“Este pibe va a ser el mejor defensor de la Argentina”; con
esas palabras don Vicente solía referirse a Ramoncito, un pibe surgido de la
cantera del club de barrio. Ramón Pereyra era un chico que había llegado de
Santiago del Estero, el mayor de cuatro hermanos que habían llegado junto con sus
padres hacía ya muchos años en busca de un mejor porvenir.
Humilde, comprador y estudioso. Los padres hacían todo lo
posible para que él y sus hermanos se dedicasen de lleno al estudio. Ramón
estaba en el último año de la secundaría con un promedio envidiable y su único
vicio, si es que puede llamarse así a algo tan noble, era el de jugar a la
pelota en el potrero de a dos cuadras de su casa.
Fue ahí donde lo conoció don Vicente. Ramoncito habrá tenido
diez u once años, estaba llorando sentado al borde del surco que marcaba la
terminación de la cancha.
— ¿Qué pasa, muchacho?— le preguntó Vicente, mientras se
ponía en cuclillas para oírlo mejor.
—Mamá no me deja jugar a la pelota porque dice que voy a
arruinar los únicos zapatos que tengo —dijo el niño entre sollozos.
Don Vicente se quedó pensativo y se marchó rápidamente,
dejando allí al chico suspirando porque no podía jugar al fútbol. Al cabo de
unos minutos Vicente volvió con un paquete hecho de diarios.
—Toma pibe, son 36 creo que te van a ir bien. No te pregunté
el talle —dijo Vicente mientras abría el paquete y sacaba de adentro unos
botines “sacachispas” algo gastados, pero que valían como tres toneladas de oro
para Ramoncito.
— ¡Gracias! ¡Gracias, señor! Pero…—en medio del júbilo al
chico le agarro algo de vergüenza entremezclado con algo de lógico temor ante
el regalo de un desconocido— mamá me dijo que no acepte nada de extraños…
— ¡Ah, pero que tonto!, ¡no me presenté! Soy Vicente Márquez,
soy el entrenador del club de acá a la
vuelta, el Estrella Dorada —dijo con una sonrisa Vicente.
—Yo soy Ramón. Igualmente no quisiera… — respondió el chico
con cierta vergüenza.
—Vaya a jugar, que cualquier cosa yo hablo con sus padres.
Vicente siguió con la mirada al entrenador mientras entraba
corriendo a la cancha, entremezclándose con los otros chicos. El entrenador se
quedó un rato mirando, siempre es lindo ver algo de fútbol… más aun cuando son
niños los que juegan, porque todavía no están viciados, son libres de toda
malicia y están llenos de inocencia.
Habrían pasado no menos de cinco minutos y Don Vicente notó
algo que le llamaba poderosamente la atención del chico: la forma de pararse
dentro de la cancha, como ordenaba a sus compañeros. Mientras el resto de los
chicos jugaba de forma desordenada como la mayoría de los chicos a esa edad —oficiaban
de delanteros, mediocampistas, arqueros en forma aleatoria—, Ramoncito se
mantenía firme en la zaga central, como si fuese un defensor hecho y derecho.
Ordenaba a sus compañeros, defendía con alma y vida. Era un pichón de Perfumo.
Un chico con un futuro enorme.
Todas esas características observadas por el ojo clínico de
don Vicente en apenas un par de minutos, valió que lo esperase al niño a que
termine de jugar y lo acompañara hasta la casa para conversar con sus padres. Costó,
pero logró convencer a los padres de Ramoncito a que fichase para el club de
barrio. El pequeño crack se incorporó bien, hizo mella desde su puesto. Desde
el fondo le hizo conquistar al club varios campeonatos de categorías
infantiles. El proyecto iba transformándose lentamente en realidad.
Las categorías infantiles quedaron atrás y la edad de
jugársela en serio estaba cerca. Tan cerca que don Vicente le había conseguido
una prueba a Ramón en San Lorenzo. Tenía 16 años y la prueba la paso como a un
poste. Quedó, como le quedaba la pelota en los pies a Ramón como cuando un
delantero rival intentaba pasarlo. El día que le dijeron que se quedaba en San
Lorenzo hubo fiesta en el club ¡Por fin un jugador del Estrella Dorada iba a
jugar en primera! y justo Ramoncito, tan querido por todos.
Pero a los 18 años tuvo que hacer el servicio militar
obligatorio. La tan temida colimba. Ese año todo parecía indicar su debut en
primera. Al igual que en su club había dejado chiquita a la pelota, fue capitán
en la quinta y en la cuarta era titular indiscutido. Pero llego lo inevitable,
no zafó ni por numero bajo. El día anterior a su partida le armaron una
despedida en su viejo club, el Estrella Dorada. Estaban sus padres, hermanos,
ex compañeros, su novia, dirigentes del club y Don Vicente. Con él se dio un
gran abrazo al momento de despedirse. La guerra de Malvinas estalló seis meses
después. Nunca se supo exactamente el día en el que a Ramón lo embarcaron para
las Islas. Nunca volvió.
Don Vicente todos los dos de abril se sentaba en un
destartalado banco en aquel viejo potrero, donde hoy hay un edificio. Lo
recordaba viendo a otros chicos jugar. Cada tanto se le escapaba un lagrimón de
esos densos, llenos de dolor y rabia. Uno de esos tantos dos de abril, lo vi
sentado mirando la canchita del club, con lágrimas en los ojos. Le puse una mano en el hombro y le dije:
“Tenias razón Vicente, Ramón fue el mejor defensor que tuvimos, dejo el alma y
la vida por defender los colores”. Me miró con sus ojos celestes dándome a
entender que él ya lo sabía, todos lo sabíamos.
Toni "Preusse" Schweinheim
Obra Publicada, expediente Nº 510614. Dirección Nacional del Derecho de Autor
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