Cuando yo jugaba al fútbol, hace más de
veinte años, en la Patagonia, el refería era el verdadero protagonista del
partido. Si el equipo local ganaba, le regalaban una damajuana de vino de Río
Negro; si perdía, lo metían preso. Claro que lo más frecuente era lo de la
damajuana, porque ni el referí, ni los jugadores visitantes tenían vocación de
suicidas.
Había, en aquel tiempo, un club invencible
en su cancha: Barda del Medio. El pueblo no tenía más de trescientos o
cuatrocientos habitantes. Estaba enclavado en las dunas, con una calle central
de cien metros y, más allá, los ranchos de adobe, como en el far-west. A
orillas del río Limay estaba la cancha, rodeada por un alambre tejido y una
tribuna de madera para cincuenta personas. Eran las "preferenciales",
las de los comerciantes, los funcionarios y los curas. Los otros veían el
partido subidos a los techos de los Ford A o a las cajas de los camiones de la
empresa que estaba construyendo la represa.
Todos nosotros estábamos bajo el influjo
del maravilloso estilo del Brasil campeón del mundo, pero nadie lo había visto
jugar nunca: la televisión todavía no había llegado a esas provincias y todo lo
conocíamos por la radio, por esas voces lejanas y vibrantes que narraban los
partidos. Y también por los diarios, que llegaban con cuatro días de atraso,
pero traían la foto de Pelé, el dibujo de cómo se hacía un cuatro-dos-cuatro y
la noticia de la catástrofe argentina en Suecia.
Yo jugaba en Confluencia, un club de
Cipolletti, pueblo fundado a principios de siglo por un ingeniero italiano que
tenía un monumento en la avenida principal. Todavía las calles no habían sido
pavimentadas y para ir al fútbol los domingos de lluvia había que conseguir
camiones con ruedas pantaneras.
Confluencia nunca había llegado más arriba
del sexto puesto, pero a veces le ganábamos al campeón. Muy de vez en cuando,
pero le dábamos un susto.
Ese día teníamos que jugar en la cancha de
Barda del Medio y nunca nadie había ganado allí. Los equipos
"grandes" descontaban de sus expectativas los dos puntos del partido
que les tocaba jugar en ese lugar infernal. Los muchachos de Barda del Medio,
parientes de indios y chilenos clandestinos, eran tan malos como nosotros
suponíamos que eran los holandeses o los suecos. Eso sí, pegaban como si
estuvieran en la guerra. Para ellos, que perdían siempre por goleada como
visitantes, era impensable perder en su propia casa.
El año anterior les habíamos ganado en
nuestra cancha cuatro a cero y perdimos en la de ellos por dos a cero con un
penal y piadoso gol en contra de Gómez nuestro marcador lateral derecho. Es que
nadie se animaba a jugarles de igual a igual porque circulaban leyendas
terribles sobre la suerte de los pocos que se habían animado a hacerles un gol
en su reducto.
Entonces, todos los equipos que iban a
jugar a Barda del Medio aprovechaban para dar licencias a sus mejores jugadores
y probar a algún pibe que apuntaba bien en las divisiones inferiores. Total, el
partido estaba perdido de antemano.
El referí llegaba temprano, almorzaba
gratis y luego expulsaba al mejor de los visitantes y cobraba un penal antes de
que pasara la primera hora y la tribuna empezara a ponerse nerviosa. Después
iba a buscar la damajuana de vino y en una de ésas, si la cosa había terminado
en goleada, se quedaba para el baile.
Ese día inolvidable, nosotros salimos
temprano y llevamos un equipo que nos había costado mucho armar porque nadie
quería ir a arriesgar las piernas por nada. Yo era muy joven y recién debutaba
en primera y quería ganarme el puesto de centro delantero con olfato para el
gol. Los otros eran muchachos resignados que iban para quedarse en el baile y
buscar una aventura con las pibas de las chacras.
Después del masaje con aceite verde, cuando
ya estábamos vestidos con las desteñidas camisetas celestes, el referí Gallardo
Pérez, hombre severo y de pésima vista, vino al vestuario a confirmar que todo
estuviera en orden y a decirnos que no intentáramos hacernos los vivos con el
equipo local. Le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo
que decía con lo quería decir.
Le dijimos -y éramos sinceros- que todo
estaba bien y que tratara, a cambio, de que no nos arruinaran las piernas.
Gallardo Pérez prometió que se lo diría al capitán de ellos, Sergio Giovanelli,
un veterano zaguero central que tenía mal carácter y pateaba como un burro.
Ni bien saludamos al público que nos
abucheaba, el defensa Giovanelli se me acercó y me dijo: "Guarda, pibe, no
te hagas el piola porque te cuelgo de un árbol". Miré detrás de los arcos
y allí estaban, pelados por el viento, los siniestros sauces donde alguna vez
habían dejado colgado a algún referí idealista. Le dije que no se preocupara y
lo traté de "señor". Giovanelli, que tenía un párpado caído surcado
por una cicatriz, hizo un gesto de aprobación y fue a hacerles la misma advertencia
a los otros delanteros.
La primera media hora de juego fue más o
menos tranquila. Empezaron a dominarnos pero tiraban desde lejos y nuestro
arquero, el Cacho Osorio, no podía dejarla pasar porque habría sido demasiado
escandaloso y nos habrían linchado igual, pero por cobardes. Después dieron un
tiro en un poste y el Flaco Ramallo sacó varias pelotas al córner para que
ellos vinieran a hacer su gol de cabeza.
Pero ese día, por desgracia, estaban sin
puntería y sin suerte. Todos hicimos lo posible para meter la pelota en nuestro
arco, pero no había caso. Si el Cacho Osorio la dejaba picando en el área,
ellos la tiraban afuera. Si nuestros defensores se caían, ellos la tiraban a
las nubes o a las manos del arquero.
Al fin, harto de esperar y cada vez más
nervioso, Gallardo Pérez expulsó a dos de los nuestros y les dio dos penales.
El primero salió por encima del travesaño. El segundo dio en un poste. Ese día,
como dijo en voz alta el propio referí, no le hacían un gol ni al arco iris.
El problema parecía insoluble y la tribuna
estaba caldeada. Nos insultaban y hasta decían que jugábamos sucio. Al
promediar el segundo tiempo empezaron a tirar cascotes.
El escándalo se precipitó a cinco o seis
minutos del final. El Flaco Ramallo, cansado de que lo trataran de maricón,
rechazó una pelota muy alta y yo piqué detrás de Giovanelli, que retrocedía
arrastrando los talones. Saltamos juntos y en el afán de darme un codazo pifió
la pelota y se cayó. La tribuna se quedó en silencio, un vació que me calaba
los huesos mientras me llevaba la pelota para el arco de ellos, solo como un
fraile español.
El arquerito de Barda del Medio no entendía
nada. No sólo no podían hacer un gol sino que, además, se le venía encima un
tipo que se perfilaba para la izquierda, como abriendo un ángulo de tiro.
Entonces salió a taparme a la desesperada, consciente de que si no me paraba no
habría noche de baile para él y tal vez hasta tendría que hacerme compañía en
el árbol de fama siniestra. Él hizo lo que pudo y yo lo que no debía. Era alto,
narigón, de pelo duro, y tenía una camiseta amarilla que la madre le había
lavado la noche anterior. Me amagó con la cintura, abrió los brazos y se infló
como un erizo para taparme mejor el arco. Entonces vi, con la insensatez de la
adolescencia, que tenía las piernas arqueadas como bananas y me olvidé de
Giovanelli y de Gallardo Pérez y vislumbré la gloria.
Le amagué una gambeta y toqué la pelota de
zurda, cortita y suave, con el empeine del botín, como para que pasara por ese
paréntesis que se le abría abajo de las rodillas. El narigón se ilusionó con el
driblin y se tiró de cabeza, aparatoso, seguro de haber salvado el honor y el
baile de Barda del Medio. Pero la pelota le pasó entre los tobillos como una
gota de agua que se escurre entre los dedos.
Antes de ir a recibirla a su espalda le vi
la cara de espanto, sentí lo que debe ser el silencio helado de los patíbulos.
Después, como quien desafía al mundo, le pegué fuerte, de punta, y fui a
festejar. Corrí más de cincuenta metros con los brazos en alto y ninguno de mis
compañeros vino a felicitarme. Nadie se me acercó mientras me dejaba caer de
rodillas, mirando al cielo, como hacía Pelé en las fotos de El Gráfico.
No sé si el referí Gallardo Pérez alcanzó a
convalidar el gol porque era tanta la gente que invadía la cancha y empezaba a
pegarnos, que todo se volvió de pronto muy confuso. A mí me dieron en la cabeza
con la valija del masajista, que era de madera, y cuando se abrió todos los
frascos se desparramaron por el suelo y la gente los levantaba para machucarnos
la cabeza.
Los cinco o seis policías del destacamento
de Barda del Medio llegaron como a la media hora, cuando ya teníamos los huesos
molidos y Gallardo Pérez estaba en calzoncillos envuelto en la red que habían
arrancado de uno de los arcos.
Nos llevaron a la comisaría. A nosotros y
al referí Gallardo Pérez. El comisario, un morocho aindiado, de pelo engominado
y cara colorada, nos hizo un discurso sobre el orden público y el espíritu
deportivo. Nos trató de boludos irresponsables y ordenó que nos llevaran a cortar
los yuyos del campo vecino.
Mientras anochecía tuvimos que arrancar el
pasto con las manos, casi desnudos, mientras los indignados vecinos de Barda
del Medio nos espiaban por encima de la cerca y nos tiraban más piedras y hasta
alguna botella vacía.
No recuerdo si nos dieron algo de comer,
pero nos metieron a todos amontonados en dos calabozos y al referí Gallardo
Pérez, que parecía un pollo deshuesado, hubo que atenderlo por hematomas,
calambres y un ataque de asma. Deliraba y en su delirio insensato confundía esa
cancha con otra, ese partido con otro, ese gol con el que le había costado los
dos dientes de arriba.
Al amanecer, cuando nos deportaron en un
ómnibus destartalado y sin vidrios, bajo la lluvia de cascotes, nuestro
arquero, el Cacho Osorio, se acercó a decirme que a él nunca le habrían hecho
un gol así. "Se comió el amague, el pelotudo", me dijo y se quedó un
rato agachado, moviendo los brazos, mostrándome cómo se hacía para evitar ese
gol.
Cuando se despertó, a mitad de camino,
Gallardo Pérez me reconoció y me preguntó cómo me llamaba. Seguía en
calzoncillos pero tenía el silbato colgando del cuello como una medalla.
-No se cruce más en mi vida -me dijo, y la
saliva le asomaba entre las comisuras de los labios-. Si lo vuelvo a encontrar
en una cancha lo voy a arruinar, se lo aseguro.
-¿Cobró el gol? -le pregunté. -¡Claro que
lo cobré! -dijo, indignado, y parecía que iba a ahogarse- ¿Por quién me toma?
Usted es un pendejo fanfarrón, pero eso fue un golazo y yo soy un tipo derecho.
-Gracias -le dije y le tendí la mano. No me
hizo caso y se señaló los dientes que le faltaban.
-¿Ve? -me dijo-. Esto fue un gol de Sívori de orsai. Ahora fíjese dónde está él y dónde estoy yo. A Dios no le gusta el fútbol, pibe. Por eso este país anda así, como la mierda.
Osvaldo Soriano
No hay comentarios.: