Las memorias de Míster Peregrino Fernández son 13 en total, publicadas originalmente en el diario Página/12 entre el 28 de agosto de 1996 y el 2 de febrero de 1997. Luego recopiladas en "Arqueros, ilusionistas y goleadores" en 2014 por Editorial Planeta mediante Seix Barral. De ese libro extrajimos este cuento. Desde este sábado y durante los próximos sábados de por medio, iremos subiendo la totalidad de las aventuras del Míster Peregrino Fernández. Que las disfruten.
***
Anote bien y corríjame el
vocabulario, que estoy viejo y no quiero
que se note. Mire, en mi tiempo
difícilmente un shoteador erraba un
penal. Era una vergüenza. El tipo salía
más acomplejado que si se hubiera
quedado dormido la noche de bodas. Me
acuerdo de Cirilo Renzati, el back y
capitán de mi equipo. Le estoy hablando
del año treinta y siete o treinta y ocho,
usted no había nacido. Renzati nos
enseñaba: «El penal se patea fuerte,
bajo y cruzado. ¿Entendieron? Fuerte,
bajo, cruzado y a cobrar. Si uno no
cumple con los tres requisitos hay riesgo
de convertir al arquero en héroe».
Renzati les inculcaba esa premisa a
los chicos de las inferiores y también
trataba de avivar a los arqueros del club
para que agarraran los tiros de los
contrarios que no venían como él
pregonaba. Era el tiempo en que no se
habían inventado las tarjetas amarillas y
rojas para el referí. Las sanciones se
discutían porque había grandes
posibilidades de hacerlas cambiar. Pero
le voy a contar de aquellos penales
legendarios, total nadie los conoce y si
valen algo es porque yo los recuerdo y
usted está escribiendo mis memorias.
Vino al club un tal Jara, que era
estrella en Villa Crespo y se mandó un
debut lleno de lujos: caños, taquitos,
amagues y un golazo de chanfle casi
olímpico. Los dos equipos jugaron una
barbaridad ese día y llegamos a los
cuarenta y pico del segundo tiempo con
el tanteador tres a tres. Ahora
imagínese: de golpe yo me filtro, se la
tiro al siete que venía atropellando y un
defensor la desvía con la mano. El referí
cobró enseguida y sin hacerse rogar
porque los locales éramos nosotros y
había como treinta mil personas y seis
radios en la cancha.
Jara ni siquiera nos conocía a los
que éramos sus nuevos compañeros,
pero de entrada le quedó claro que
adentro de la cancha el que mandaba era
Renzati, de modo que recogió la pelota
con la zurda y se la entregó
personalmente, como si le llevara una
torta de regado. Nadie esperaba que
pasara lo que pasó después. A Renzati le
decíamos Carnicero por su manera de
trabajar las piernas del contrario; tenía
carácter de estreñido y regenteaba un
cabaret de tangos y putas en la calle
Paraguay. Algo así. Al llegar al
entrenamiento usted le decía «cómo te
va, Cholo» (eso de «Cholo» quedaba
para los amigos), y te contestaba con un
gruñido. Si te contestaba.
Por eso nadie entendió su actitud.
Habrá sido por devolver la cortesía,
para afirmar su autoridad, vaya a saber;
lo cierto es que caminó hasta el punto
donde el referí había contado los doce
pasos y le devolvió la pelota al pibe
Jara: «Tomá, ganalo vos», le dijo y se
retiró del área como si saliera del baño.
Todos nos dimos cuenta de que no le
hacía ningún favor. Aquel instante me
viene a la memoria como una película en
blanco y negro. Estamos peinados con
brillantina, difusos, sin propaganda en
las camisetas. Uno que otro llevamos
musleras y las medias caídas. La pelota
era de tiento y los botines debían ser de
plomo por lo que pesaban. A Jara
imagíneselo bastante flaco, uno setenta y
cinco, la camiseta fuera del pantalón y
una venda en la mano izquierda para
hacer pinta.
Puso la pelota veinte centímetros
más delante de donde señalaba el referí
y se hizo pegar un reto. Todos
protestamos: nosotros para que midiera
la distancia de nuevo y los contrarios
para ponerlo nervioso a Jara. Parece
mentira pero en la época era imposible
marcar el punto del penal de una vez y
para siempre. ¿Sabe por qué? Casi no
crecía pasto y la cal se borraba con el
rocío. A cada partido el tipo que
trabajaba de canchero (ignoro cómo los
llaman hoy que llevan publicidad hasta
en los zoquetes) tenía que pintar todo de
nuevo. Y claro, el referí medía los once
metros caminando doce trancos ni muy
cortos ni muy largos. ¡No se imagina lo
emocionante que eran esos pasos! ¡Otra
que Gary Cooper en Duelo al sol! El
arquero le porfiaba que los daba
demasiado cortos, el shoteador que los
hacía muy largos… A veces las
discusiones eran tan fuertes que tenían
que venir los líneas a medir también
ellos y se armaba una de tortazos que ni
le cuento.
¿Sabe por qué los jugadores van a
protestar los fallos y a veces terminan
con tarjeta roja? No, no lo sabe y ellos
tampoco. Es una herencia que han
recibido desde el fondo de los tiempos y
cumplen con el rito sin preguntarse de
dónde viene. Le voy a explicar: en mis
tiempos el pobre referí no tenía más que
el silbato y las manos. Ni pañuelo
llevaba. Las reglas decían que si te
señalaba la entrada del túnel con el
brazo extendido, era expulsión. Te
rajaba de autoridad, con un gesto, y a
veces tenía que guapear y sacarte a
empujones. Claro que el reglamento era
un poco más simple que ahora: una mano
era una mano y se cobraba aunque la
pelota te pegara de casualidad. Un faul
era un faul y se daba tiro libre o penal,
minga de ley de ventaja y esas cosas que
si vas a la cancha con tu novia se las
tenés que explicar diez veces. En orsai
estabas siempre, ¿entendés? Si no tenías
la guardia de infantería completa atrás
tuyo al recibir la pelota, era orsai. Nada
de si al partir el pase te encontrabas en
la misma línea o un paso atrás. No había
telebim y los fotógrafos usaban
camaritas de cajón. El orsai era sagrado
y por eso los delanteros salían tan
buenos. Bernabé Ferreyra, el paraguayo
Erico, Moreno, Pedernera… si no la
agarraban bien atrás, ¡fácate!, les
cobraban un orsai. Entonces, si te
mandabas una macana, si le insultabas la
madre al referí o colgabas a un rival del
alambrado, el tipo pegaba un pitazo,
señalaba la entrada del vestuario y
estabas perdido. La única posibilidad de
salvarse era encararlo antes de que
hiciera el gesto fatal y agarrarle el brazo
para que no lo levantara, doblárselo a la
espalda, cualquier cosa. En el forcejeo,
perdido por perdido, pedías disculpas,
hacías promesas, rezabas el Padre
Nuestro, algo que lo conmoviera. Había
que ser rápido y estar muy atento porque
enseguida venía un contrario y también
tironeaba pero para liberarlo y que
pudiera joderte. En la batahola alguien
salía con la mano rota o el hombro
sacado. Recuerdo que al Compadrito
Zelaya, que era famoso por haberle
anulado un gol a Chacarita de local, me
le puse atrás y lo alcancé a agarrar de
los guijarros. Bien fuerte, con el puño
cerrado se los agarré y le dije al oído:
«Si me echás, los perdés». ¡Para qué!
Era compadrito en serio, el tipo: levantó
la mano, me metió un dedo en el ojo y
después me quería llevar al túnel de la
oreja. Doce fechas de suspensión, me
dieron.
Ahora estoy un poco cansado,
¿sabés? Me van a venir a buscar para
llevarme a dormir la siesta. Haceme el
favor, empujame el sillón a ver si me
puedo robar unas galletitas para
esconderlas en la pieza. Querés saber
cómo termina lo del pibe Jara, ya sé…
Te la hago breve y otro día la seguimos.
Puso la pelota, se perfiló para la zurda y
te juro, fue pura magia. Se cagó en todos
los consejos de Renzati. Llegó
caminando a la pelota, la chanfleó y la
hizo pegar abajo del travesaño. La bola
picó en la raya, perezosa, le pasó por
encima al arquero, golpeó en un palo,
fue al tranquito por la línea a acariciar
el otro, dio unas cuantas vueltas en el
mismo lugar, igual que un trompo, y se
metió medio metro.
Al otro día en el entrenamiento todos
lo cargaban, le decían que tenía una
suerte bárbara. Entonces lo hizo de
nuevo. Tres o cuatro veces. Y se mataba
de risa. Por supuesto, nunca más lo
dejaron patear un penal y que yo sepa
por años siguió tirando el Carnicero
Renzati. Fuerte, bajo y cruzado.
Osvaldo Soriano
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