A un costado de la
cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro
costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos
canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el
viejo.
Había aparecido unos
cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la
campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio
portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los
sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la
Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer
sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada
propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se
jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo
del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el único hincha
legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto,
los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las
mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
--Ojo con la vía,
alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
--No pasan trenes,
casi, tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo,
lentamente y metiendo ruido.
--¿No vino la
hinchada?, ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-. ¿No vino
la barra brava?
Y se reían. Pero el
viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi
elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en
alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores.
Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
--La vieja no lo debe
soportar en la casa y lo manda para acá, bromeó alguno.
--Por ahí es amigo del
referí, dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna
manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos
atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí, debajo del
árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que
estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese
horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí,
fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha
--casi a desgano, aprovechando para desperezarse-- cuando levantó el brazo
pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y
quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado
jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda pudo apreciar
entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y
con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano
sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
--¿Está escuchando a
Central Córdoba, maestro? --medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento,
pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza
y se quitó el auricular de la oreja.
--No sonrió. Y pareció
que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero
y empatado. Música dijo después, mirándolo de nuevo.
--Algún tanguito?,
probó el Soda.
--Un concierto. Hay un buen
programa de música clásica a esta hora.
El Soda frunció el
entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa
venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó
resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del
viejo.
--Pero le gusta el
fútbol --le dijo--. Por lo que veo.
El viejo aprobó
enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba
y venía por el aire, rabiosa.
--Lo he jugado. Y,
además, está muy emparentado con el arte --dictaminó después--. Muy
emparentado.
El Soda lo miró,
curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
--Mire usted nuestro
arquero --efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido
desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto
de tierra--. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral.
La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales --se quedó un momento en
silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba--.
Bueno... Eso, eso es la escultura...
El Soda adelantó la
mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
--Vea usted --el viejo
señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner-- el
relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura
naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas
rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración,
los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y
sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos
y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.
Aún estaba el Soda con
los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
--Observe, observe
usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El
salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio
en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
El Soda procuraba
estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo,
porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
--Y escuche usted,
escuche usted... --lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de
la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal
vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido--... la percusión grave de la
pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre
el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los
gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo
agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
El Soda aprobó con la
cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla
insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo,
porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
--Y vea usted a ese
delantero... --señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más
alterado--... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo
hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos,
distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando
histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
El Soda se tomó la
cabeza.
--¿Qué cobró?
--balbuceó indignado.
--¿Cobró penal? --abrió
los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la
cancha--. ¿Qué cobrás? --gritó después, desaforado--. ¿Qué cobrás, referí y la
reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró
atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del
penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba
lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de
recomponerse, algo confuso, incómodo.
--...¿Y eso? --se atrevió
a preguntarle el Soda, señalándolo.
--Y eso... --vaciló el
viejo, tocándose levemente la gorra--...Eso es el fútbol.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído del libro "Usted no me lo va a creer". Ed. de La Flor 2003.
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