salvatierra –se
complació el doctor–, ese mismo…
– ¿Y usted de que jugaba?
–Danieri apresuró la indagatoria, en apariencia con frío, a juzgar por las
manos, que juntamente con la linterna habían desaparecido de nuevo en los
bolsillos del sobretodo.
–Yo jugué hasta hace un
par de años en el campo, en la Liga Cañadense, de seis jugaba, en la cueva, a
veces me ponían de ocho pero yo soy seis, aunque yo le juego de cualquier cosa,
¿vio?, uno se adapta…
Los dos dirigentes se
miraron durante cortos segundos. Danieri perdió luego la vista sobre el
terraplén, hacia el basural, donde ya la noche se había devorado los postes del
teléfono, los precarios arcos de la canchita de la villa, las descascaradas
espaldas de las casitas que ignoraban la vía.
–Andábamos buscando un
wing derecho…–dijo finalmente el doctor.
–Yo juego de wing también
–se apresuró a aclarar Sagrera– de veras, juego de wing derecho o izquierdo…
Danieri lo miraba en la
oscuridad que los iba ganando.
–Jugué bastante de wing
derecho, una temporada en que fui a préstamo por un año a Tigre…jugaba de ala
con el Nene Simone… ¿se acuerda?...Simone.
El doctor lo escuchaba en
silencio. Danieri, más práctico, recorría con la vista los montones de
chatarra, en busca de otra posibilidad en la ya dificultosa promiscuidad de las
sombras.
–No le diré que soy
rápido, pero me sé tirar atrás, a ventilar –insistió Sagrera, ya con un dejo de
angustia en la voz –, y le pego bien con las dos…
El doctor lo seguía
observando, como pensando, se volvió a Danieri.
–Podríamos pobrar… ¿Qué
le parece, Danieri?
–Miré…haga lo que quiera,
doctor…pero acuérdese del que encontramos el lunes pasado…que yo le dije que no
nos servía… ¿eh?... ¿se acuerda el tirón de bolas que nos pegó la Directiva?
–Sí, claro –el doctor
miraba, como pensaba en otra cosa, alguna sombra más retinta que las otras.
–Es así, pibe –Danieri, a
manera de pistoletazo piadoso le aclaró a Sagrera.
Sagrera había llevado las
manos a la cintura, la pierna izquierda un poco adelantada, la cabeza baja y
moviéndose lentamente en un gesto de negación o de desesperanza, como cuando
parado casi en la línea demarcatoria de mitad de cancha asistía a la permanente
impotencia de sus forwards para meter la pelota en el arco de Excursionistas,
como cuando escuchaba los aplausos generosos de la hinchada local allá en
Bigband, cuando le quitó de taco esa pelota increíble al Sapo Torresán en
aquella final contra San Martín de Chabás.
–Por allá –dijo
finalmente Sagrera, sobrepuesto–, cerca de esa carrocería de Ford T, me parece
que ayer tiraron un wing derecho, vino el Rastrojero de Sarmiento de Junín y
dejó un tipo. Me parece que era un wing derecho, por la manera de caminar,
¿vio?, de pararse.
–Gracias –dijo el doctor–,
aunque ahora ya es tarde, tal vez mañana vengamos de nuevo.
Los dos hombres se
encaminaron hacia la camioneta de Danieri.
Atrás, apenas una rendija
de luz se filtraba entre el horizonte y el cielo.
–Si sabemos de alguno que
necesite un seis –se volvió repentinamente el doctor– le comentamos…
Sagrera, que ya se estaba
acomodando nuevamente bajo las chapas oxidadas, lo miró, e hizo apenas un gesto
con la mano.
Que iban a comentar…
Si conocería él a los
dirigentes.
Roberto Fontanarrosa
Extraído del libro "Los trenes matan a los autos"/ "Puro Futbol. Ediciones de la Flor 1998/2000. Ed. Planeta 2012.
Extraído del libro "Los trenes matan a los autos"/ "Puro Futbol. Ediciones de la Flor 1998/2000. Ed. Planeta 2012.
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