A Peregrino Fernández le decíamos el Mister porque venía de
lejos y decía haber jugado y dirigido en Cali, ciudad colombiana que en aquel
pueblo de la Patagonia sonaba tan misteriosa y sugerente como Estrasburgo o
Estambul. Después de que nos vio jugar un partido que perdimos 3 a 2 o 4 a 3,
no recuerdo bien, me llamó aparte en el entrenamiento y me preguntó:
—¿Cuánto le dan por gol?
—Cincuenta pesos —le dije.
—Bueno, ahora va a ganar más de doscientos —me anunció y a
mí el corazón
me dio un brinco porque apenas tenía diecisiete años.
—Muy agradecido —le contesté. Ya empezaba a creerme tan
grande como Sanfilippo.
—Sí, pero va a tener que trabajar más —me dijo enseguida—,
porque lo voy a poner de back.
—Cómo que me va a poner de back —le dije, creyendo que se
trataba de una broma. Yo había jugado toda mi vida de centro-delantero.
—Usted no es muy alto pero cabecea bien —insistió—; el
próximo partido juega de back.
—Discúlpeme, nunca jugué en la defensa —dije—. Además, así
voy a perder plata.
—Usted suba en el contragolpe y con el cabezazo se va a
llenar de oro. Lo que yo necesito es un hombre que se haga respetar atrás. Ese
pibe que jugó ayer es un angelito. El angelito al que se refería era Pedrazzi,
que esa temporada llevaba tres expulsiones por juego brusco.
Muchos años después, Juan Carlos Lorenzo me dijo que todos
los técnicos que han sobrevivido tienen buena fortuna. Peregrino Fernández no
la tenía y era terco como una muía. Armó un equipo novedoso, con tres
defensores en zona y otro —yo— que salía a romper el juego. En ese tiempo eso
era revolucionario y empezamos a empatar cero a cero con los mejores y con los
peores. Pedrazzi, que jugaba en la última línea, me enseñó a desequilibrar a
los delanteros para poder destrozarlos mejor. "¡Tócalo!", me gritaba
y yo lo tocaba y después se escuchaba el choque contra Pedrazzi y el grito de
dolor. A veces nos expulsaban y yo perdía plata y arruinaba mi carrera de
goleador, pero Peregrino Fernández me pronosticaba un futuro en River o en
Boca.
Cuando subía a cabecear en los corners o en los tiHSB*
libres, me daba cuenta hasta qué punto el arco se ve diferente si uno es
delantero o defensor. Aun cuando se esté esperando la pelota en el mismo lugar,
el punto de vista es otro. Cuando un defensor pasa al ataque está secretamente
atemorizado, piensa que ha dejado la defensa desequilibrada y vaya uno a saber
si los relevos están bien hechos. El cabezazo del defensor es rencoroso, artero,
desleal. Al menos así lo percibía yo porque no tenía alma de back y una tarde desgraciada
se me ocurrió decírselo a Peregrino Fernández.
El Míster me miró con tristeza y me dijo: —Usted es joven y
puede fracasar. Yo no puedo darme ese lujo porque tendría que refugiarme en la
selva. Así fue. Al tiempo todos empezaron a jugar igual que nosotros y los
mejores volvieron a ser los mejores. Un domingo perdimos 3 a 1 y al siguiente 2
a 0 y después seguimos perdiendo, pero el Míster decía que estábamos ganando
experiencia. Yo no encontraba la pelota ni llegaba a tiempo a los cruces y a
cada rato andaba por el suelo dando vueltas como un payaso, pero él decía que la
culpa era de los mediocampistas que jugaban como damas de beneficencia. Así los
llamaba: damas de beneficencia. Cuando perdimos el clásico del pueblo por 3 a 0
la gente nos quiso matar y los bomberos tuvieron que entrar a la cancha para defendernos.
Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero
antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal
hilvanada: "Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados
va a ser un crack". Más abajo, en caligrafía pequeña, repetía que Pedrazzi
era un angelito sin futuro. Yo era su criatura, su creación imaginaria, y se
refugió en la selva o en la cordillera antes de admitir que se había
equivocado.
No volví a tener noticias de él pero estoy seguro de que con
los años, al no verme en algún club grande, debe haber pensado que mi fracaso
se debió, simplemente, a que nunca volví a jugar de back. Pero lo que más le
debe haber dolido fue saber que Pedrazzi llegó a jugar en el Torino y fue uno
de los mejores zagueros centrales de Europa.
Osvaldo Soriano
Extraido del libro "Cuentos de los años felices". Ed Sudamericana, 1993.
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