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Abdul Rajar Assir Mohamed Ghaffâr Haytham Zahîr Tammâm Rakin Ismaîl Fahd Samad Sánchez era el ducentésimo quinto hijo del hombre más poderoso de todo el emirato, dueño de inmensos pozos petroleros.   Su último apellido era de corte latino ya que su padre, el poderosísimo emir Ibrahîm Fahd Samad solía ponerle a lo último el apellido materno, como para saber con cuál de sus quinientas setenta y seis mujeres había tenido a sus distintos hijos. Mirtha Sánchez, argentina, era la madre de Abdul. Abdul creció en gracia delante de los ojos de Alá. Quien le proveyó sabiduría y paciencia. No paso ningún tipo de necesidades y a los quince  años ya tenía la módica cantidad de cincuenta esposas. Cifra que alarmo un tanto a su padre ya que él a su edad tenía más de ciento veinte. Temía que su hijo hubiese comenzado a patear para el otro lado. Sin embargo un día descubrió que Abdul tenía unas cien amantes más. Ese descubrimiento lo tranquilo bastante. 

Pero lo que Alá da, a veces lo quita. Abdul se quedaría huérfano a la tierna edad de cuarenta años, cuando todavía no estaba preparado para enfrentar al mundo. Ibrahîm, su padre, murió en un confuso accidente. Tres aviones cazas norteamericanos accidentalmente lanzaron doce misiles aire - aire, del tipo AIM-7 Sparrow, sobre el jet de Ibrahîm. Un hecho completamente lamentable, un incidente injusto que se pudo haber evitado. “Un accidente completamente fortuito y pelotudo” se excusaría el departamento de estado norteamericano. Abdul tuvo que encargarse del negocio de su padre. Y Alá multiplico sus dones, en poco tiempo Abdul transformo en un imperio aún mayor el legado de su padre. Según la revista Forbes era el hombre más rico y poderoso de la tierra. Según el semanario “Destellos de Dubái” era el emir más apuesto de todo el medio oriente.  Pero Abdul no era feliz.

Abdul estaba triste. No se lo hacía sentir al resto, pero él no se sentía contento. Se sentía solo. Algo le faltaba. Sentía un vacío existencial. Ni sus cuatrocientas veinticinco esposas, ni sus tres mil doscientas amantes, ni sus setecientos ocho hijos, ni sus casi mil nietos lo hacían sentir pleno. Mucho menos el dinero que tenía, porque estaba forrado, se lo vuelvo a repetir. Abdul solía decir que a él lo querían por su plata. Y algo de razón tenía. Gimoteaba por los rincones en busca de algún abrazo comprensible. Pero nunca tuvo ninguno.

Un buen día Abdul se encontró en uno de los enormes y paradisiacos jardines de su palacio con Darío Ortega Sánchez. Primo político de él. Resulta que Darío trabajaba como uno de sus quinientos jardineros. Abdul lo reconoció enseguida al notar su respingada nariz tan característica de la familia Sánchez. Además, se le había presentado como su primo. Obviamente, formaron una gran amistad, esa típica complicidad en los parientes. Los primos siempre son algo más que simple parientes. Tienen como un lazo de amistad también. La cosa es que Abdul y Darío forjaron una linda relación. Sin embargo Abdul seguía sintiéndose solo y triste.

Luego de casi cinco años de amistad, Abdul decide contarle su congoja a Darío. Porque para el emir no era algo fácil mostrarse débil y más delante de otro hombre, pero Darío era su amigo y con alguien debería compartir ese triste dolor de la soledad.  Abdul estuvo toda la tarde contándole de su problema. Su primo pareció escucharlo con atención. Una vez finalizada la charla. Darío se paró, sonrió y le susurro a Abdul que la cura era simple. Que tenía una cura, pero deberían viajar hasta la Argentina. El emir acepto instantáneamente. Llamo con una campanilla y se acercaron una docena de sirvientes. Abdul le dio un par de indicaciones y todos se dispersaron como moscas rociadas con veneno en aerosol.

A las tres horas, Abdul y Darío se encontraban viajando en su jet privado rumbo a la Argentina. Más precisamente a Avellaneda. A la cancha del Club Social y Deportivo Crucecita. Abdul mucho no comprendía a que iban, sin embargo se mostró bastante entusiasmado con eso de curarse de su tristeza. Aterrizaron en Ezeiza y fueron a hospedarse al Sheraton. Darío aprovecho la tarde para saludar a familiares y amigos. Abdul, en cambio, permaneció en el hotel. Contemplando a través de los enormes ventanales del costoso hotel.  Veía la enorme plaza San Martín. El majestuoso edificio de la estación retiro. Esa espigada torre de los ingleses y ese rio infinito. Tenía un dejo de melancolía en su pecho, pero algo se erizaba en su nuca animándolo a que toda esa tristeza infinita se acabaría pronto.

Darío regreso por la tardecita trayendo consigo dos entradas para ver un partido. Crucecita enfrentaba a Piñeiro. El clásico. Abdul no entendió demasiado bien pero aceptó gustoso. Partieron en un auto alemán de alquiler conducido por uno de los siervos de Abdul. Llegaron a la cancha. Ya era de noche. El clásico se disputaba como tal. Cada pelota como la última. Hubo tiros en los palos, en los travesaños y en los banderines del córner. Lentamente el arquero de Crucecita, Miguel del Rio, se iba transformando en figura. Abdul miraba atentamente. Darío parecía nervioso, como si su plan finamente pensado no se estuviese llevado a la perfección. El segundo tiempo fue más de lo mismo y si Piñeiro FC no iba ganando era porque el árbitro le anulo mal un gol. Faltaba un minuto de juego. El empate en cero parecía clavado. Pero el fútbol es así, impredecible. Leonardo Antonelli, wing derecho del Crucecita tomo el balón y se mandó como flecha al ataque. Tiro un centro que Hernán Gómez, centroforward,  de cabeza mando al fondo de la red. La gente estalló de júbilo. Un joven de unos veinte años que estaba parado al lado de Abdul, lo abrazo con fuerza. El emir se quedó petrificado ante tamaño abrazo. Luego al pibe de veinte, se le sumo un hombre de unos cincuenta años, otro de cuarenta y varios muchachos más. Abdul empezó a sonreírse ante la alegría y la fuerza de los abrazos recibidos.  Sonrió, se rio y comenzó a festejar. Dio uno, mil abrazos. Saltaba festejaba, era uno más. Abdul pronto descubrió que ya no sentía tristeza. Desde ese día Abdul nunca más se sintió solo.

Abdul ordeno comprar la cancha del Club Social y Deportivo Crucecita. Con hinchas y jugadores incluidos. Vinieron ocho helicópteros Boeing CH-47 Chinook. Engancharon el pequeño estadio, lo levantaron. Cruzaron el océano atlántico y se fue alejando en lo alto del horizonte la figura rectangular de la cancha del Crucecita. Así llego  hasta Dubai, donde hoy Abdul se siente más que feliz.


Así fue como Crucecita se quedó sin hinchas. Al día de hoy, algunos simpatizantes e hinchas, los pocos que le quedaron, siempre se reúnen en donde estaba la vieja cancha. Tal vez esperando tiempos mejores en donde vuelvan a ser muchos. Así quizás puedan ser  comprados por algún jeque o emir árabe nuevamente. 


Antonio Schweinheim

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¿De qué te ponés contento?

 Yo la verdad es que no te entiendo Cacho, la verdad que no te entiendo. Ni a vos, ni a todos aquellos que van a una cancha. O a esos hincha...


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