Nuestro homenaje a Elsa Bornemann
Adiós señora o quizás doctora, aunque sin embargo el mejor titulo que le quedaba era el de maestra, porque fue su vocación y desde allí nos enseño a leer de chicos y a interesarnos por la lectura. Todavía recuerdo su libros "Socorro" y más que nada ese ultimo fragmento del cuento "manos". Me acuerdo de esa tapa. Un Frankenstein con ojitos pequeños. Como medio dormido. No causaba miedo, tampoco ternura. Tenia pinta de amigo y vaya que si lo fue. Ese mismo que acompaña este pequeño texto. Tendría 6 o 7 años cuando lo leí. Que más da. Usted se ha ido y sus cuentos han quedado. Así es lindo irse ¿sabe? No se preocupe, usted no va a tener miedo. Usted no es un fantasma. Por que usted no va a morir. Mientras haya un niño o un joven o por qué no, también un adulto y ya que estamos súmele a los viejitos, que se interesen apasionadamente por la lectura, créame, nunca ningún escritor morirá. Hasta siempre ELSA BORNEMANN
T. Schweinheim, Administrador.
MANOS. Cuento del libro "Socorro"
de Elsa Bornemann
Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable
tío Tomás me contó esta historia "de miedo" cuando yo era chica y lo
acompañaba a pescar ciertas noches de verano.
Me aseguraba que había sucedido en un pueblo
de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No
recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento
y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo
que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras
sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas—
este relato era uno de mis preferidos.
—¡Te pone los pelos de punta y —sin
embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el
tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez
a cambio de tu promesa...
Y entonces yo volvía a prometerle que
guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a
narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde
cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.
Siempre cumplí con mis promesas. Por eso,
esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas por el
tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez.
Y una y otra vez la conté yo misma —años
después— a mis propios "sobrinhijos" así como —ahora— me dispongo a
contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo
y me pidieras:
—¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de
miedo"!
Y bien. Aquí va:
Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.
No sólo concurrían a la misma escuela sino
que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces,
para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.
De otoño a primavera, las tres solían pasar
algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en
las afueras de la ciudad.
¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos
al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...
Aquel sábado de pleno invierno —por
ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se
prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la
abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar
unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído
especialmente para esa ocasión.
Adorable la abuela de Martina. No
aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor,
conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap". Las
chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.
—¿Por qué no lo dejan para mañana a la
tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un
minuto en todo el día. Debe de estar agotada.
La mamá de Martina trató —en vano— de
convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas,
porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la
anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los
perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela
y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.
Afuera, el viento parecía querer sumarse
con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.
Arriba —bien arriba— el cielo, con las
estrellas escondidas tras espesos nubarrones.
La improvisada clase de baile se prolongó
cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana
aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara
exhausta y muy acalorada.
Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
Alrededor de la casa, la noche, tan negra
como el sombrero de copa que habían usado para la función.
Las tres nenas ya se habían acostado.
Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa
casa.
Era un dormitorio amplio, ubicado en el
primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio
y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en
noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho
cubriéndolo todo).
En el cuarto había tres camas de una plaza,
colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.
En la cama de la izquierda, Martina, porque
prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque
le gustaba el sitio al lado de la ventana.
En la cama del medio, Oriana, porque era
miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.
Las chicas acababan de dormirse cuando las
despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de
prisa— a la par que les decía:
—La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—,
pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos
quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a
levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa
mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la
salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que
oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia
de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que
—finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.
Truenos y rayos que conmovían el corazón.
Relámpagos, como gigantescas y electrizadas
luciérnagas.
El viento, volcándose como pocas veces
antes.
—¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana,
de repente.
Las otras dos también lo tenían pero
permanecían calladas, tragándose la inquietud.
Martina trató de calmar a su amiguita (y de
calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.
La cama de Oriana fue —entonces— la más
iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz
directa de dos veladores.
—No pasa nada. La tormenta empeora la situación,
eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
—Enseguida van a volver con la abuela.
Seguro —opinaba Camila.
Y así —entre las lamentaciones de Oriana y
las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de
un cuarto de hora en todos los relojes.
Cuando el de la sala —grande y de péndulo—
marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado
tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse
inacabable.
Las luces se apagaron de golpe.
—¡No me hagan bromas pesadas! —Chilló Oriana—¡Enciendan
los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las
mesitas para encontrar las perillas.
Sólo encontró las manos de sus amigas,
haciendo lo propio.
— ¡Yo no apagué nada, boba! —protestó
Camila.
— ¡Se habrá cortado la luz! —supuso
Martina.
Y así era nomás. Demasiada electricidad
haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la
necesitaba en esos momentos...
Oriana se echó a llorar, desconsolada.
—¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las
velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
—"¡Hay que!" "¡Hay
que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—.
Yo, ¡ni loca!
—¡Yo tampoco! —Agregó Martina—. Esta Oriana
se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto!
Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?
Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo
de la almohada.
—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me
muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
Martina sintió pena por su amiga. Si bien
eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se
compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una hermana mayor.
—Bueno, bueno; no llores más, Ori.
Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más
miedo, ¿sí?
— ¿Qué…? —balbuceó Oriana.
— ¿Qué cosa? —Camila también se mostró
interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar).
Martina continuó con su explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y
estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más
amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz,
pudo sentir un apretoncito en ambas manos.
— ¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los
dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina—
sólo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas—
las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien
—les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la
casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo
estaban las chicas
—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las
felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama,
para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo
no... —Susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—.
Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y
abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como
ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como
ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron
en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni
la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron
—estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a
rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales
unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse
—apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente—
sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la
acción la propuesta de Martina.
— ¿Las manos de quién? —exclamaron entonces,
mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
— ¿De quiénes? —corrigió Oriana, con una
mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!
Manos.
Cuatro manos más aparte de las seis de las
niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en
busca de aferrarse entre sí.
Manos humanas.
Manos espectrales.
(Acaso —a veces, de tanto en tanto— los
fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)