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Sábados de Fontanarrosa. Hoy Jorge, Daniel y el Gato

—¡Qué verga somos, viejo! ¡Qué verga! —Jorge se inclinó con un gesto de dolor y se quitó, uno a uno, los botines embarrados. Se masajeó, siempre con rostro dolorido, los dedos del pie bajo la tela gruesa de las medias de fútbol.

—Qué le vamos a hacer —dijo el Gato, el vaso de cerveza en la mano, por decir algo, casi distante, como resignado. Más atrás, en la misma mesa pero alejada su silla como dos metros, las piernas abiertas, el Dani lucía abstraído, totalmente ausente.

—¿Cómo mierda podemos perder tantos goles, digo yo, cómo podemos perder tantos goles? El otro día contra La Cortada, lo mismo, querido, erramos una barbaridad... Después ellos, cuando tienen una oportunidad, te abrochan y anda a cantarle a Gardel...

—¿Te duele? —preguntó el Gato, señalando con su mentón hacia los pies de Jorge.

—El tobillo —señaló—; pisé un pozo y me lo torcí. Me lo hice percha.

—Párate —recomendó el Gato.

—Si me paro me duele más, pelotudo.

—Que no jugues, te digo, forro. Párate quince días porque si el próximo partido se te llega a torcer de nuevo después se te hace crónico.

—Ahora le meto hielo —desestimó Jorge—. Y cuando se deshincha me vendo bien y no hay problema. —Te lo vas a cagar, Jorge.

—Si no vengo yo, creo que el próximo sábado no juntamos ni siete como para entrar a la cancha.

—O anda a lo de la curandera que dice el Niki —insistió el Gato.

—¿Qué curandera? —Jorge se reía, pese al dolor.

—Dice que las terceduras te las cura con un vaso de agua. La vieja tira granitos de trigo, ¿viste la especie de semillitas de cuando desarmas las espigas?, en un vaso de agua. Las semillitas que se van al fondo son los  nervios que tenes sacados. Las que flotan son los que están bien.

Jorge lo miró al Gato, incrédulo.

—O al revés —se cubrió el Gato—. Al Niki lo curó así. Bah, eso dice el Niki.

—Al Niki lo que hay que hacer es internarlo en un psiquiátrico —murmuró Jorge—. Me vendo bien, y a la lona —reafirmó. Después recogió los botines, parándose. Se tomó la cintura con las dos manos y estiró un quejido gutural—. La concha de su madre —dijo—, me duele todo.

—Para colmo está pesadísimo —el Gato se pasó la manga de la camiseta sobre la frente calva empapada de sudor—. Y hace transpirar esta porquería —elevó un tanto, mostrando, el vaso de cerveza.

—Hay que decirle a Enrique que el sábado que viene traiga las camisetas de manga corta. No puede ser tan boludo —dijo Jorge, ya con las llaves del auto en la mano, como demorando la retirada.

—¿Las blancas? Están hechas mierda esas camisetas, Jorge.

—No, están bien... Bah... Se las aguantan...

—Faltan números.

—El boludo del Ñaqui que se quedó con una cuando se cabreó por lo de Gustavo.

—Hay que decirle que la traiga. Al Mosca también.

—Al Mosca que lo hable otro, yo no lo hablo... ¿Vos venís el sábado, Daniel?

Jorge señaló con la llave del auto al Dani que, hasta ese momento, no había salido de su mutismo, la vista perdida hacia el ventanal que daba al bulevar Rondeau, despatarrado sobre la silla.

—No. Creo que no.

—Uy —arrugó la cara, Jorge—. Cagamos —se dirigió al Gato—. No sé si juntamos once si éste no viene.  Tito tampoco puede venir, al Pinza lo echaron hoy, el boludo. Le van a dar como cuatro fechas...

—¿Por qué Tito no viene? —preguntó el Gato.

—Qué sé yo... Tiene un bautismo, una de esas boludeces que siempre tiene.

—¿Otro bautismo?

—¿Podes creer?

—¿Qué es Tito? ¿Monaguillo?

Jorge soltó una risa corta.

—Cagamos —repitió—. Para colmo, el otro forro de Aníbal hoy se fue cabrero...

—¿Por qué se fue cabrero?

—Porque el Coló no lo puso de arranque. Y... ¡viejo! Somos once. No podemos jugar todos. Si al final de cuentas, vos bien lo sabes, al final, jugamos todos. Hoy faltas vos, mañana falto yo...

En silencio, Dani osciló la cabeza, como desaprobando, pero no dijo nada.

—¿Vos no venías, entonces? —insistió Jorge.

—No. Creo que no. Creo que tengo que viajar —dijo Daniel, serio.

—¿Contra quién es? —dijo el Gato.

—Cerámica, creo... ¡No! No. Palermo, Palermo.

—No es tan jodido.

—¡Para nosotros son todos jodidos, Gato! —se rió, irónico, Jorge—. Mira vos hoy, estos muchachos no le habían ganado a nadie, a nadie, son unos chotos, Gato. Y se vienen a desvirgar con nosotros, a nosotros nos hace la fiesta cualquiera... Déjame... Somos una verga nosotros, Gato, no me digas...

El Gato hizo un visaje con la cara, de aprobación, negación o duda.

—Chau. Nos vemos —dijo Jorge, y se fue rengueando hacia el auto—. Chau, Daniel —incluyó, de última, ya desde la vereda de "El Morocho del Abasto". Daniel y el Gato se quedaron en silencio. El Gato apuró lo último de su cerveza y liberó luego un eructo suave.

—¿Y el Mosca por qué no viene? —se preguntó después, en voz alta. Daniel había apoyado sus codos sobre las rodillas peludas y miraba hacia la calle. El sudor le resbalaba por la frente hasta la nariz y luego caía por ésta, para precipitarse desde su punta sobre el bolso que estaba entre sus pies. Daniel se encogió de hombros.

—Qué sé yo —moduló con la boca, sin emitir sonido alguno. Después empezó a sacudir la cabeza hasta girarla para mirar al Gato.

—¿Vos viste cómo me puteó el Quique? —le preguntó"—. ¿Vos viste cómo me reputeó el Quique, ese pedazo de pelotudo? —repitió, antes de que el Gato contestara nada. El Gato abrió mucho los ojos, simulando.

—No... ¿Cuándo? —mintió.

—Cuando me erré ese gol, en el segundo tiempo... —¿Cuál?

—¡En el segundo tiempo! —se exasperó Daniel—. Que íbamos uno a cero. Si lo hacía nos poníamos uno a uno...

—¿Ése que pasó todo frente al arco? ¿Que...?

—¡Ese! Que se fue la Pioja por la izquierda y metió el centro atrás...

—Ah, sí... Pero no lo vi muy bien... Yo estaba afuera.

—¡Pendejo pelotudo! ¡Como si uno errara los goles a propósito, viejo!

—Sí... Pero no escuché. La verdad que no escuché. Vi la jugada pero...

—Arriba me putea el hijo de puta. —Te venía alta, me pareció...

—¡Acá me venía! —como impulsado por un resorte, Daniel se paró, señalándose a la altura de la ingle—. ¡Acá! ¿Cómo mierda quería que le pegara? La tocó el arquero, picó y se levantó...

—No bajaba nunca.

—¡Nunca bajaba, la concha de la lora! Y el otro pelotudo me viene a putear. El sorete ese de Quique... —Bueno, pero... Qué sé yo...

—¡Mira si nosotros tuviéramos que putearlos a ellos por las cagadas que se mandan ahí abajo! —Daniel ya estaba un tanto descontrolado—. ¡Mira si nosotros tuviéramos que putearlos a ellos por los cagadones que se mandan ahí abajo! Hoy mismo, hermano... ¡Raúl, Raúl, otro, otro que me puteó en la misma jugada! ¿Me querés decir qué carajo quiso hacer Raúl en el segundo gol de ellos? ¿Me querés decir qué carajo quiso hacer?

—Quiso cancherear...

—¡Si no tiene resto para cancherear, querido! ¡La va de crack y no sirve ni para tirar flit, no me vengas! Y después te chillan cuando vos erras un gol, hermano... Y no hace ni un año que están jugando, Gato, haceme el favor... No hace ni un año... —se volvió a sentar, como si no pudiera quedarse quieto—. ¿Cuánto hace que estamos jugando nosotros, Gato, cuánto hace que estamos jugando?

—Uhhh... —enarcó las cejas el Gato.

—Cinco años. Cinco, seis años hace. Empezamos nosotros, ¿o no es así?, con el Coló, con Ñaqui, con Marcelo...
—Claro, claro...

—¡Y ahora resulta que cada sábado que uno viene aparece un pendejo nuevo! ¿Cómo es eso? Uno viene y ya ni siquiera conoces a tus compañeros... Como ese pibe, el Huguito... ¿Quién lo trajo a ese pibe? ¿Quién lo anotó al Huguito? ¿Me querés decir quién lo trajo?

—El Coló...

—¡El Coló, claro! Porque él sabe que no le saca nadie la camiseta de cinco. Pero como no le dan más las tabas se tiene que rodear de pendejos que corran y se rompan el culo por lo que él no corre ni se rompe el culo en la mitad de la cancha, ¿es así o no es así?

—Sí, Daniel... Pero también tenes que comprender que en una liga como ésta, sin límite de edad, si no mechas algunos pibes con los jovatos, te pasan por arriba. ¿Viste los de "25 de Diciembre", que son todos pibes? Son aviones esos pendejos, Daniel, no los agarras ni con un lazo...

—Sí, sí, pero no hay derecho, Gato, no hay derecho...Porque cuando a esos pibes, esas estrellitas, esos cracks que, entre nosotros, no son tan cracks como se piensan porque si no no estarían jugando acá, estarían jugando en Central, en Nubel, en Central Córdoba... Bueno, cuando a esos cracks resulta que se les canta las pelotas irse a jugar a Provincial, o al campo, o a la concha de su madre... ¿a quiénes tienen que recurrir para armar el equipo? ¿A quiénes tienen que recurrir?... A Norberto, al flaco Suríguez, al Narigón... a vos... ¿O por qué te crees que se chivó el Mosca y no viene más? ¿Por qué te crees? Porque lo dejaron afuera dos partidos,seguidos y no lo pusieron más, hermano. Con el verso ese de que eran partidos chivos, de que eran partidos importantes, que eran contra el puntero, contra Social Lux, contra Minerva, contra la pinchila de Mahoma y todo eso... Decí que vos, o el Narigón Anselmi, son de fierro y se la aguantan y vienen y vienen y vienen...  Pero el Mosca se hinchó las pelotas...

—Es verdad... Eso es verdad —asintió el Gato, golpeteando con el culo del vaso sobre el nerolite de la mesa.

—¿Querés que te diga más? —retomó Daniel tras un silencio—. Yo prefiero perder con el Narigón, con el Mosca, con vos, con Norberto... y no con todos esos nuevos que ha traído el Coló. Porque bien que cuando el Raúl, el Quique o alguno de ésos te caga, bien que salen echando puta a buscarlo al Norberto, al Mosca, a  todos ésos...

—Es el eterno problema... —dijo el Gato, calmo. Daniel pegaba palmaditas sobre la mesa. Había vuelto a  mirar hacia afuera y procuraba regularizar el ritmo de su respiración.

—No me vengas, viejo... —machacaba.

—Es el eterno problema, Daniel... Formar un equipo de amigos, para divertirse. O formar un equipo para ganar el campeonato.

—¡Si nosotros no podemos ganar el campeonato, Gato! —lo miró Daniel con infinita indulgencia, abriendo los brazos. Nosotros no podemos ganar ningún campeonato, querido, si somos unos perros, unos perros somos, unos muertos de hambre...

—Sí, pero vos viste cómo son estas cosas. Al principio se dice que vamos a formar un equipo de amigos,  para divertirse, pero cuando de pedo se ganan un par de partidos ya todos piensan que se puede ganar el campeonato.

—Míralo al otro —volvió a menear la cabeza Daniel, y cambiando de tema—. ¡Qué fácil que la hace Jorge, qué fácil que la hace! "Al final jugamos todos lo mismo", te dice. "Al final entran todos." ¡Mira qué turro! Sí, entran todos... ¡pero unos arrancan jugando todos los partidos, como el Coló y él, y el Taca... y otros, como el Narigón, entran veinte minutos! ¡Entran todos los partidos, sí, pero veinte minutos! "Jugamos todos." ¡Mira qué turro!

—Decímelo a mí —susurró cabizbajo el Gato, tristemente.

Daniel chistó, como desinflándose.

—Encima hay que aguantarse que te puteen cuando erras un gol —dijo—. Hay que joderse —se rió, ácido—. A mi edad tener que venir a amargarse la vida. Uno que espera toda la semana el sábado para venir a jugar y pasarla bien y hay que amargarse la vida con estos pendejos. O con el Raúl mismo que no es tan pendejo...

—Son cosas del juego, Daniel...
—Y ojo que no lo digo por el Huguito, que es un flor de pibe, un pan de Dios. Pero los otros... No sé... Tienen mierda en la cabeza y... ¿sabes qué es lo que más me calienta? —Daniel se volvió hacia el Gato como si hubiese encontrado el quid de la cuestión. Retomó, incluso, el ritmo acelerado de su discurso.— Que te putean porque te erraste el gol pero, en realidad, lo que te quieren remarcar es que te lo erraste por viejo choto.

No por tronco, o porque sos de madera, por mal jugador... ¡Por viejo choto, porque no te dan más las tabas, ni las articulaciones, ni los reflejos! ¡Eso es lo que te quieren remarcar, lo que quieren poner en evidencia estos cabrones!

—No, Daniel...

—¡Sí, señor! Sí, señor... Porque el otro día, en el partido contra Mercadito, el Cacho, el Cacho, se erró un gol igual igual al mío, pero igual, calcado.

—Es cierto...

—Le quedó alta, a dos metros del arco, sin arquero y... ¿sabes adonde la tiró? —A la mierda.

—¡A la concha de su madre! ¡A la recalcada concha de su madre la tiró! Mucho más alta que la que tiré hoy yo. Ahí la tiró. Y lo putearon. Pero seguro que nadie pensó que lo había errado por viejo choto, porque el Cacho tiene veintidós pirulos y tiene un lomo así y es un toro el Cacho... Pero cuando un tipo de treinta y seis años hace lo mismo que hizo el Cacho ya todos piensan que lo erraste porque estás hecho un fósil de mierda, un viejo choto y que le tenes que dejar tu lugar a los pibes. ¡Mierda se lo voy a dejar! ¡A mí nadie me regaló nada cuando yo empecé a jugar! Veinticinco años hace que juego al fútbol... Y encima tenes que aguantar  que te erras un gol y te putean...

Se quedaron un momento callados. El Gato, abstraído, hizo girar con la punta de un dedo el tíquet que había dejado el mozo y que había quedado planchado bajo el culo del porrón húmedo. Lo despegó con cuidado y unos numeritos en celeste quedaron impresos sobre el nerolite. El Gato parecía estudiar el tíquet pero, de pronto, quedamente, dijo:
—Daniel... Daniel... Oíme.

Daniel seguía con los ojos clavados en la ventana.

—Oíme, Daniel —siguió reclamando el Gato—. ¿A vos te jode que te puteen por un gol errado?

Daniel osciló la cabeza, considerando estúpido responder.

—¿A vos te jode? Entonces déjame que te cuente una cosa. ¿Me dejas?

El excesivo preámbulo atrajo, por fin, la atención de Daniel, quien miró de reojo al Gato.

—¿Te acordás el sábado pasado, que jugamos contra Teléfonos?

Daniel asintió con la cabeza.

—¿Te acordás que yo entré en el segundo tiempo? Habré entrado a los veinte minutos del segundo tiempo...

—Sí, que entraste porque se jodio el Tito, que si no el Coló tampoco te ponía...

—Por lo que sea, por lo que sea... Cuando yo entré íbamos perdiendo dos a uno...

—Sí, dos a uno.

—Faltando unos quince minutos ¿te acordás? hubo un centro sobre el área de ellos, un rebote, y me quedó servida a mí, picando, casi en el punto del penal, un poco más atrás, pero casi en el penal, sobre la derecha...

—¡Uy, sí! Me acuerdo.

—Le pegué de prima y la tiré a la mierda. Así de simple. La tiré a la mierda.

—Arriba del travesano, me acuerdo.

—Arriba. Y... ¿querés que te diga una cosa, Daniel? ¿Querés que te diga una cosa? Daniel lo miró.

—Nadie me dijo nada —ahora era el Gato el que miraba fijamente a la mesa, las cascaras de maní, los

círculos dibujados con espuma por los vasos sobre el nerolite—. Nadie me dijo nada... Hubo un silencio... Un silencio total...

—Bueno... Es mejor. Te juro que...

—No, Daniel. No es mejor... Cuando ya nadie te dice nada es que ya nadie espera nada de vos... Es una cosa, ¿cómo decirte?... piadosa. Un silencio... comprensivo, ¿entendés? Me di vuelta y lo vi al Coló que le hacía señas al Quique como diciendo "Déjalo. No le digas nada. ¿Qué le vamos a hacer? Bastante hace el pobre viejo...". Por eso...

—Es que...

—Por eso te digo Daniel… alégrate que todavía te putean, alégrate. Quiere decir que todavía te consideran apto para jugar, para meter goles, para mezclarte con ellos…

Daniel aspiro hondo.

—Puede ser — dijo y pidió la cuenta.
Roberto Fontanarrosa
Extraído de Uno nunca sabe. Ed. De La Flor 1993/ Ed Planeta 2012




Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Palabras iniciales".

“Puto el que lee esto.”
Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean-Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el pelotudo de Góngora.

Sábados de Fontanarrosa. Hoy: Un clásico navideño, "Te digo más..."

¿Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel. Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel.

Sábados de Fontanarrosa. "El mundo ha vivido equivocado"

—¿Sabés cómo sería un día perfecto? —dijo Hugo tocándose, pensativo, la punta de la nariz. Pipo me­neó la cabeza lentamente, sin mirarlo. Estaba abstraí­do observando algo a través de los ventanales.

—Suponete... —enunció Hugo entrecerrando algo los ojos, acomodándose mecánicamente el bigote, corriendo un poco hacia el costado el sexteto de tazas de café que se amontonaba sobre la mesa de nerolite-... que vos vas de viaje y llegás, ponele, a una isla del Caribe. Qué sé yo, Martinica, ponele, Barbados, no sé... Saint Thomas.

Sábados de Fontanarrosa. Hoy: "Ulpidio Vega"

Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.
Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.
Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo".
¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vega, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro que también trabajó en el frigorífico.
Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa, desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato" se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan "sólo es por ella". "Si no te enfrío" le contestaba Juan, que no era lerdo "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labia, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!" se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez, fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca, una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.

A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído de "El Mundo ha vivido equivocado". Ed. Planeta 2012. Ed. De La Flor 1982.

¡Feliz 2026!

 


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